Capítulo 1
La anaranjada luz de la hoguera acompañada por el burbujeante sonido de la pota colgada sobre las mismas llamas eran la única compañía de Alfonso en aquella esquina de la estación.
Hacía varios días que había llegado a Tretyakovskaya-Novokuznetskaya, más conocida como Venecia, y como en cualquier otra estación había peleado por simplemente entrar, más que nada por no ser ni ruso ni eslavo. Solo le dejaron entrar por haberle dado a uno de los gánsteres la posibilidad de tener agua caliente y de ahí a ponérselo a todos, ganado el derecho a vivir en la estación.
Gracias a esa protección nadie tuvo el valor de rechazar sus balas o tratar de robarle o esclavizarlo, y había ganado una buena cantidad de balas en el campo de tiro o ayudando en los botes pescando peces o gambas, una que estaba siendo cocinada en la olla.
Sus ojos marrones se mantenían fijos en las llamas, ignorando el mundo a su alrededor incluso a la comida al fuego. Su atención estaba fija en el pequeño recuadro en ese tono naranja nuclear que llevaba acompañándolo por más de seis largos años.
"Misión Activa: Conquista una estación y álzate como un señor independiente"
Aún recordaba esa estúpida carta a Papa Noel, pidiendo ir a este maravilloso mundo, y no había dejado de maldecirse ni un solo día por ese estúpido deseo ni como había descubierto años más tarde gracias a jugar en persona a los videojuegos como a haber terminado los dos primeros libros de la saga. Odiaba haber reencarnado, añoraba su viejo cuerpo, que incluso estando gordo daba muchísima menos grima y asco que el paliducho y escuálido que tenía ahora, y con muchas más cicatrices que antes. Muchas de estas fueron o por mutantes o al unirse a las peleas en busca del premio para poder comer un día más o pagar por un pequeño y húmedo rincón en la estación de turno. No iba a mentir no saber ruso fue el mayor de los problemas, que, junto a la patética edad de 16 años, no le ayudaron en nada a conseguir trabajo y daba gracias a quien fuese el que lo trajo a esta pesadilla que no lo envió con los Nazis o con los seguidores del Gran Gusano.
Lentamente dejo de sumirse en sus recuerdos aparto la pota del fuego para llenar un viejo cuenco de arcilla roja con viejos y desgastados rastros de su antigua gloria con la humeante mezcla de carne amarillenta de gamba con cebollas y setas y una buena cantidad del salado caldo. Antes de poder dar el primer bocado al estofado su calma y tranquilidad fueron rotos por la presencia de seis sombras acercándose.
— Amigo. ¿Qué tal el día, sigues saqueando el campo de tiro?
— Igual que tu Lyosha, solo que yo sí que gano la última ronda. Si estáis aquí los tres significa que los jefes quieren algo, ¿qué es?
Las tres parejas se detuvieron ante la luz de la lumbre, dejando que el calor se adentrase a través de las capas de abrigo, una mezcla entre las gastadas ropas anteriores a la guerra y las capas parcheadas con cuero de cerdo. Los tres hombres prácticamente vestían la misma combinación de ropa mientras que las mujeres estaban cubiertas con viejas mantas hechas con los restos cosidos de varios sacos de esparto. Las tres eran guapas, con los rasgos clásicos del pueblo ruso occidental, con la piel blanca en un tono un poco más sano que el propio Alfonso. Lo primero que atrajo su atención fue el maquillaje que las tres compartían, tratando de añadir algo de color a sus caras con sombras de ojos y lápiz labial, como una sombra en sus ojos, cada una de ellas era distinta, algo que estaba claro por la misma razón que él y Lyosha no eran iguales, pero similares entre sí, como el mismo corte de pelo corto o la forma aguda de sus caras.
— Los jefes saben bien que les diste algo más valioso que un depósito de balas, incluso nosotros hemos podido experimentar ese lujo. Estamos aquí para darte un pago extra, y te lo aseguro esto será un buen motivo para que seas la envidia de muchos en el metro.
— ¡Fíjate si es así como los jefes se tuvieron que reunir con el viejo de Simon para hacerlo público a toda la estación!
Los otros dos eran Sasha y Nicolay, que junto con Lyosha, eran similares. La misma piel pálida, en el caso de Lyosha y Sasha por haber nacido dentro del metro mientras que Nicolay aún conservaba un tono un poco más saludable, si ellos aun rondaban los diecisiete u dieciocho años él era visiblemente mucho más mayor a juzgar por las múltiples canas presentes en su barba. Los tres estaban visiblemente más gordos, no al punto de empezar a tener sobrepeso, pero tampoco llegaban al punto de poder marcar abdominales.
