Capítulo 17
Nueva York, 1999.
El ambiente dentro del pub de Arthur Bender me recordaba, de alguna forma sutil y perturbadora, al sórdido local bailable donde conocí a Clark Osborne, dieciocho años atrás. Por aquel entonces él era un niño cerca de ganarse el derecho legal a entrar a los casinos, y yo tenía ya medio siglo a mis espaldas. Ambos sabíamos, a nuestro propio modo, que lo que estábamos a punto de hacer no tenía ni pies ni cabeza, pero en lo personal, había dejado de ser tan inocente a esas alturas, y él estaba años luz por delante de mí.
Ahora, con tanto tiempo entre aquel acontecimiento y la actualidad, no tenía idea de con qué podía llegar a encontrarme. Debra se había ofrecido a acompañarme, pues entendía que no lograría lidiar con esto solo, así que los dos nos encaminamos en su coche favorito —un Chevy igual al que conducía Harry Duncan— hacia mi destino y su telenovela predilecta. Parecía que iba a la ópera, con el tapado de piel gris y el peinado impecable. Eso se debía, en parte, a que le había dicho a Neville que planeábamos asistir a un evento sobre arte abstracto, cosa que a él no le interesaba en lo absoluto.
El coche de Debra rodó a toda velocidad a través de uno de los sitios más emblemáticos de Nueva York, mientras ella les gritaba a los demás conductores que aprendieran a conducir, conmigo en el asiento de copiloto comiéndome las uñas, temeroso de que alguien decidiera hacernos frente. Pero nada sucedió y pronto nos encontramos ante la humilde entrada del «restaurante» donde el dúo de Clark iba a hacer su presentación. La única señal de que se trataba del lugar correcto era un pequeño anuncio de neón, protagonizado por un tipo gordo que zampaba una jarra de cerveza y eructaba tres burbujas amarillas que ascendían, intermitentes, hacia el cielo estrellado.
Una vez que nos apeamos del auto, un tipo de mala pinta se nos acercó a preguntarnos si queríamos que lo estacionara.
—Oh, sería encantador... —exclamó la ilusa de Debra, ofreciéndole las llaves.
—No, gracias —la interrumpí, arrebatándoselas y tomándola del brazo—. ¿Te has vuelto loca?
—Parecía amable.
Gruñí y la oscuridad interior del edificio nos devoró. Estando allí, cuando mis ojos se acostumbraron a esa terrible penumbra, pude constatar que el decorador no debía ser ningún genio. Había un montón de mesas, redondas y metálicas, desparramadas por el local, cada una con una vela roja como centro. En una esquina de la sala se ubicaba la barra, con lo que podía llamarse lo más colorido del lugar: un cartel similar al de la fachada. Y en el extremo opuesto a la puerta, por lo que alcanzaba a ver —la visibilidad era limitada, gracias a que todo daba la impresión de ser un sótano y teníamos que bajar una pequeña escalera para entrar por completo—, se alzaba la triste tarima, poblada por un par de micrófonos solitarios.
—Es muy vanguardista —susurró Debra, solo para tener algo que comentar.
Aún enganchados del brazo, descendimos. Habíamos escuchado música incluso desde afuera, y ahora comprendíamos por qué. Sobre el escenario, un joven con camisa a cuadros y pantalones rotos en las rodillas quería sentirse el líder de Nirvana, o como se llamara ese escándalo, presentando una versión acústica de su canción más popular.
Nos posicionamos en una mesa contra la pared, cuyos asientos de cuero que se asemejaban a los de las viejas cafeterías. Nos costaba mirar el espectáculo desde ese ángulo —yo tenía que torcer el cuello de un modo sobrenatural—, pero el resto del recinto estaba tan solicitado que no hubiésemos podido encontrar asientos.
Decir que me sentía nervioso sería quitarle mucho peso a mi verdadero estado emocional. Aquello representaba la culminación de una aventura que había dado por terminada hacía casi dos décadas. Era sobrecogedor retomar, en un momento donde todo lo que me había marcado y hasta mi vida misma parecían concluir, un asunto pendiente como aquel.
