Capítulo 12

Nueva York, 1999.

La mansión Peterson era un gigante presumido entre un centenar de monstruos iguales, diferenciándose solo por su estilo art-noveau. A aquellas alturas del año, como era de esperarse, la arena blanca que se fundía con el césped estaba cubierta por una gruesa capa de nieve. Había estado helando todo el santo día y fue un milagro que mi avión pudiese aterrizar antes del peor momento.

El coche que Neville Peterson envió a por mí se detuvo ante el enorme portón de hierro. Cuando las cámaras de seguridad nos captaron, las dos hojas de barrotes comenzaron a deslizarse hacia los muros con un chirrido grosero, que repitieron al cerrarse detrás de nosotros.

Aparcamos finalmente en la rotonda que rodeaba un cantero sepultado, justo en frente del colosal edificio de tres plantas. El chofer me ayudó a bajar y yo me quedé unos instantes admirando el pórtico de mármol.

Un empleado se llevó mis maletas y dos más me ayudaron a subir los cinco escalones —poco menos que como si fuese un inválido—, para luego ponerse a cada lado de la puerta de bronce, abriéndola de par en par. Ahí fue cuando apareció frente a mí un recibidor sorprendente, con baldosas blancas y marrones en el suelo y un techo tan alto que apenas alcanzaba a distinguirlo.

Pronto me encontré en el lujoso salón. Seguía tal y como lo recordaba. Allí estaban la chimenea bizantina, las puertas francesas que llevaban al jardín trasero y, en el centro, el infaltable canapé beige y la mesita del teléfono al lado.

De repente, Marlon Brando salió corriendo del pasillo por el que se iba a la cocina e intentó abalanzarse sobre mí. Entre risas, bajé la vista y observé cómo el Schnauzer miniatura de Debra olisqueaba mis zapatos. Cuando reconoció mi olor, apoyó sus patas plateadas sobre mis piernas y empezó a ladrar alegremente.

—¿Cómo estás, Brando? —le sonreí, temiendo que mi espalda se quejara si trataba de agacharme para saludarlo.

El perro se volvió loco cuando me escuchó decir su nombre. Con felicidad alterada, dio inicio a una coreografía de saltos y sacudimientos de cola alrededor de mi cuerpo, casi haciéndome caer mientras yo luchaba por llegar al sillón. A pesar de que su barba de viejo y sus cejas gruesas le daban una expresión chistosa y enfadada, seguía siendo el mismo cachorro entusiasta que los Peterson adoptaron años atrás. Supongo que todos los de su especie se parecen a sus dueños.

—Espera, amigo, déjame llegar —supliqué.

No hubo caso. Brando estaba demasiado contento para tranquilizarse.

—¡Brando, deja al tío Gordon en paz! —llegó una voz femenina, aguda aunque firme.

El aludido paró en seco, levantando las orejas en señal de alerta. Después, salió como disparado al encuentro de su ama. Debra estaba parada en el límite de la estancia, limpiándose una mancha de chocolate de la comisura de su boca carmesí. Con maternal ternura, se inclinó para levantar al animalito y se puso en pie con él entre los brazos, depositando besos sobre la cara peluda. Por un momento, pareció olvidarse de mí.

No había cambiado mucho desde la última vez que nos vimos. Con la aparición de la minifalda —«uno de los inventos más vulgares de la humanidad», según ella—, había sustituido los vestidos esponjosos y formales por trajes de negocios. Ahora lucía su favorito: una exquisita combinación de pantalones y chaqueta abierta, los dos gris claro con finas y prácticamente invisibles rayas blancas. Llevaba unas gafas oscuras redondas, de esas que ya habían pasado de moda hacía años y que usaba cada vez que podía, por más que no hubiera sol.

Estuve a punto de hacerme notar aclarándome la garganta, cuando la nueva nariz —pequeña y respingona, cortesía de Neville Peterson y sus bisturís milagrosos— se alzó en dirección a mí, y una sonrisa condescendiente se dibujó en sus labios.

—Oh, cariño... —dijo extasiada, caminando hasta donde yo estaba y extendiendo su brazo libre.

Acostumbro a rechazar cualquier atisbo de lástima, pero estaba tan necesitado de un poco de afecto, de importarle a alguien, que permití que me envolviera con aquella garra desproporcionada y me atrajera hacia ella.