— ¡Vamos, empezad!
El bramido de Lyosha, fuerte, pero sin llegar reverberar en la estación, actúo como un detonante, algo similar a los percutores alojados dentro de los casquillos para encender la pólvora, para que las mujeres se desprendieran de las ásperas capas de sus cuerpos. Las tres tenían excelentes figuras, pechos firmes, y acercándose a ser bastantes grandes, y caderas anchas. Habría sido una vista más que agradable de no ser por las numerosas marcas rojizas de su cuerpo, como las dejadas por un golpe o por estar atadas demasiado tiempo, o el hecho que estaban luchando por reprimir su vergüenza al no tapar sus cuerpos ante esa humillación. Alberto sabía que eran, lo sabía desde el momento que las vio acompañadas por los bandidos y había sido confirmado por la presencia de los collarines de cuero, como los empleados en los perros de razas peligrosas antes de la guerra. Eran esclavas.
— No debes preocuparte, las tres son vírgenes. Ni siquiera los jefes las han tocado, nos habíamos entretenido bastante al educarlas para el burdel, pero con tus logros regalos son más que una justa recompensa. Ahora son tus perras y todos lo saben.
Lo primero que se le vino a la mente era que habrían llegado al acuerdo de dejarle una noche con las tres, seguramente sacadas de las colecciones privadas de los jefes, pero la bomba era peor. Le estaban regalando vidas humanas como quien regalaba un cachorro en navidad.
— Volved a poneros las capas y sentaros junto al fuego.
La voz de Alberto mantuvo aquel tono tranquilo, pero firme, a la vez que sus ojos se clavaban en los tres hombres con una expresión molesta y logrando que estos se moviesen nerviosos en sus sitios mientras que las mujeres volvían a ocultarse bajo las telas.
— ¿Qué ocurre amigo, no son de tu gusto?
— Mira, maldita reserva deficiente de material genético me ha costado mucho que me dejen dormir aquí. En la zona de las viviendas, donde hay niños correteando por ahí. ¿Acaso pensaste los problemas en los que me podría meter por solo que me estéis hablando o por haber traído los regalos? — Había tardado dos días completos en ganarse la confianza suficiente de los habitantes para que no le apaleasen mientras dormía gracias a las palabras de aliento tanto de Fedor, el único percador que acepto dejarle trabajar con él y quien le enseño a despiezar y preparar a las gambas, y el otro era Simon, el alguacil de la estación quien su primera interacción fue apuntarle con su ametralladora cuando aún no le dejaban vivir dentro de la estación y lentamente al ayudarle en las guardias logro ganarse un poco de su aprecio. También ayudo que reparase y mejorase los filtros de agua al añadir un proceso de ebullición para potabilizar el suministro, y de ahí paso a darles agua caliente a los gánsteres. — No voy a rechazar los regalos, eso sería insultar a los jefes, pero diles que gracias a vosotros seguramente tenga que abandonar la estación.
Sin muchas más palabras los tres empezaron a alejarse a paso de marcha, dejando al cuarteto en un silencio solo roto por los chasquidos provenientes de la hoguera y los provenientes del interior de la gastada mochila de Alberto, quien trataba de encontrar otros recipientes para poder servir a sus nuevas compañeras de viaje, quienes estaban acurrucadas entre sí atrapadas en una esquina de la sección.
— Podéis hablar, no os matare por hacerlo. Primero vamos a presentarnos, soy Alberto Peláez, ¿y vosotras sois?
— Soy Ekaterina Petrova. — La primera en hablar fue la que fue acompañada por Lyosha, que por su apariencia no debería tener más de veintipocos años. Su pelo oscuro brillaba por la luz de la hoguera, las húmedas marcas de sus lágrimas recorrían sus mejillas coloradas, sus ojos oscuros mantenían una expresión de miedo mezclada con pura vergüenza, al tratar de apartar la mirada y no mirarle de vuelta. Sus manos pequeñas mantenían los bordes de su capa pegados entre sí para ocultar su cuerpo, a la vez que trataba de mantener algo de calor en su interior.
