Capítulo 2

Después de una silenciosa noche, adueñada por los murmullos de los motores y el ir y venir de los trabajadores de la noche, Alberto había apresurado las tareas de desmontar la tienda que le dieron, donde el cuarteto durmió apretado unos contra los otros, mientras que las tres estaban trabando diligentemente para preparar un desayuno con las sobras de la cena, y tras darles permiso de usar las valiosas y escasas especias de setas y sales minerales de la superficie, estaban ocupadas.

Gracias a la visita tenía las horas contadas, y mientras terminaba de atar los soportes y la tela en un burrito de color gris sucio el taconeo de un grueso grupo acercándose a su pequeño rincón.

Cuando los vio cruzar uno de los puentes pudo contar casi una veintena de hombres, teniendo toda una considerable cantidad de canas, estando dirigidos por Simon. El único armamento que pudo apreciar fue la presencia de los subfusiles Bastardas y varios rifles de cerrojo, mentalmente podía imaginar el motivo por el que se estaban acercando, iban a recriminarle el aceptar trabajo de los gánsteres y más aún aceptar el pago en "especias". Lo llamaría de todo menos bueno y guapo, seguramente añadiendo palabras con el dialecto de alguien que se crio en las calles o la horrorosa combinación de acentos y dialectos e idiomas de la Federación Rusa de antes de la guerra, siendo coreado por los demás miembros de sus fuerzas civiles.

Aprovechando el poco tiempo del que disponía rebusco en su mochila, ignorando las miradas intranquilas, para extraeré un revolver usado nacido en la Armería, para esconderlo en uno de los bolsillos de su abrigo, no sin antes revisar el tambor y comprobar la existencia de la ronda de munición. El arma se sentía pesada, con la empuñadura demasiado pequeña para su mano, en el fondo del bolsillo, logrando que sus hombros soportasen el cambio y se desnivelasen para evitar perder el equilibrio.

— ¡Alberto Peláez! — El grito de su nombre completo con esa burda unión de sus apellidos, García y Sokolova, resonando en toda la estación, con el rítmico sonido de sus botas contra el hormigón y la madera. — ¡Muéstrate ahora!

— ¡No me estoy escondiendo, sigo donde siempre!

Como un eco su voz atravesó los pasillos y las húmedas estancias que los separaban, dejando se ver de pie, dejando que su largo abrigo desabrochado disimulase el arma. A sus ojos el grupo avanzaba a doble marcha, un posible intento de demostrar su valentía a la comunidad, avanzando de forma desincronizada y carente de cualquier coordinación, seguramente solo se habían unido para intimidarlo tras ver el viaje de los tres estúpidos de la tarde anterior. Eran como carroñeros, no tenían las armas ni la coordinación de los buitres o la fuerza de las hienas, no, ellos eran como una manada de perros salvajes, locos por el hambre y la gloria de una batalla fácil.

Solo cuando ambos grupos estuvieron uno frente al otro que Alberto pudo comprender la fuerza total de la milicia, una suma total de diecinueve hombres equipados con las sobras que seguramente habían sido dejadas por los grupos criminales, teniendo diez fusiles de asalto soviéticos, cuatro Mosin-Nagant y el resto armado con varas de hierro y sus cuchillos. Mentalmente empezaba a arrepentirse de haber tomado solo el revolver y no su arma principal, aquella vieja joya que había ganado en una mano de póker en la taberna, pues ahora solo tenía cinco disparos contra casi la veintena.

— Creía que era un hombre decente, pero veo que me equivoque contigo. — Las palabras del alguacil estaban cargadas de veneno, siendo seguidas por las viciosas sonrisas y miradas de sus seguidores. — Solo dime el porqué.

— Eso es simple, si te apunto con un fusil y te ofrezco un cigarro de mierda de demonio, ¿lo aceptarías y te lo fumarias? — Ante la burda respuesta las manos y la convicción detectivesca de Simon acabaron por flaquear. — Yo estoy aquí gracias a que os repare los filtros de potabilización de los depósitos y a ellos por darles calderas eléctricas. Jugué mis cartas, al igual que tu juegas con las tuyas.

— ¡Eso no explica porque tienes putas! — Alguien del fondo del grupo alzo la voz, claramente tratando de provocar conflicto y asegurar su propia porción del botín de su mochila, reafirmando la decisión del grupo, y con ello el chasquido metálico de los mecanismos de las armas.

— Porque los tres Dones que se adueñaron de esta estación, quienes si mal no recuerdo sois incapaces de expulsar por vosotros mismos, las han seleccionado de sus harenes personales, entrenado y educado para mí. ¿Te crees con el suficiente valor como para rechazar un regalo tan caro como ellas? Porque no han sido hechas por uno, han sido los tres. ¿Tienes el valor para rechazarlos? Yo creo que no, ya sea por falta de cojones o porque tienes la suficiente cabeza como para saber que no les hará ninguna gracia.