A cada segundo que pasaba, era más y más consciente de lo que había decidido, y no escuchaba la actuación o el emotivo monólogo de Debra sobre lo extraño que sabían los palitos de pan que regalaban como aperitivo, porque el único sonido que podía discernir era el del tren que se acercaba echando vapor y silbando como loco. Ese tren al que me subiría y que, si el plan se adecuaba a lo esperado, me alejaría de Russell para siempre.
—Muchas gracias —dijo Nirvana, con los labios pegados al micrófono.
El muchacho se bajó de la plataforma y un hombre más o menos de mi edad, de ojos inquisitivos y la piel manchada y arrugada por todas partes, corrió para tomar su lugar. Algo me decía que no tenía una presentación, sino que más bien era el maestro de ceremonias, quizás el propio Arthur Bender.
—Ese fue Mitch Curley y esperamos que les haya gustado —anunció con voz afónica, ganándose un par de aplausos desanimados—. Ahora quiero presentar a dos amigos de la casa, invitados de honor e increíblemente talentosos. ¡Con ustedes, Clark & Lucy!
El público soltó unas pocas exclamaciones de apoyo y yo sentí que se me bajaba toda la sangre del rostro. Me puse histérico, comencé a mirar en direcciones arbitrarias, buscando en cada rincón alguna señal de su presencia, desesperado por comprobar que no estuviese soñando. La escena había adquirido cualidades fantásticas, como si ya no estuviera protagonizándola, sino viéndola en la seguridad de una sala de cine.
—Esos son ellos, ¿no? —le pregunté a Debra, hablando tan rápido como me lo permitía la torpeza de mi lengua—. Tienen que ser ellos...
—Sí, Gordon, son ellos —replicó, al mejor estilo de una madre regañona—. ¿Haces el favor de tranquilizarte?
Me disponía a contraatacar cuando una mujer de alrededor de treinta y cinco años surgió de entre la multitud y se sentó en uno de los dos taburetes que había sobre el escenario. Un funcionario nivelaba el micrófono para adaptarlo a su altura.
—Debe ser Lucy —murmuré.
Y en efecto era ella. Tengo que confesar que me sentí un poco decepcionado. Resultaba agradable, sí, pero tampoco hacía gala de una belleza divina. Era baja de estatura y, aunque sus facciones en general pudiesen resultar armoniosas, las cejas demasiado finas y un lunar monstruoso en el lado derecho de la frente derribaban todo atractivo. Lucía un suéter de cuello de tortuga beige y el pelo, negro azabache, era elegantemente corto, con unas cuantas horquillas manteniendo el flequillo lejos de su cara. Sobre su regazo yacía una guitarra acústica con una estampa de los Rolling Stones.
Nos quedamos esperando a que su compañero apareciera. La vimos clavar sus ojos rasgados en algún punto desconocido, sonreír con una dentadura perfecta y, entre risas, soltar unas palabras que no conseguimos distinguir. Sin dudas había un problema que a ella la divertía, y le estaba insistiendo al otro involucrado para que lo arreglase cuanto antes.
Así sucedió. Un hombre se precipitó hacia el foco de atención, probablemente susurrando disculpas a los espectadores y a una mesera a la que, en plena carrera, estuvo al borde de hacer caer.
Por fin llegó a su destino. Yo movía la cabeza como una gallina paranoica, tratando de dar con el mejor posicionamiento para apreciarlo. Cuando lo conseguí, la desilusión fue dolorosa.
—Ese no es Clark —le dije a Debra.
—Por supuesto que es Clark, idiota.
—Es imposible que sea Clark.
En verdad era imposible. Me hubiese creído que cualquier otra persona en el mundo era él, pero de ningún modo podía tratarse de aquel sujeto. ¿Por qué? ¡Porque no se parecían en nada!
Para empezar, estaba esa grotesca barriga de cerveza, que amenazaba con filtrarse por debajo de la tela que, en un esfuerzo impresionante, alcanzaba a cubrirla. Clark era delgado como un fideo y lo recordaba bien, ya que había tenido mucho tiempo para observarlo en el pasado.
