Capítulo 1
San Francisco, 1999.
Russell Weatherby se estaba muriendo.
El solo pronunciar aquella frase dentro de mi cabeza me resultaba absurdo, y sospechaba que algo parecido habrían sentido los reporteros al redactar el titular. Él no era la clase de persona que moría, por ridículo que suene.
Russell era uno de esos seres inmortales a los que la humanidad idolatra, besando el suelo que pisan y convirtiendo en noticia cada palabra que dicen y cada kilo que aumentan.
Pertenecía a una generación de superhombres destinados a la grandeza. Estatuas se alzaban para rendir tributo a semidioses como él; a criaturas que consiguieron trascender la irrelevancia que nos mantiene a todos encadenados, como una masa homogénea con miles de rostros anónimos.
Russell Weatherby era el más grande actor de todos los tiempos.
Me enteré de casualidad, hojeando un semanario de chismes en la sala de espera de un consultorio odontológico. Mi salud bucal siempre fue extraordinaria, pero con la llegada de la vejez se convirtió en un literal dolor de muelas constante. No me hubiera sorprendido que mi dentista tuviese que realizar otra de sus intervenciones.
Para amenizar la aceptación de esta pequeña tragedia, decidí distraerme leyendo sobre los temas que tenían angustiadas a mujeres y adolescentes del país. Lamento decir que no me arrepiento de haberlo hecho.
«Cáncer de riñón amenaza la vida de leyenda del séptimo arte.» Esas eran las palabras exactas en la primera plana, acompañadas por la fotografía de una anciana señorita Weatherby, negándose a charlar con la prensa.
Ni siquiera me dolió que Maureen fuese presentada como la futura viuda de Russell, pues el choque que me produjo enterarme de aquella primicia fue tan brutal que no quedó espacio para los celos.
Leí y releí el artículo hasta memorizarlo —la mitad de una página a doble columna—. El autor del reportaje hablaba de la trayectoria de Russell, de cómo él y Maureen habían llegado a convertirse en la pareja más querida del ambiente y de cómo el alcohol arruinó la existencia de tan preciosa actriz. Cerraba el escrito compadeciendo a la estrella moribunda y asegurando que era un gran dolor para los fanáticos.
Pero nadie jamás habló del dolor que aquello suponía para mí. Los periodistas solo me veían como el pobre diablo que no supo competir con un hombre como Russell, y de hecho parecían anhelar que le guardase cierto resentimiento.
Creo que yo también desearía poder resentirlo. Sin embargo, ni imaginarlo en su lecho de muerte le trajo paz a mi ya sepultada sed de karma. Lo que sentí al leer las infernales palabras «un año cuanto mucho» se acercaba más al presentimiento de que yo me iba con él. Y pensar en eso me provocó un vértigo y unas náuseas espantosos, que me hicieron agradecer no estar parado.
—Señor Shipman —la recepcionista me llamó al otro lado del mostrador.
Mis piernas querían reaccionar, querían obligarme a levantarme, pero algo se los impedía. Mis manos deformadas por el paso de los años sostenían temblorosas la publicación, mientras mis pupilas viajaban raudamente por los párrafos, buscando algún indicio de que fuese una broma.
—Señor Shipman —repitió la recepcionista, impacientándose.
Yo seguía congelado, como suspendido en el tiempo. Sabía que estaba haciendo el ridículo, que esto se parecía cada vez más a uno de los inmortales berrinches de Debra. Aun así, mis músculos se presentaban endurecidos y oponiéndose a cualquier afán de movimiento.
Durante unos terribles instantes, tuve la impresión de que mi corazón se encogía y ensanchaba. Le recé a un dios en el que no creía por que no me dejase tener un ataque cardíaco en aquella sala de espera pintada de azul grisáceo. Ese no podía ser mi final. No antes de...
—Última llamada para el señor Shipman. —Aquella voz grave y monótona volvió a invocar mi nombre.
Esta vez, la frase sonó a kilómetros de mí. Así fui perdiendo contacto con la realidad, despacio, hasta que ya no podía ver ni oír nada. Entonces, la mano de la mujer que estaba sentada a mi lado se posó sobre mi hombro.
—Creo que se refiere a usted —indicó con suavidad.
Todavía no sé qué fue lo que me ofendió tanto de lo que dijo o la forma en que lo dijo. Lo único que recuerdo es que dejé caer la revista, casi aporreándola contra el suelo, y me giré hacia ella con la vena de mi cuello a punto de estallar.
—¡Ya lo sé, maldición!