—Sentémonos, ¿quieres? —habló con dulzura, acomodándose en un extremo del canapé.

La imité, un tanto incomodado. Sabía que ella estaba actuando de aquel modo por lo que había pasado en San Francisco. Tenía esa fuerte urgencia de sentirse la mejor amiga de alguien, de pensar que era útil y valiosa para las personas a las que apreciaba, y nunca se daría cuenta de que yo no era Maureen. A mí me molestaba provocar pena, me ocurriese lo que me ocurriese. Y reconozco que llorar por teléfono la última vez que conversamos pudo haber sido un error.

Debra permaneció en silencio, colocándose una de las sedosas ondas teñidas de negro tras la oreja y cruzando las piernas. Me estaba dando la oportunidad de ser quien hablara primero.

—Mira, Deb... —comencé, inseguro de lo que estaba a punto de decir—, no quiero que pienses que soy un viejo loco y deprimido. Es decir, por favor, tenemos casi la misma edad. No estoy sufriendo tanto como tú crees y no hace falta que me trates como... como si estuviera muriendo. Yo no estoy muriendo, ¿sabes?

Ella asintió enfáticamente, demostrando que comprendía. Acto seguido, tomó mi mano y dejó que sus gafas bajasen un poco para mirarme por encima del marco.

—Por supuesto —coincidió, siguiendo con los movimientos de cabeza—. Por supuesto, Gordon, tienes toda la razón. Perdóname.

—No es que me moleste... —quise aclarar.

—¡En lo absoluto! —exclamó, apenas escandalizada—. Es que es verdad. Solo... Bueno, es que no sabía cómo esperabas que me lo tomara, ¿entiendes? Y no quería... —Se inclinó hacia mí con secretismo. Cuando habló de nuevo, su voz era un susurro—: sabes que en el pasado he tenido tendencia a ser... un tanto impertinente.

—Querrás decir terriblemente fuera de lugar, ¿no?

Debra me miró como si la hubiese ofendido a un nivel muy personal. Nos contemplamos durante unos segundos en los que hasta Brando pareció contener el aliento, y estaba al borde de disculparme cuando la dueña de casa soltó una risotada. Se echó hacia atrás en el canapé, llevándose las manos al estómago, y el Schnauzer miniatura, asustado, brincó de su agarre y desapareció por donde había venido. No tuve más remedio que reírme también.

—¡Eres cruel, Gordon Shipman! —me reprochó en broma, dándome un golpecito en el brazo.

Nuestra carcajada duró hasta que ya casi no podíamos respirar. Pero no nos detuvimos por eso, sino porque, en ese preciso instante, Neville Peterson llegó desde el recibidor y nos observó con cordial curiosidad.

—Mi amor —dijo su esposa—, Gordon vino a vernos.

Neville entrecerró los ojos y asintió. Resultaba increíble lo intimidante que podía ser, considerando su estado físico. Diez años mayor que Debra, aparentaba mucha edad incluso cuando era joven. Medía un metro sesenta y cuatro, era obeso y sus ojos de sabueso moribundo resplandecían entre el mar de arrugas que era su cara redonda. La gente que los conocía hacía correr toda clase de chistes aberrantes.

—Ella podría usarlo de bastón —sostenían algunos.

—Dicen que el gobierno usa el movimiento de los pliegues en su cuello para hipnotizar a los prisioneros —se burlaban otros.

—Podrías cocinar un huevo frito sobre su calva en un día de calor —decían unos más.

Si bien un par de comentarios eran ingeniosos, nunca se me hubiese ocurrido participar. No pasaba solo por el hecho de que Debra fuese mi amiga y yo valorara a cualquier persona que la tratase con respeto. También me parecía un hombre de gran corazón, aun con sus trajes anticuados y sus lagunas mentales. En unos años cumpliría noventa, y tanto a su mujer como a mí nos constaba que, con la vida ajetreada que había llevado, no viviría mucho más. Pero por el momento parecía saludable, y no nos cansábamos de agradecer por ello.

—Me alegra tenerte aquí, Gordon —forzó una sonrisa, estrechando mi mano.

—¿Cómo han estado? —pregunté.

Neville tomó asiento en su sillón favorito y sus uñas se volvieron blancas al aferrarse a los brazos, en un esfuerzo por ponerse cómodo.