Además, su cabello ralo portaba una coloración anaranjada tan opaca, tan pobre —incluso se tornaba gris en algunas zonas—, que no se asemejaba en lo absoluto al intenso color fuego que solía encantar a todos, arrancando cuestionamientos como «¿en serio es natural?» a dondequiera que marchase. Esta cosa patética parecía huir de sus sienes, y las antiguas formas onduladas ya no existían.
Líneas de expresión surcaban su faz, en especial alrededor de los labios y en la frente. Los ojos cafés no connotaban vitalidad, humor sarcástico o respuestas ingeniosas. Eran unos meros depósitos vacíos, saqueados por los esbirros de la vejez. Por más que sonriera, por más que tuviera la misma sonrisa de niño, en él no existía niño alguno.
Ese hombre no podía ser Clark. No podía y, sin embargo, vestía una camiseta con la imagen de la portada de Abbey Road y una de esas camisas de mezclilla que tanto lo obsesionaban. Y su guitarra era idéntica a la preciosidad eléctrica color caramelo a la que él apodaba «Eleanor Rigby.» Era obvio que nos habíamos topado con un impostor muy metido en su papel.
El impostor conectó su instrumento al amplificador y se acomodó en el taburete restante. Viéndolo bien, seguía teniendo una contextura delgada, solo que ahora su abdomen transmitía la impresión de que se había tragado un globo inmenso. Yo estaba absorto, analizándolo, y lo único que quería era que hablase. Si hablaba, si aún contaba con aquella voz ronca y un ligero acento del medio oeste, todas mis dudas irracionales se disiparían. Pero quien tomó la posta a la hora de saludar fue Lucy.
—Buenas noches a todos —dijo. Sonaba simpática—. Como ya saben, somos Clark & Lucy y estamos contentos de estar aquí. —Otro aplauso falto de entusiasmo—. Bueno, entendemos que, quienes nos conocen, lo hacen porque tocamos clásicos del folk, pero hoy nos gustaría probar algo diferente, si no les importa. ¿Qué opinan?
Me alegré de que algunas personas apoyaran la moción, porque se notaba que era un público difícil. Por mi parte, lo único en lo que podía concentrarme era discernir, ayudado por la torpe iluminación, si el Clark del dúo era mi Clark o no.
—Uno, dos —empezó Lucy, golpeando el suelo con un pie—. Un, dos, tres...
Ahí fue cuando cada interrogante que nadaba por mi cabeza murió. Ya no podía desconfiar, ya no podía excusar la forma en que una de las memorias más inmaculadas de mi vida se había degradado. Los inconfundibles primeros acordes de Science Fiction/Double Feature se apoderaron de nuestros oídos, y de inmediato me vi transportado a aquella sala de proyección, en medio de un mar de adultos vestidos como en Halloween, arrojando palomitas de maíz y aplaudiendo, con la inmadura carcajada de Clark burlándose de mí por cómo me había traído engañado a semejante espectáculo.
Ella cantó primero. Sin dudas era el tipo de voz que alguien se esperaría escuchar de una cantante de folk. Suave y melódica, con un toque campirano que podía embrujar las noches veraniegas de todos los pueblos estadounidenses, incluso desde el implacable invierno neoyorkino. Sumada al misticismo acostumbrado de la canción, sobre todo en sus primeras estrofas, se transformaba en una experiencia que llenaba el aire de un algo cálido y embriagador, como las notas que surgían de ambas guitarras.
Clark se le unió en el pre-coro, cuando la intensidad de la melodía aumentaba levemente.
Su voz era lo único que había pasado la prueba del tiempo. Seguía siendo el mismo crío encantador que no era Rock Hudson o Marlon Brando —y que, desde luego, no era Russell Weatherby—, pero que se defendía de la infinidad de hombres que podrían haberse considerado más atractivos, a punta de carisma y talento y todo lo hermoso que, ahora, simbolizaba la inmortalidad de su canto.
