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҂ 𓄹͓ ˖࣪ 🖇 CAPÍTULO UNO :
Mi suerte empeora. Percy y yo compartimos un momento un tanto extraño ❜.









—¡Percy Jackson y Emil Blackwell!

He aquí comienza mi historia. Seguramente habrán escuchado hablar de un tal Emil Blackwell, ¿no? En fin, no importa si es la primera vez que me conocen. Si estáis leyendo esto —ya seáis un mortal o semidiós—, te aconsejo que os pongáis cómodo, porque la historia que estoy a punto de relatar seguramente os resultará entretenida.

Desde el momento en el que escuché su nombre junto al mío, supe que aquello podría tratarse de un mal augurio. (Vaya suerte que tenía). Era una malísima idea, debido a que nada resultaba según lo planeado cuando terminábamos en un mismo equipo. No cabía duda de que estaba en lo correcto. Ambos intercambiamos miradas desde nuestros lugares, intentando adivinar quién sería el primero en objetar.

Esa persona no iba a ser yo, aunque le estuviera rogando internamente a los Dioses no ser el compañero de aquel chico que diariamente se interponía en mi camino. Primeramente estaba mi orgullo —no consideraba nada más importante que eso—, y luego estaba él. El hijo de Poseidón dió un paso al frente, sin ser consciente de todas las miradas que estuvieron sobre él dos segundos después.

Lo observé con satisfacción. No me hería la idea de que preferíese ser compañero de otra persona después de intentar en varias ocasiones ser un equipo —no muy equilibrado—, conmigo. Era perfecto, tampoco quería trabajar con él. No me importaba en lo más mínimo si elegía a alguien más antes que a mí. En mi opinión, esa era la mejor opción para los dos. Percy Jackson no me agradaba, he aquí mi razón por la que no deseaba trabajar en equipo en su compañía.

No me interesaba si era considerado una especie de héroe para otros o era un buen sujeto, él no era perfecto. Había cometido errores, y eso me había costado perder la amistad de una persona con la que me sentía verdaderamente conectado.

Era irónico, porque sin importar cuántas veces intentara mantener la distancia con Percy Jackson, el destino o la suerte estaba en mi contra, haciendo que cruzara caminos con aquel chico con una frecuencia que ya me resultaba bastante fastidiosa.

No era algo que pudiera evitar. (Créanme, es algo imposible).

No obstante, permití que una sonrisa burlona curvase mis labios al escuchar a Percy Jackson ser el primero en replicar en desacuerdo.

—¿Qué? Pe-pero... —La protesta del chico más alto fue música para mis oídos. Lo miré, aún con aquella sonrisa mientras gesticulaba rápidamente con sus manos en mi dirección—. Profesor... Emil se va a negar a trabajar en equipo conmigo. Siempre hace todo por su cuenta y...

Me equivoqué al pensar que querría cambiar de compañero cuando en realidad, lo único que estaba haciendo era quejarse sobre mí. A pesar de mi constante negación a colaborar en equipo y mi mala actitud, él aún intentaba congeniar conmigo y me aceptaba como su compañero.

Mis ojos se abrieron con incredulidad ante sus palabras inesperadas y mi sonrisa titubeó hasta desvanecerse. Aparté la mirada al darme cuenta de que Percy tenía intención de mirarme y fingí estar interesado en otra persona que no fuera él. Sin mencionar que me había sorprendido el hecho de que esa fuera su única queja contra mí, habiendo tantas otras.

—No se aceptarán cambios, permutas ni quejas —volvió a repetir Quintus, el nuevo instructor de combate a espada de aquel verano. Percy parecía desanimado cuando se situó a mi lado sin decir palabra, con la vista clavada en sus pies para no tener que intercambiar miradas y ver el regocijo reflejado en mis ojos una vez que me volví a recomponer de la situación.

El problema era que ese detalle no me hizo sentir culpable. Estuve a punto de abrir mi boca y comentar algo realmente gracioso al respecto cuando escuché a Quintus decir en voz alta:

—Debéis de trabajar con su compañero asignado. El trabajo consiste en realizarlo en equipo, ese es uno de los propósitos de esta actividad. —recordó a todos los presentes y su mirada se clavó en mí—. ¿Estáis todos de acuerdo? ¿Emil?

Hubo un murmullo afirmativo de parte de los campistas, incluyéndome. Poco después me percaté de que Quintus esperaba algo más de mí por la mirada insistente que había en sus ojos. Así que me obligué a decir: —Sí, profesor. Intentaré trabajar con Percy Jackson.