Como un cubo de fría y radiactiva agua del Moscova muchos del grupo estaban aflojando el agarre sobre sus armas, conscientes del peso de las mujeres para las mafias, simples esclavas o mascotas sin mayor valor que aquel que se le atribuya a la hora de comprarlas. Pero unos pocos, jóvenes hambrientos de botín y con más Vodka que sangre en las venas, empezaron a tener miedo de la certeza de quedarse sin nada, aunque eso supusiera enfrentarse al castigo de los Dones.

— ¡Y una mierda! — Con un grito, que separo al grupo para mirarlo, un joven alzo su fusil de cerrojo sin apuntar para apretar el gatillo.

El disparo resonó en la estación, atrayendo la atención y el terror tanto de los civiles como de los miembros armados, mientras el suave tintineo del cartucho rebotando contra el suelo, acompañado por el brusco funcionamiento del oxidado cerrojo tratando de finalizar su recorrido. No dudo, tampoco es que tuviese tiempo para replantearse sus propias acciones, con la mano cerrada sobre la empuñadura del revolver apunto hacia el joven, logrando amartillar usando el pulgar mientras se perfilaba para reducir la probabilidad de que alguno de sus disparos impactase en un órgano vital.

El grupo se dividió, más por el desconcierto de saber que alguien en mitad del grupo había disparado entre sus propios compañeros, dejando en medio al tirador. Era un adolescente nacido en él metro, con la piel pálida y un cuerpo escuálido y bajito, con vieja ropa de lana descosida y los pantalones llenos de parches y remendados. Su expresión iracunda, seguramente por la mezcla de sentimientos de traición de sus compañeros al apartarse y la rabia originada por su propia lucha con el cerrojo oxidado del rifle, se atenuó ante la visión del cañón del revolver apuntándole directamente, siendo sustituida por el miedo y enseguida por el pánico por los movimientos erráticos de sus manos tratando de extraer el cartucho detonado.

No le gustaba matar. Había conseguido superar el miedo a las armas y a sufrir una herida en los años que llevaba recorriendo los viejos túneles del metro, incluso se había forzado a aventurarse en la superficie para encontrar algo de valor, pero matar a otro ser humano aún le era demasiado para su propia conciencia, incluso con sus anteriores enfrentamientos con los bandidos y los saqueadores, cuando trabajaba como escolta para los convoyes de la Hansa o de particulares, incluso para las estaciones más pequeñas e independientes, dudaba a la hora de apretar el gatillo, pero no tenía tiempo para seguir pensando en lo que podría estar bien o no, ahora tenía vidas dependiendo de su trabajo y entonces apretó el gatillo.

La fuerza del retroceso impulsando su muñeca, la explosión resonando una vez más en la estación y el rápido fogonazo fueron los predecesores del impacto en el rifle y la explosión de las balas de pobre manufacturación.

El grito del pobre desgraciado se extendía por la estación, mientras se sujetaba la mano izquierda donde la gran cantidad de sangre y la desaparición de tres de sus dedos daba la suficiente información como para saber que había impactado en el cargador del mossin.

El martillo estaba duro, obligándole a usar más fuerza con su pulgar para lograr volver a amartillar el arma, pero no tenía tiempo para plantearse si lo desmontaba y limpiarla o si debía usar el propio revolver como un arma arrojadiza. Aun contando con cuatro balas fijo la boca del cañón esta vez en dirección al propio Simón. — Ahora es mi turno. En lo que a mí me respectan me marchare mañana de la estación, tengo asuntos que atender en la Hansa y no sé cuánto tiempo me llevaran, pero si me dejáis ir no volveré a pisar esta estación. Lo único de valor que tengo es mi palabra, una a la que nunca he fallado. — No tenía ni idea de que cara estaría poniendo, pero la expresión de Simón con los ojos abiertos ya le daba una pequeña idea.

— Te tomaré la palabra Alberto, no me defraudes.

Lentamente cada uno de los milicianos empezaron a bajar las armas, ya fuese porque entendieron que ya no tendrían opción de obtener algo de valor o por el respeto a la única fuerza del orden de la estación.

— Haré mis últimos negocios aquí y te acompañaré hasta el túnel hacia Marksistskaya o hacía Paveletskaya, a este punto ambos son válidos.

— ¿Y esos negocios que son?

— Ropa y pasaportes para ellas, munición y comida, aparte de ver quién va hacia la Hansa.

— Los pasaportes te los consigo yo, el resto estarán a tu suerte.

— No lo dudaba, a mí me escupirán, pero a ese trío se acabarán apiadando. Estaré en el embarcadero mañana durante la primera hora del turno de día.