—Es él —suspiré, mis ojos abiertos cuan grandes eran.
—No me digas —dijo Debra, haciendo rodar los suyos.
Su sarcasmo no podía afectarme. Me encontraba flotando por encima de ella, por encima de cada persona en el bar y del bar en sí mismo. Hechizado por el estribillo y lo armónico que sonaba ese par, levité fuera de mi asiento hacia lo más cerca que se permitía estar del escenario.
—Gordon, ¿qué diablos haces? —protestó mi amiga, tratando de no gritar.
Y yo no la oía, por supuesto que no. Sabía que no iba a seguirme y necesitaba presenciar el milagro en primera fila.
Me abrí paso entre el humo de cigarrillos y los alientos a alcohol que se entremezclaban, hasta ubicarme en ese espacio donde ya no había mesas, solo un pasillo no delimitado para que los meseros pudieran pasar. Estaba justo frente al tablado, teniendo que mirar hacia arriba para ver a Clark y convencerme, una vez más, de que había cambiado demasiado y nada en lo absoluto.
Lo que más me extrañaba no era su apariencia, sino su concentración. Siempre que recordaba a Clark, era como un joven hiperactivo, que se aburría con facilidad y que incluso dedicándose a la actividad que más amaba y que le inspiraba más respeto, no podía evitar ver los alrededores y hacer algún chiste entre verso y verso. Pero el nuevo Clark ni siquiera levantaba la vista, solo observaba el suelo mientras rascaba las seis cuerdas bajo su control, entregándose a la interpretación como si su vida dependiera de ello.
Mientras la armonía caía de regreso en su ritmo habitual, sentí que algo se había muerto y que no resucitaría. Durante décadas quise vivir saltando de época en época, sin saborear realmente nada, percibiendo todo con el mismo cinismo y las mismas ganas de que terminase lo más rápido posible. Mi rutina en los cincuenta, el romance entre Russell y Maureen en los sesenta, mi propio amor por él en los setenta y el espiral de depresión, drogas y experimentos fallidos que habían sido los ochenta.
Estando el siglo a punto de apagarse, seguía sin distinguir qué era lo que debía tocar su fin esta vez. Y al encontrarme con la figura desfigurada de Clark, el representante oficial de la juventud en mi elenco de simbolismos, era consciente de mi edad, de mi descenso. Lo que se iría con los noventa sería mi vida.
Los ojos se me humedecieron. La canción se acercaba a la repetición del coro, guiada por el talento de los cantantes y el clima de impaciencia, y sabía que cuando la última nota falleciera, una parte de mí que hasta entonces había ignorado iba a hacerlo también. Así era como yo moría, igual que un enfermo de gangrena, perdiendo trozos por todas partes, desparramándolos hasta que no quedase nada.
Usé el puño de mi chaqueta para secarme un par de lágrimas.
Clark & Lucy terminaron su acto. Aunque ella celebró el gran final como si hubiese ofrecido el concierto de su vida, él arañó su guitarra por última vez y permaneció con la mirada en el piso. Se le notaba conmovido, tomándose unos cuantos instantes para desconectar el amplificador y seguir a su colega fuera del escenario. La gente permanecía concentrada en lo suyo, pero yo no podía moverme un milímetro.
—Si vas a hablar, llegó la hora —me informó Debra, luego de venir hasta donde estaba y pararse a mi lado. Había un desprecio maternal en su forma de hablar.
La observé. Tenía los brazos cruzados y la seriedad en sus ojos era intimidante. No estaba de acuerdo con lo que hacía, y aun así me ayudaba. Pensé en todas las ocasiones en que le deseé algún mal, sintiéndome todavía peor de lo que ya estaba. La escena me había puesto sentimental y solo quería abrazarla y pedirle que nos fuéramos.
En cambio, lo que hice fue asentir con solemnidad y girar sobre mis talones, en dirección al lado opuesto del salón. Los músicos se ubicaron en la barra y pidieron dos cervezas, mientras respondían con amabilidad a los halagos de los pocos oyentes que estaban interesados en lo que hacían.