— Yo soy Irina Morozova. — La segunda en armarse de valor, o por ceder al adoctrinamiento, era aquella que fue acompañada por Sasha. Su cara, incluso con el profundo color rojo de sus mejillas y su nariz, se mantenía firme e inexpresiva. Su pelo rojizo cobre era un poco más largo que el de las demás, combinando con el maquillaje oscuro de sus labios y la sombra verde en sus ojos marones claros. Sus manos estaban apoyadas sobre sus muslos dejando una separación entre los pliegues de la capa, una donde Alfonso podía ver tanto su vientre como sus muslos y por consiguiente la ubicación de sus manos.
La última de ellas, que se encontraba de espaldas, estaba tratando de esconderse del mundo exterior al mirar a la esquina y usando la manta como una barrera, una que estaba forzando para que se adhiriese a su cuerpo, algo que solo lograba resaltar las cuervas de su cuero y el color moreno de su pelo.
Ante el silencio Irina extendió sus brazos para obligarla a mirar al frente, recibiendo un fuerte forcejeo que termino con ella tirada sobre su espalda dejando ver su cuerpo desnudo una vez más. No fueron ni siquiera un par de segundos antes de revolverse y volver a ocultar su cuerpo mientras mantenía la cabeza gacha, como si tratara de hundirla en las losas de hormigón.
En la mete de Alberto ya era demasiada humillación, parecía que él era el villano en toda la situación y no estaba por la labor de traspasar esa línea roja. Armado tanto con valor como con la vergüenza de la situación y la posibilidad de que algún vecino abriese la puerta se acercó a la joven con su propio cuenco para colocarlo frente a esta, quien trataba desesperadamente ocultarse, para sujetarla por los hombros y forzarla a sentarse. Sin duda era la más joven del trio, con suerte tendría los veinte años recién cumplidos. Al igual que Ekaterina el maquillaje se le había corrido por las lágrimas, pero siendo la única que no dejaba de temblar de puro terror. Por inercia acabo abrazándola mientras que empezaban a acunarla entre sus brazos, dejando que refugiase en el cuello de su abrigo.
No necesitaba tener un doctorado para saber que ella no lo había pasado bien, la habían roto mentalmente. La única prueba que necesitaba para saberlo era que incluso aterrada no alzaba la voz, incluso llorando no emitía ningún ruido. — Tranquila, no voy a hacerte daño. — Fue un suave susurro, lo suficientemente bajo como para que ni Ekaterina ni Irina lograsen escuchar sus palabras. Mantuvo el abrazo, dejando el cuenco a un lado, notando como lentamente ella empezaba a cargar su propio peso en él.
— Okshana... Sokolova. — Su voz era muy suave, no sabía si era su tono normal o era por el bloqueo del cuello del abrigo. Lentamente fue separándose del abrazo y ahí Alfonso pudo apreciarla. Tenía los labios finos en un tono rojizo brillante, su rostro afilado realzaba sus pómulos altos dejando en medio una nariz fina y coronando su cara sus ojos verdes brillaban gracias a la luz del fuego.
— Comed antes de que se enfríe, pronto iniciara el turno de noche.
Lentamente empezó a llenar otros tres cuencos, siendo en realidad tazas metálicas que había saqueado de la superficie para venderlas por una o dos balas, pero tendrían un mejor uso ahora. Cuando los cuatro recipientes estuvieron llenos con una porción del humeante guiso, empezó a repartir las cucharas, limpiadas a conciencia con jabón de cerdo y viejos trapos, junto a haberlas sumergido en vodka para desinfectarlas.
Tras años de haber rencarnado en la oscuridad del Metro, de haber perdido a sus nuevos padres por los Satanistas y casi ser esclavizado durante años, ningún acto le había satisfecho más que el proveer al trio femenino con seguramente sus primeros platos calientes en dios sabe cuánto tiempo. Sus caras, incluso la inexpresiva de Irina, estando tintadas suavemente de rojo en sus mejillas mientras contemplaban el caliente contenido alimenticio en loa recipientes, Okshana y Ekaterina estaban temblando. Parecían un grupito de cachorritos esperando a recibir un premio, y antes de siquiera poder hablar, con solo poner la cuchara en su tazón todas empezaron a comer con avidez, dejando que la grasa presente en la carne de las gambas manchase sus mejillas y labios. Solo cuando dejo escapar una suave risa, logrando que las tres tornasen sus mejillas aún más rojas y que aminorasen el ritmo, para empezar a comer de su propia comida.
Su cena transcurrió sin más accidentes, permitiendo que disfrutasen del silencio acompañado por el rumor del movimiento de sus cucharas.
Pero los rumores se mueven con rapidez, y son más venenosos que la misma radiación.
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