—Creo que voy a cerrar la clínica —confesó—. No es que no confíe en la gente que puse a cargo, pero si ya no puedo hacer las cosas por mí mismo, no tiene sentido que siga en funcionamiento.

—¡Es lo que siempre te digo! —intervino Debra—. ¿Para qué quieres mantener ese negocio? Si ya te jubilaste y cobras una barbaridad. Fuiste un gran cirujano, y aquí está la prueba. —Se dio un par de pequeños golpes con el dedo en la punta de la nariz—. Ahora relájate y disfruta tu retiro. No estás para cosas administrativas.

Neville se pasó las manos por los muslos. Probablemente se había arrimado a algo y sus pantalones quedaron sucios.

—Además —prosiguió ella—, me va bien con la galería. Por cierto, Gordon, tenemos que hablar del tema.

Estaba bastante cansado del «tema.» En la década del setenta, Debra se había hecho con un antiguo edificio que decidió transformar en una galería de arte. Su intención era ayudar a artistas nuevos a darse a conocer y salirse de la estructura clásica de los museos. Con el paso del tiempo, la Galería Peterson llegó a ser relativamente admirada, reportándole a su dueña un par de entrevistas en televisión y enormes cantidades de efectivo. El objetivo siempre fue lograr que yo volviese a intentarlo con la pintura.

—Deb, ya habíamos conversado sobre esto. No he pintado nada en años, no tengo ganas de hacerlo de nuevo, no lo extraño ni un poco.

—Si pintaras tanto como mientes, estaríamos arreglados —replicó, decididamente.

—Por Dios, Debra. Mira lo que es mi pulso. —Le mostré mi mano derecha, la más temblorosa.

—¿Les importa si voy a mi despacho a hacer una llamada? —consultó Neville, levantándose.

—En lo absoluto, querido —le tranquilizó la señora. Después me miró a mí—. ¿Eso que tiene que ver? ¡No está tan mal! Tienes sesenta y ocho, supéralo.

Su marido se esfumó. Quizás no tenía que comunicarse con nadie y solo estaba tratando de encontrar una excusa para huir. Nadie podría culparlo.

—¿Cuántos artistas buenos conoces que tengan mi edad?

—¡Muchísimos! Trabajo con ellos todos los días. Pero, claro, mis artistas no se la pasan victimizándose. Si hicieran eso, ¡pues claro que no pintarían nada!

—No me victimizo; acepto mis limitaciones.

—¿Y qué habría pasado si yo hubiera aceptado las mías? ¿Crees que estaría en mi castillo en Nueva York, cerrando tratos, dando fiestas y desayunando a las doce del mediodía? ¡Todos tenemos limitaciones, Gordon! Pero eso no nos define. Lo que nos define es qué tan lejos estamos dispuestos a ir a pesar de ellas.

—¿De qué película copiaste esa frase?

—No lo sé, ¿de acuerdo? Creo que la leí en un libro. Y no actúes como si eso la hiciera menos cierta.

Me froté el rostro con ambas manos en señal de exasperación. Había ido a Long Island esperando hallar consuelo en una vieja amiga, alguien que comprendía la historia de principio a fin, y el hecho de que me recordase frustraciones pasadas cuando todo lo que necesitaba era desconectar me molestaba.

—Mis dibujos no... —suspiré—. Yo no era tan bueno, ¿bien? Nunca fui tan bueno como pensábamos. Veo las cosas que solía hacer y... Me doy cuenta. Soy consciente de que no era bueno. No lo bastante bueno para vivir de eso.

Debra se quedó quieta y con la lentitud de un buitre esperando a atacar, se quitó las gafas. Sus descomunales ojos grises se me clavaron. Pocas veces la había visto tan seria.

—Que a Russell no le gusten, no significa que sean malos.

Enseguida entendió la magnitud de lo que acababa de decir, aunque ya era tarde para retractarse. Mi garganta se cerró y se dilató, liberando un gorjeo ininteligible. Desde luego que no había olvidado el motivo de mi visita. Era, sencillamente, que escuchar ese nombre en las palabras de otra persona siempre tenía un efecto movilizador en mí, y en medio de tanto esmero por dejarlo atrás, daba la sensación de una herida que volvía a abrirse antes de que hubiese oportunidad de quitarle los puntos.

—¿Puedes creerlo? —se me escapó en un murmullo desesperado—. Se está yendo, Debra. Russell se va y ni siquiera va a permitir que me despida.