La mirada de Quintus no se movió de su lugar hasta que dije con un suspiro de resignación.

—Prometo que trabajaré con Percy. —corregí. Dicho esto, finalmente apartó su mirada y siguió nombrando a las demás parejas.

La gran sonrisa que había en el rostro de Percy no pasó desapercibida para mí un momento después. Fue entonces cuando me percaté de que ese había sido su plan desde el principio: hacer que prometiera que colaboraría con él.

Me sentí engañado.

«¡Estúpido, Emil!», no sólo su actitud había sido fingida, sino que también había encontrado la manera de confundirme tan fácilmente para que le diese mi palabra al profesor. Mi boca se abrió de indignación al no poder darme cuenta de aquella trampa y después la cerré, haciendo un mohín de molestia.

No quería discutir con Percy sobre ese asunto. Había dado mi palabra, ese error ya no se podía cambiar. Y desafortunadamente, cumplía cada una de mis promesas.

—Lo compadezco —comentó una voz entre la multitud, que sin querer llamó mi atención y me despejó de mis pensamientos—. ¿Quién querría ser el compañero de ese chico?

No tuve que pensarlo dos veces para saber que se refería a mí y no a Percy. Mi boca se convirtió en una fina línea dura, sabiendo de algún modo lo que vendría después.

—Escuché que hirió de gravedad a un amigo suyo durante una actividad tres meses después de que llegara aquí —continuó la persona, con una seriedad que me resultó inquietante después de haber escuchado cada una de sus palabras.

Era lo que siempre repetían, pero eso no evitaba que me afectara a sobremanera. Me invadió un profundo malestar, lo suficientemente fuerte para que mi cordura se desvaneciera, como un montón de hojas secas apiladas en una pequeña montaña que el incesante viento se llevaba. Por un terrible momento, volví a estar de pie en la penumbra del denso bosque, con las miradas de los campistas a mi alrededor mirándome aterrorizados, el cuerpo inconsciente de un chico en el suelo a mis pies y mis manos... manchadas de un oscuro líquido color carmesí que reconocí como sangre. Mía o de él, yo no lo sabía con certeza.

—¡F-fue un accidente! —me intenté justificar con voz temblorosa—. Yo... jamás...

Nadie me creyó. Yo estaba de pie, mi compañero se encontraba en el suelo, y mis manos... La escena pudo haber sido malinterpretada con facilidad. Lo única persona que sabía lo que verdaderamente sucedió era yo, y el chico inconsciente que antes de aquel incidente había considerado un amigo.

«Cállense, cállense, ¡cállense!», mis ojos buscaron con desesperación a la persona responsables de aquellas palabras.

No pude encontrarlas.

—¡Emil! —El llamado de mi nombre me hizo volver a la realidad. Percy me estaba mirando fijamente, como tratando de adivinar a qué se debía mi repentina ansiedad. Me di cuenta muy tarde de que mi mano izquierda se había aferrado a la empuñadura de mi espada. La solté como si me hubiese quemado y parpadeé, sintiéndome aturdido por el desagradable recuerdo que me había asaltado—. ¿Estás bien, tío? Parece como si hubieras visto a Zeus en calzoncillos.

Me costó un minuto asimilar completamente sus palabras.

—¿Qué?... —Un relámpago iluminó el cielo antes de que mi mirada se dirigiera a su rostro, observando en confusión sus ojos verde mar, dónde sólo existía una genuina preocupación. Eso me desconcertó. Si Percy había escuchado las palabras de aquella persona, no lo demostró o decidió ignorarlas, había elegido preocuparse por mí. Dudé un instante con la consciencia hecha un caos antes de responder—. Sí, estoy bien.

—¿Seguro? —preguntó. La calidez del peso de una mano se posó sobre mi hombro. Un gesto que me resultó reconfortante —a pesar de que viniese de él—, y que consiguió calmar la ansiedad y el pánico que me estaba consumiendo por dentro. No llegué a saber con certeza el por qué, pero no lo aparté de mi lado. Era lo que menos deseaba hacer en ese momento—. Estás un poco pálido.

No me atreví a decirle el motivo de mi repentino cambio de humor. Así que aparté la mirada, procurando no parecer demasiado evasivo.

—Estoy bien.

—Vale, tío —dijo—. Ya entendí.