Avancé hacia ellos. Por sus posiciones, Clark se hallaba de espaldas a mí. Invadido por el aplomo de un soldado listo para convertirse en leyenda, sin miedo a nada, le toqué el hombro.
Ahí fue cuando todas mis defensas fracasaron, y la cabeza de mi coraje desapareció en un hoyo en la arena.
—¿Sí? —dijo atentamente, antes de darse cuenta de con quien hablaba.
Su expresión cordial y despreocupada cayó casi de inmediato. Yo alcé una mano tímida en señal de saludo, esbozando una media sonrisa, porque recordaba que esa clase de gestos poco efectivos lo enternecían. No obstante, el rostro marcado por los años y el dolor evitó demostrar cualquier signo de que aún provocara lo mismo.
—¿Gordon? —inquirió, confundido.
La mención de mi nombre pareció despertar alguna memoria ingrata en Lucy, que enseguida empezó a lanzarme miradas llenas de resentimiento.
—Tú no eres Gordon, ¿cierto? —volvió a preguntar Clark—. ¿Gordon Shipman?
Quedé congelado durante unos segundos y, tan pronto como asimilé la intensidad de lo que estaba pasando, me atreví a contestar.
—Eh... Sí, sí soy Gordon.
Esta vez fue Lucy quien tocó el hombro de Clark, para señalar a un grupo que se encontraba a unos tres metros, al que claramente conocía.
—¿Te importa si voy a decir «hola»? —Después bajó la voz—: ¿puedes solo?
—Tranquila, hazlo —respondió él, tan rápido como su desorientación le permitió.
La mujer salió corriendo al grito de un nombre que se me olvidó, y Clark tuvo oportunidad de entregarme todo su interés, incluso pareciendo interponerse entre el resto del pub y yo con su lenguaje corporal.
—Estás diferente —comentó, observándome de arriba abajo.
—Los adultos también crecemos —repliqué en chiste.
—Fascinante...
Le dio un largo sorbo a su botella de alcohol, impactándome un poco al ver cómo el líquido bajaba por su garganta a una velocidad que podría lastimarlo. Cuando terminó, se limpió la boca y dejó la cerveza otra vez sobre la barra, haciendo un tremendo e innecesario ruido.
—¿Debería pedir una también?
—Nah, no sabe tan bien —dijo, y se inclinó hacia mí para agregar a modo de confidencia—: es demasiado barata. No se parece a nada que vendan en Hollywood, ¿entiendes?
Guardé silencio, preocupado.
—Está bien, eso fue cruel, lo acepto —reconoció—. ¿Me perdonas?
—No hay por qué.
Siguió bebiendo sin decirme nada, actuando como si yo no estuviera con él. Había superado el shock inicial y ahora estaba tratando de castigarme.
—De todos modos, la cerveza no sabe tan bien —repitió, viéndome por el rabillo del ojo.
Volvió a abandonar la botella y se giró en el banquillo para que de nuevo fuera fácil mirarnos a la cara. Suspiró, a lo mejor decepcionado y, de ser así, sin duda de mí.
—Supe lo de Russell —anunció. El nombre parecía apuñalarlo desde adentro cada vez que lo pronunciaba—. Lo lamento, debe ser duro.
—Gracias —dije yo. No podía decir otra cosa.
—¿Está confirmado? Es decir, los doctores...
—Ya no se puede hacer nada. Es demasiado tarde.
—Lo lamento.
—Igual yo.
Dudó un momento antes de aventurarse a preguntar. Lo conocía lo suficiente para deducir que era una interrogante que lo estaba carcomiendo.
—No quiero ser brusco. Vaya, sé que cada quien lleva esto como puede, pero... ¿Qué haces en Nueva York? ¿No deberías estar con él, haciéndole compañía, aprovechando los últimos...? Avísame cuando sea demasiado.
—Es demasiado —sonreí, afligido—. Y no, no debería estar con él, porque... —Tragué saliva—. Porque él no me quiere allí.