De repente me había parado del sofá. Todos los ojos de la habitación parecían querer atravesarme con su rechazo y su desconcierto. No me interesaba la opinión de nadie. Ellos no conocían la historia completa.
—¿No entienden que Russell va a morir? —cuestioné lo más alto que pude, sin importar cuánto mi garganta me rogase piedad.
Quedé erizado como un gato, con la respiración fuerte y lenta, estrujando el aire dentro de mis puños. Roté el cuello hasta que mis articulaciones se quejaron, lo cual me trajo de nuevo a mis cabales. Abrí las manos y exhalé un suspiro.
Cuando noté que la recepcionista estaba a punto de llamar a seguridad, ajusté el nudo de mi corbata y, con un tranquilo asentimiento de disculpa, di media vuelta y me marché.
-o-o-o-
La calle de casas londinenses donde Russell vivía estaba invadida por fanáticos. La mayor parte de ellos eran mujeres, que llenaban el espacio de sus mutuas condolencias y alaridos de luto. También se alcanzaban a ver algunos fotógrafos y camionetas de canales de televisión, pero la cantidad de viudas simbólicas les empequeñecía hasta que casi podía ignorar su presencia.
Muchas de ellas eran señoras de mi edad, aunque se notaba que también habían podido contagiar a sus hijas con el entusiasmo por las películas que ellas disfrutaron en su juventud. Eso era parte de la magia de Russell: se le daba atraer incluso a personas que ni siquiera habían nacido cuando él ya era una estrella consagrada.
Pidiendo perdón por los empujones —siendo muy pocos de ellos mi culpa—, me abrí paso a través del mar de ancianas, maduras y chiquillas llorando a su máximo ídolo. Parecía que se habían puesto de acuerdo para usar, todas ellas, réplicas exactas del fino traje azul marino que Maureen había llevado en Esclavos de la vergüenza. Aunque ninguna era tan atractiva como mi antigua esposa lo fue en su tiempo, debo admitir que algunas sabían hacerle justicia a la indumentaria.
Al final, conseguí llegar al pórtico de seis escalones en la entrada del edificio. Como era de esperarse, estaba custodiada por dos mastodontes vestidos de negro.
Hacía ya varias décadas, tuve que hacerles frente a muchos vigilantes y guardaespaldas. Con algo de esfuerzo, podía recordar cómo dirigirme a ellos, qué palabras emplear y cuáles no. Pero era difícil concentrarse con las voces chillonas de las platónicas amantes de Russell.
—Disculpen, caballeros —les saludé, quitándome el sombrero y apoyándolo contra mi pecho—, mi nombre es Gordon Shipman y...
—Nadie entra sin invitación —contestó secamente uno de los hombres.
Me incliné con los ojos entrecerrados y leí en la tarjeta de su solapa que se llamaba Dean Caddison.
—Señor Caddison, le aseguro que si habla con el señor Weatherby, él confirmará que me conoce. —Forcé una sonrisa, moviéndome hacia adelante con sutileza.
El otro guardián —cuyo nombre era Theodore Danton— dio un paso al costado, interponiéndose entre la puerta y yo.
—Eso es fascinante, caballero —dijo blandiendo su falsa amabilidad, como si le estuviera hablando a un viejo senil—, pero nadie entra sin invitación, así que tendremos que pedirle que se retire.
—Pero... —quise protestar.
No me dieron ocasión de defenderme. Con la delicadeza y hostilidad de dos enfermeros geriátricos, me tomaron uno de cada brazo y me guiaron, escalón por escalón, de regreso a la acera. Para evitar problemas, preferí alejarme.
Me había colocado el sombrero otra vez y tenía las manos en los bolsillos del cárdigan cuando comencé a caminar por mi cuenta, apesadumbrado. Mis pies se arrastraban por el pavimento sin la menor intención de alejarse mucho de él. Vi, por el rabillo del ojo, que mi llegada había alterado los nervios de muchas admiradoras de Russell, quienes ahora se precipitaban hacia el pórtico, como una estampida de fieras rabiosas. Caddison y Danton tenían bastantes dificultades para contenerlas.
Ahí fue cuando tuve una idea.
Aprovechando la conmoción, corrí hacia el interior de un callejón sin salida que se abría justo entre la casa Weatherby y la de los vecinos. No había puerta trasera, pero sí una escalera de incendios. Me posicioné justo frente al frágil armatoste de hierro, coloqué una mano sobre él y sentí cómo temblaba. Recordé mi amplia variedad de achaques y miré el largo tramo que me distanciaba de la ventana del tercer piso.
En definitiva, solo había un hombre por el que era capaz de hacer esta clase de locuras.
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