Un segundo después, apartó su mano y la sensación que me recorrió por todo el cuerpo no me resultó lo suficientemente agradable.

Ya no había calidez.

Gracias a ese detalle, ahora volvía a recordar con claridad el por qué detestaba Percy Jackson.

—Vuestro objetivo es sencillo —dijo Quintus, después de terminar de nombrar a las demás parejas de campistas allí reunidos aquel atardecer. Iba todo cubierto de bronce y cuero negro. A la luz de las antorchas, su pelo gris le confería un aspecto fantasmal—. Encontrar los laureles de oro sin perecer en el intento. La corona está envuelta en un paquete de seda, atado a la espalda de uno de los monstruos. Hay seis monstruos. Cada uno lleva un paquete de seda, pero sólo uno contiene los laureles. Debéis encontrar la corona de oro antes que nadie. Y naturalmente... habréis de matar al monstruo para conseguirla. Y salir vivos.

Todo el mundo empezó a murmurar con excitación. La tarea parecía bastante sencilla. Sin embargo, ya no estaba tan interesado en competir en el estado en el que me encontraba: completamente desanimado.

Una rápida mirada a mi compañero rebosante de energía me alertó a que no debía quedarme atrás. No, eso no se lo iba a permitir. Saldría victorioso de cualquier modo, fuese cuál fuese el costo. Si eso implicaba dejar a Percy atrás, lo haría sin remordimiento alguno.

«Ja ja», podría haberme reído de mi mismo en ese entonces. No tenía ni idea de lo equivocado que estuve hasta más tarde. (Por favor, queridos lectores. No se rían de mí).

La tarea era sencilla. Ya habíamos matado a muchos monstruos. Para eso nos entrenábamos. Un segundo, permítanme comenzar de nuevo. Mi nombre es Emil Blackwell y soy un Mestizo, hijo de un Dios Griego y un mortal. Ser mestizo es peligroso. Asusta. La mayor parte del tiempo sólo sirve para que te maten de manera horrible y dolorosa. Sin embargo, es algo a lo que me he acostumbrado después de permanecer tres largos años en el Campamento Mestizoun lugar seguro para las personas cómo yo—, libre de los constantes ataques de los monstruos y con cero posibilidades de morir.

Me enteré de la noticia a mis doce años de edad, después de que mi padre me trajera a este lugar, por consecuencia de que monstruos mitológicos no cesaban de venir a por mí. En mi corta vida, había tenido en cuenta de algún modo que no era normal, no era como los otros chicos de la academia a la cuál dejé de asistir. Era diferente, pero no esperaba semejante noticia: ser un semidiós.

Estuvimos en constante peligro el último año que seguí viviendo bajo el techo de mi padre, por lo que su último recurso fue traerme hasta las barreras mágicas del Campamento Mestizo y despedirse de mí. Era la única opción para que ambos al fin pudiéramos estar a salvo.

Hasta que un mes después, falleció a causa de la terrible enfermedad incurable que lo había estado consumiendo los últimos años. La noticia fue un hecho inesperado y me afectó demasiado. Me dejó hecho pedazos, considerado que tal vez había sido el responsable de su muerte. No tenía a nadie más a su lado que cuidase de él en el estado crítico y débil en el que se encontraba la última vez que lo había visto. Él había hecho lo posible por no lo demostrarlo frente a mí para que no me preocupase y aceptara la idea de un nuevo hogar en el Campamento Mestizo. El problema es que no era tonto, había sido testigo de como la buena salud de mi padre había ido empeorando en varias ocasiones, cada vez más y más. Lo que menos deseaba era separarme de él y abandonarlo a su suerte.

Él había seguido insistiendo al traerme a este lugar, pese a que yo quería permanecer a su lado el tiempo que fuera posible. Había puesto mi bienestar antes que el suyo y su muerte había sido culpa mía. Había comenzado a llamar demasiado la atención de los monstruos, que querían hacer conmigo algo llamado «Papilla de Semidiós». No sólo mi vida estaba en riesgo, también exponía a un inminente peligro a mi padre solo con el simple hecho de estar a su lado. Ya que no sabía exactamente cómo defenderme contra peligros como aquellos, mucho menos acabar con la vida de un monstruo, terminé por aceptar la propuesta de mi padre sintiendo un gran remordimiento en mi interior.

Y fue una decisión de la que me arrepentí un mes después.