Sin saber qué decirme, me rodeó con sus brazos de nuevo y me presionó contra su pecho. Yo me oculté en el suave hombro de su chaqueta, tratando de no recordar cómo Maureen había hecho lo mismo con Caddison aquel día oscuro en San Francisco. Con la voz tan suave y afinada como podía, mi amiga empezó a tararear una canción que los dos conocíamos muy bien.

—No es justo —sollocé—. Hice tanto por él. Sacrifiqué tanto. Cambié solo para sentir que estaba a su altura. Y nunca pude, Deb. Nunca hubiese podido. —Tragué saliva—. Es que... No sé cómo seguir. Quiero convencerme de que es un idiota, pero todo el mundo parece admirarlo tanto. ¿Cómo pueden estar todos equivocados...? Es tan confuso. Esforzarse hasta ese punto por una persona y que parezca que no alcanza, que ni así puedes ganarte un lugar del más mínimo privilegio en su mente. No significar nada.

Debra chistó con calma amorosa. Sabía que, incluso si sacaba todo de mi interior, nada podría acabar con mi sufrimiento. Había cosas en la vida que no tenían ninguna solución, más que dejarse abrazar y escuchar un patético intento por sonar como Audrey Hepburn en la escena de la escalera de incendios. Tampoco quería pensar en escaleras de incendios ahora.

Río de luna, más ancho que una milla —cantó ella, vacilante y fuera de tono—. Voy a cruzarte con estilo algún día...

Mis ridículos lloriqueos se intensificaron, al igual que su arrullo. Ella me mecía de lado a lado, lentamente, como tratando de hacer dormir a un bebé. Un bebé que en realidad era un perdedor de casi setenta años, sin nada por lo que despertar.

Viejo fabricante de sueños. Tú, rompecorazones. A dondequiera que vayas, iré...

Arrastró el verso hacia arriba sin querer, hasta que una de las piezas musicales más bellas de nuestra generación estaba reducida a un montón de sonidos que en lo absoluto se asemejaban al arte de una cantante talentosa. Aun así, me sonaba al Cielo. Me sonaba a hogar. Siempre tendría un hogar en la curva del cuello de esa mujer, que, pese a no haberme criado ni haberme amado como otra gente había jurado hacerlo, me quería más que nadie.

Dos vagabundos que salen a ver el mundo, hay tanto mundo por ver... Vamos detrás del mismo final del arcoíris... —Subió la voz, queriendo censurar mis lamentos insistentes—. Canta conmigo, Gordon. Te la sabes.

—No me apetece cantar, Debra —dije con tristeza.

Esperando detrás de la curva... —continuó—. Cantar te hará sentir mejor.

Negué con la cabeza. Entonces ella me tomó por los hombros, se separó de mí y frunció el ceño.

—Gordon, estás en mi casa y acatarás mis reglas. Vamos, canta la que sigue. Conoces la letra.

La miré, implorando clemencia. No obstante, ella estaba convencida de su método de terapia poco ortodoxo.

Esperando detrás de la curva... —volvió a entonar, frunciendo el ceño.

Puse los ojos en blanco y canté de modo casi inaudible:

Mi fiel amigo, Río de luna...

Una sonrisa de oreja a oreja nació en su rostro.

Y yo —completó, orgullosa.

Hubiera sido una tontería no sonreír también. Había logrado su cometido: por un momento, pude sentir que los dramas con Russell y Maureen estaban a años luz de distancia, y era un regocijo delicioso que deseaba experimentar siempre. Y podía experimentarlo siempre, claro que podía... si renunciaba a ellos. Si los soltaba.

—Debra, ¿puedes ayudarme con una cosa? —preguntó mi boca. En las últimas semanas, decía mucho sin que yo se lo pidiera.

La ternura en su mirada desapareció, dando paso a la determinación.

—Dime.

—Tienes una asistente personal en la galería que hace lo que sea por ti, ¿no?

—Así es.

—Esperaba que... Bueno, que ella pudiese localizar a alguien si le doy algunos datos.

Debra sonrió con complicidad.

—Oh, pues... depende. ¿De quién estamos hablando?

Tomé aire y lo invoqué:

—De Clark Osborne.

CONTINUARÁ...

N/A: Creo que es obvio, pero se las dejo por las dudas...

https://youtu.be/pWxnn5XmjT8

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