Clark no pudo camuflar su asombro. Me resultó un tanto vivificante que su naturaleza infantil estuviera intacta.
—¿Qué quieres decir? ¿No quiere que estés ahí porque se da cuenta de que será doloroso y...?
—No, no. No me quiere... porque no me quiere, tan simple como eso.
—Oh, mierda... —murmuró—. Mierda, Gordon, qué gran mierda es eso. Lo siento, hombre.
Me obsequió una palmadita en el brazo que me devolvió parte de la vida que se me había extinguido. Solté una risa melancólica y seca, que dio paso a la más acongojada de las seriedades.
—¿Cómo fue que pasó?
Tomé aire y decidí que, como había dicho Debra, era la hora. Ese era el motivo por el que entré a ese antro de perdición, al fin y al cabo. Me correspondía mirar a Clark a los ojos y confesarle la verdad.
—Tengo que decirte algo —le anticipé—. Mira... Lo cierto es que no he hablado con Russell desde el setenta y cinco, mucho antes de conocerte. Sé que dije que iría a Los Ángeles porque sentía que él también me amaba, pero cuando llegué me informaron que se había mudado a San Francisco para retirarse y llevar una vida tranquila con sus ahorros. Así que me mudé allí también y averigüé su dirección... Todo se reduce a que pasé por su casa cada día durante años, solo para verlo tomarse un taxi en la entrada a las tres de la tarde desde la acera de en frente, y nunca reuní el valor para acercarme más.
Cuando entendí lo ridículo que sonaba, ya lo había dicho, y Clark tenía esa mirada rara que ponía siempre que estaba queriendo aguantar la risa o completamente aturdido. Recé para mis adentros por que fuera la segunda opción.
—Bueno, debo decir que estoy sorprendido. Esto es extraño hasta para ti, Gordon.
—Si vas a comenzar a burlarte... —advertí, poniéndome de pie.
—Espera, espera, siéntate —me rogó entre risas, tomándome del brazo para mantenerme en mi asiento. Acto seguido, se acopló a la madurez del asunto—. ¿Te refieres a que realmente no has vuelto a verlo? ¿Entonces cómo sabes que no te quiere?
—Estas cosas se saben, Clark. Además... no es como si no hubiera tratado de contactarlo. Cuando me enteré del... —Qué difícil era esa palabra—. Cuando me enteré del cáncer, quise ir por él, quise recuperarlo. Pero sus guardias no iban a dejarme pasar y me encontré con Maureen...
—¿Tu exesposa?
—La misma. Me encontré con ella, que también tenía intención de verlo, y luego de supuestamente hacer las paces, dijo que iba a ayudarme a entrar. Convenció a los guardias de que le preguntaran si podíamos hacerlo y...
—¿Y?
—Él solo la recordaba a ella.
Clark estaba atónito.
—¿En serio?
—Sí, y traté de demostrarles que Russell me conocía, que era mi amigo, y... y Maureen solo se quedó callada y entró. Entró sin mí.
—¡Pero qué pedazo de...!
—Recuerda que estamos hablando de una dama.
—¿Una dama? ¡Una dama y...!
Comprendió que no iba a tomar el hecho de que la insultara como prueba de complicidad, y se limitó a asentir.
—Oye, perdóname pero no creo que ese tipo te haya olvidado —opinó, dándole otro sorbo a su cerveza.
—¿Cómo dices?
—Digo que esto no tiene sentido. Puedo entender que yo no recuerde a todos los tipos con los que me encamé, por obvias razones, pero cuando mantienes un amorío por años, te aseguro que al menos te aprendes el nombre de la persona con la que te revuelcas diariamente.
—Bueno, Russell siempre fue especial.
—¿También tiene alzhéimer?
Le miré de un modo que lo hizo entender que su «broma» no aterrizó bien. Un poco avergonzado y ansioso por darme una lección, miró hacia abajo y dijo en tono suave:
—Sé lo que se siente, de todas formas. Digo, que se olviden de ti, que sean malagradecidos, que te traten como si fueras mierda.