No tuve a nadie que me consolara por mi pérdida. Había perdido a mi única familia. A la persona que me cuidó, protegió y amo desde el momento en el que nací. A mi padre, a la persona más maravillosa e importante que había tenido en mi vida. Ni siquiera pude contar con el apoyo de mi Madre Divina. Ella siguió sin prestarme atención, aunque fuese testigo de mi sufrimiento. Y me pregunté: ¿qué es lo que estaba haciendo en un lugar como ese? Los dioses jamás me considerarían alguien importante solo por ser un semidiós. Tampoco se preocuparían por mí. La Diosa Griega que tenía por madre aún no se había tomado la pequeña molestia de reconocerme como su hijo.

Estuve devastado durante meses, lo que me llevó a tomar decisiones incorrectas y cometer errores. (Ya se han de imaginar). La duda de descubrir quién era mi madre desapareció un tiempo después. Hasta que un inesperado día ella me reconoció como su hijo en un momento un tanto crucial. No estuve tan entusiasmado cuando eso sucedió, había perdido las esperanzas. Lo que no esperaba, era que todos los campistas comenzarán a tratarme de manera diferente a causa de mi madre divina y otros sucesos problemáticos que aún no estoy dispuesto a revelar. (Eso puede esperar para más tarde).

Y eso no me gustó para nada.

—¿Preparados? —preguntó Quintus, un murmullo afirmativo se hizo presente entre los campistas, impacientes por comenzar—. ¡A trabajar!

Inmediatamente todos los presentes comenzaron a irse con sus respectivas parejas por direcciones opuestas. Ajusté las correas de mi armadura, observando que todo estuviera perfectamente en su lugar y me volví hacia Percy, con una mirada de determinación en mis ojos.

—¿Listo? —me preguntó él. Estuve tentando de salir corriendo y dejarle solo, pero desafortunadamente le había dado mi palabra.

—Esta vez —comencé con una sonrisa orgullosa—, te aseguro que voy a ganar.

. . .

         Aún había luz cuando nos internamos en el bosque del campamento, pero con las sombras de los árboles casi parecía medianoche. Hacía frío, además, aunque estuviéramos en verano. Percy y yo encontramos huellas casi de inmediato: marcas muy seguidas hechas por una criatura con un montón de patas. Seguimos su pista.

Saltamos un arroyo y oímos cerca un restallido de ramas. Nos agazapamos detrás de una roca, pero sólo eran los hermanos Stoll, que avanzaban por el bosque dando traspiés y soltando maldiciones. Su padre sería el dios de los ladrones —Hermes—, pero ellos eran tan sigilosos como un búfalo de agua.

Cuando los Stoll pasaron de largo, nos adentramos en las profundidades de los bosques del oeste, donde se ocultaban los monstruos más salvajes. Nos habíamos asomado a un saliente desde el que se dominaba una zona pantanosa cuando Percy se puso tenso.

—Aquí es donde dejamos de buscar.

Me costó un segundo entender a qué se refería. Había sido allí donde nos habíamos dado por vencidos el invierno anterior, cuando salimos en busca de Nico di Angelo, un mestizo que recientemente había llegado al campamento en compañía de su hermana y que se había convertido en mi único amigo. Desafortunadamente, desapareció tras enterarse de la noticia de la pérdida de su hermana durante una misión que cumplía Percy, su grupo de amigos y las Cazadoras de Artemisa. En aquel entonces los dos amigos de Percy, él y yo nos habíamos detenido en aquella roca. Incapaces de seguir buscando, debido a que no habíamos encontrado ningún rastro de Nico alrededor de todo el campamento. Era como si se hubiese desvanecido entre las sombras. En mi vida, jamás recordaba haberme sentido tan inútil y derrotado.

No pude hacer nada por él. Ni siquiera tuve la oportunidad de despedirme. Solamente se había... ido.

Sentí un regusto amargo en la boca al observar a Percy Jackson. Al chico él cual a Nico le había hecho una promesa y no la había cumplido.

No sólo había perdido un amigo, sino que también a la única persona que había podido ver a través de mí, a pesar de conocer quién era mi madre divina y los rumores que comentaban los demás semidioses. Le había restado importancia a mi mala reputación y me había permitido ser su amigo.

Hasta que lo perdí. Y todo lo que creí volver a tener, un amigo, alguien que me escuchase, una persona en la pudiera confiar de verdad, se desvaneció aquel día en el que se internó en el bosque, destrozado por la pérdida de su hermana, herido.