Se sentía como si hubiese esquivado una bomba, se había enfrentado a un pelotón de fusilamiento armado con solo dos balas en el tambor, con la suerte de que la misma no había explotado al tocar tierra. La bala que sí que no pudo evitar fue la carga sobre sus hombros; Ekaterina, Irina y Okshana. Estaba claro que desconfiaban de él, no era el pánico que mostraban hacía apenas unas siete horas escasas, pero las había arrastrado con él. No podía dejarlas aquí, los dones podrían pensar que las rechazo por no ser de su gusto y mandarlas al Bajo Burdel donde por una bala serían poco más que sacos, y tampoco llevarlas con él cuando ni siquiera sabía adónde iría pasado mañana o si tendría comida que poner en los cuencos. Para Alberto, hiciese lo que hiciese no habría posibilidades de un futuro estable, o escogía el centro del abismo o escogía el mismo abismo, pero cercano a uno de los bordes.

El estofado estaba demasiado condimentado y carente de sal, las oportunidades de recuperar la próxima inversión eran muy escasas, casi podía oírla marchándose a lomos de una dresina acompañada por la Fortuna, pero verlas temblar una vez que probaron su obra era demasiado. Alberto no podía imaginar qué tipo de adoctrinamiento habían padecido para temblar de pánico ante cualquier error a la espera del castigo y realmente estaba empezando a arrepentirse de la decisión.

El cuenco vacío en sus manos era una muestra de su decisión, llevando su taza a sus labios y saboreando el agua limpia, tratando de quitar el especiado sabor de su lengua, para volver a llenarla y depositándola en las manos de Irina mientras dejaba el termo en el suelo.

— Bebed lo que necesitéis, aquí el agua no es tan cara como en otras estaciones. — Por instinto no pudo evitar agriar la cara mientras se levantaba llevándose la mochila al hombro. — Quedaos aquí y esperadme, tenéis aceite y madera para avivar el fuego.

— ¿No somos de su agrado, amo? — La vocecilla de Ekaterina apenas tenía la fuerza necesaria para ser audible a más de unos pocos pasos. — ¿Ya nos va a abandonar?

— No, no os voy a abandonar. Lo que ocurre es que debo abandonar la estación y no os puedo dejar aquí, debo conseguiros ropa y botas adecuadas para el viaje, así como equipo para que podamos sobrevivir hasta llegar a la siguiente estación segura. — La vista de las tres mirándole fijamente como si se tratase de un sueño lucido, incluso con la ayuda de la fogata sus ojos se mantenían oscuros, expectantes de su próximo movimiento. — Simon ya se está encargando de crear vuestros pasaportes, sin ellos no se os permitirá entrar en la Hansa, tenemos que marcharnos mañana durante la primera hora del turno de día.

— ¿Nos venderás? — El frío rostro de Irina se mantuvo sereno, como una muñeca de porcelana, fue el suave resquicio de esperanza al que se aferraron las otras dos.

— La HANSA no tolera la esclavitud, pocas estaciones la practican y suelen ser por temas políticos o simplemente estar gobernadas por bandidos. Así que de momento estamos los cuatro en el mismo vagón. — Dejo relucir una leve sonrisa, tratando únicamente de aligerar el ambiente, de hacerlo menos tenso, solo para matarla al verlas volver a temblar. — Tranquilas.

— Tu sonrisa sigue dando miedo mocoso.

— Buenos días a ti también señora Elena, ¿la despertamos? — Conocía muy bien aquella voz, en una semana ella fue la única que se había acercado lo suficiente a él como para interactuar. Elena era una mujer mayor, de pelo canoso y lleno de calvas por la radiación y la poca higiene, con la cara arrugada por el estrés y las muecas. Tenía las manos y los dedos llenos de callos y durezas, no por nada había sido una de las encargadas de enseñar a los jóvenes a coser y remendar la ropa. Su sonrisa estaba adornada por unos dientes amarillentos y torcidos, la mina de oro de los dentistas del viejo mundo, y su espada hacía mucho que se vio obligada a caminar con una joroba. — Si es así lo lamento y le pido disculpas.

— Me despertó ese mocoso inmaduro disparando dentro de la estación, y por lo que veo los motivos no le faltaron al joven Simon. — Los ojos de Elena, de una tonalidad oscura, se clavaron en las inquietas figuras de las mujeres. — Me parece que hice bien al venir, necesitaran ropa y zapatos si quieres llegar vivo a cualquier estación.

— ¿Cuánto será?

— Tres pares de pantalones, tres camisas, tres jerséis, tres pares de ropa interior y tres pares de botas serían casi tres cargadores, si quieres añadir mochilas tres cargadores y dos clips.

— ¿Y no tendrás por ahí un descuento para las armas?

— No tientes a la suerte mocoso.

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