Resoplé. Quería pedirle que se callara, que no me lo echara en cara otra vez. Pero tenía derecho a hacer las recriminaciones que quisiera, y a mí solo me quedaba escucharlas.
—Clark... —comencé.
Lucy retornó de la nada misma, junto a sus amigos, sacándome de mi búsqueda de palabras. Sus facciones seguían evidenciando una terrible desconfianza, como una certeza de que yo amenazaba todo lo importante de su vida. Uno de los miembros del grupo se tocó el pendiente de la oreja con incomodidad, dejando entrever que conocía la situación y tampoco le agradaba.
—Clark, los chicos y yo vamos a ir por pizza —comunicó Lucy—. ¿Vendrás o no?
Clark salió de su trance de autocompasión y respondió:
—¿Estamos hablando de hawaiana?
—Es una abominación, pero sí. —Alzó los hombros—. Tú eres el jefe.
Hubo un par de risas traviesas.
—Búscanos en el auto —dijo el hombre más alto del clan, acomodándose una ushanka sobre su rizado pelo rubio.
Y acompañados por un par de dudas de Lucy sobre si era correcto dejarnos solos, se dirigieron a la salida. Presuroso, Clark se colocó un abrigo que estaba sobre la barra y se paró de su asiento.
—Espera —le llamé antes de que pudiera escaparse.
—¿Qué?
—Deberíamos ir a comer pizza hawaiana alguna vez. Voy a estar en Nueva York un tiempo y...
—Claro, me avisas cuándo.
Pero saltaba a la vista que no deseaba que le avisara, porque estaba yéndose sin darme ningún número de contacto. Seguro de lo que hacía, también me levanté y fui tras él, apresando su brazo con tranquilidad.
—¿Qué tal el próximo viernes?
—El viernes no puedo. Hattie nos invitó a todos a un festival de poesía y...
No iba a terminar la frase. De nuevo emprendió marcha y de nuevo corrí a interceptarlo.
—Que sea el sábado, entonces.
—Es un festival de dos días.
Otro intento de huida; otra maniobra que se lo impidió.
—¿Domingo?
—Lucy y yo pensábamos pintar el departamento. Las paredes son blancas y nos está deprimiendo muchísimo, así que vamos a hacer grafitis y cosas así, y los chicos vienen a colaborar...
—Estupendo, puedo ayudar también. Sabes que soy... que solía... que hubo un tiempo en el que me consideré un artista.
—Sí, mira... —vaciló, visiblemente más hastiado—. Es un piso un poco pequeño y ya somos un montón de idiotas trabajando juntos. No creo que nos venga bien una oveja más en el rebaño.
—¿Seguro? Siempre es bueno tener...
—Ey —me cortó—, voy a ser muy claro: ya no somos amigos. Mejor aún: no saldría contigo aunque fueras el último hombre en la Tierra. Y para que lo sepas, Lucy me invitó a salir la próxima semana y... y pienso ir, ¿está bien? Así que ponte en paz. Lamento que Russell te haya dado la patada, pero no voy a dejar que me uses como revancha.
Era triste pensar que, a mis sesenta y ocho años, alguien que era como un niño para mí continuaba teniendo ese aterrador poder de anularme.
—Pero... —protesté, desairado.
—Y una mierda. Lo siento, Gordon. —Miró alrededor y se dio cuenta de que un par de parroquianos nos espiaban—. Me están esperando. Fue un gusto verte, en serio.
Me quedé parado en medio de ese sótano incoherente durante diez minutos, presenciando el ajetreo de la gente cuya vida no estaba congelada, oyendo sus conversaciones y deleitándome con sus banalidades, envidiándolos desde las sombras.
—¿Cómo te fue? —preguntó Debra, que se había arrimado.
Nos contemplamos mutuamente. Ella sabía cómo me había ido; lo llevaba escrito en toda mi cara.
—Habrá que insistir —sentencié.
Era la primera vez que elegía el camino de la insistencia con cualquier cosa o persona que no fuera Russell.
CONTINUARÁ...
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