No culpaba a Nico por haberse marchado. Lo entendía, él había perdido a su única familia. A una persona completamente importante en su vida, así como también yo había perdido a mi padre.

Observé en silencio a mi compañero mientras un desagradable rencor me invadía —cada quien perdido en sus propios pensamientos—, aún estando allí. Lo culpaba por perder a mi amigo, también por ser mejor que yo en cada uno de los aspectos. Él siempre estaba rodeado de personas que lo apreciaban, lo admiraban e incluso lo elogiaban. ¿Y yo? Tenía que recordarle a todo el mundo que sabía valerme por mí mismo.

Realmente odiaba todo eso, que me excluyeran, que no confiaran en mí y hablarán siempre a mis espaldas. Odiaba que Percy Jackson fuera la única excepción, el pobre chico que inútilmente había estado tratando constantemente de acercarse a mí y ser mi amigo tras la desaparición de Nico di Angelo. Casi lo compadecía, casi. Ese extraño hecho me había desconcertado y confundido al principio, no lograba comprender el por qué deseaba ser amigo de una persona como yo. Hasta que caí en la cuenta un tiempo después de que tal vez Percy sentía que tenía una especie de deuda conmigo a causa de Nico y estaba tratando de compensar ese error.

Eso me disgustó completamente, por lo que empecé a rechazarlo con frecuencia y sin permitir que en ningún momento se acercara lo suficiente. No deseaba tenerlo como un amigo, si sentía compasión y pena por mí.

Los ojos de Percy miraban más allá del bosque, perdidos en la penumbra y observando algo que yo no podía ver.

—Anoche lo vi —dijo repentinamente, llamando instantáneamente mi atención.

—¿Qué quieres decir? —pregunté, arqueando las cejas y con mis ojos grises clavados intensamente en él. Desesperado por conseguir más respuestas—. ¿Te refieres a...? ¿Nico?

Sin embargo, lo que sea que estuvo a punto de responder, no pudo decirlo. En el bosque se oyó el chasquido de una rama y un rumor de hojas secas. Algo enorme avanzaba entre los árboles, justo delante del saliente rocoso.

—Ese ruido no lo han hecho los Stoll —susurró Percy.

Ambos sacamos nuestra espada.

. . .

           Un momento después llegamos al Puño de Zeus, un montón de rocas descomunal en mitad de los bosques del oeste. Era un punto de referencia donde se reunían con frecuencia los campistas durante las expediciones de caza, pero en ese momento no había nadie.

—Allá —susurré.

—No. Detrás de nosotros. —comentó Percy.

Era muy raro. El rumor de pisadas parecía proceder de varios puntos. Estábamos rodeando el montón de rocas con las espadas enarboladas, cuando alguien dijo a nuestras espaldas:

—Hola.

Nos volvimos precipitadamente y vimos a Enebro, una ninfa de los bosques, que soltó un chillido y retrocedió al ver nuestras armas.

—¡Bajad las espadas! —protestó—. A las dríadas no nos gustan las hojas afiladas, ¿vale?

—Enebro —suspiró Percy con marcado alivio en su voz bajando su espada. Contracorriente: anaklusmos en griego—. ¿Qué haces aquí?

—Yo vivo aquí.

Bajé la espada, mientras Percy a mi lado preguntaba inteligentemente:

—¿En las rocas?

La dríada señaló el borde del claro.

—En el enebro. Dónde iba a ser, si no.

Eso era algo completamente lógico. Me pregunté inmediatamente si Percy era estúpido o sólo lo parecía. Había vivido años rodeado de dríadas, pero nunca hablaba con ellas. Sabía, eso sí, que no podían alejarse demasiado de su árbol, que era su fuente de vida. Pero no sabía que Percy no podía saber algo tan simple como aquello.

—¿Estáis ocupados? —preguntó la dríada.

—Bueno... —comenzó Percy, mientras yo me dedicaba a observar atentamente a nuestro alrededor, pendiente de cualquier peligro—, estamos en medio de un juego con un puñado de monstruos, tratando de salir vivos.

—Sí, sí estamos ocupados —tercié, esperando que con esa respuesta diese fin a la conversación. No tenía pensado quedarme con una dríada a charlar amigablemente y tal vez a beber el té. Mi mayor prioridad era salir vivo y obviamente ganar. Aunque claro, me agradaba demasiado llevarle la contraria a Percy Jackson y ese era uno de los motivos de mi respuesta. No obstante, eso no lo hizo enfadar.

Le lancé una mirada molesta, ya que jamás lograba conseguir mi objetivo: cabrear al hijo de Poseidón. Sin importar cuántas veces lo intentara, o cuántas veces lo insultase o molestara él no se enfadaba realmente conmigo. Nunca.

—No lo estamos por el momento. —corrigió Percy amablemente—. ¿Qué pasa, Enebro?

Ella gimió y se secó los ojos con su manga de seda.

—Es Grover. Parece muy trastornado. Se ha pasado un año fuera buscando a Pan. Y cuando vuelve, las cosas aún van peor. Al principio pensé que quizá estaba saliendo con otro árbol.

—No —dijo Percy, mientras Enebro empezaba a llorar—. Estoy seguro de que no es eso.

—Una vez se enamoró de un arbusto de arándano —musitó ella con tristeza.

—Enebro, Grover ni siquiera miraría a otro árbol. Está muy alterado por lo de su permiso de búsqueda, nada más.

—¡No puede meterse bajo tierra! —protestó la dríada—. ¡No podéis permitírselo!

Percy casi parecía incómodo. Yo, por otro lado, no tenía la más mínima idea de lo que estaban hablando. No me interesaba. Tampoco formaba parte del grupo de amigos de Percy como para que me preocupara.

—Quizá sea la única forma de ayudarle. Si supiéramos por dónde empezar... —siguió diciendo Percy.

—Ah —repuso Enebro, enjugándose una lágrima verde de la mejilla—. Si es por eso...

Entonces del bosque nos llegó un crujido de hojas y la dríada gritó:

—¡Escondeos!

Antes de que pudiera preguntarle el por qué, ella hizo ¡puf. y se desvaneció en una niebla verde.

Cuando Percy y yo nos dimos la vuelta vimos salir entre los árboles a un ser de color ámbar reluciente, de tres metros de longitud, con pinzas dentadas, una cola acorazada y un aguijón tan largo como mi espada. Un escorpión. Llevaba atado a la espalda un paquete de seda roja.

—Uno lo distrae —dijo Percy apresuradamente, mientras la cosa se nos acercaba traqueteando—. El otro se pone detrás y le corta la cola.

—No me digas que hacer —repliqué, sin embargo alcé mi espada y dirigí una sonrisa altanera a Percy—. Tú distraes. Yo le corto la cola con la espada.

Asintió. Habíamos combatido tantas veces que ya conocíamos nuestros recursos. Parecía tarea fácil. Hasta que surgieron otros dos escorpiones entre la maleza.

—¡¿T-Tres?! —exclamé, repentinamente alarmado por mi vida. Por la vida de Percy, no tanto—. ¡No es posible! ¿Tienen el bosque entero y la mitad viene por nosotros? Realmente mi suerte empeora cada vez más.

Tragué saliva con dificultad. Con uno podríamos. Con dos también, con un poco de suerte. Pero ¿con tres? Muy dudoso. Los escorpiones arremetieron contra nosotros, agitando su cola erizada de púas y decididos a matarnos. Percy y yo pronto nos vimos arrinconados, pegando nuestras espaldas a la roca más cercana y mirándonos entre nosotros mientras decidíamos apresuradamente qué hacer a continuación.

—¿Escalamos? —sugirió Percy apresuradamente.

—No hay tiempo. —observé. No era la idea más brillante si los escorpiones nos rodeaban ya. Los teníamos tan cerca que veía sus espantosas bocas echando espumarajos ante el jugoso banquete que les esperaba.

«Oh no», ellos no iban a comerme. Desvié un aguijón, golpeándolo con el plano de la espada. Percy a mi izquierda lanzó una estocada con Contracorriente; el escorpión retrocedió y se puso fuera de su alcance. Finalmente nos decidimos y trepamos de lado por las rocas, de repente decididos a no morir aunque los escorpiones nos seguían de cerca. Asesté un mandoble a otro, pero cualquier maniobra de ataque implicaba un gran peligro. Si intentabas herirlos en el cuerpo, te descargaban desde arriba el aguijón de la cola. Si por el contrario pretendías darles un tajo en la cola, trataban de agarrarte con sus pinzas desde ambos lados.

Di otro paso de lado y de repente descubrí que no había nada detrás. Era una grieta entre dos rocas enormes. El corazón me latía a un ritmo acelerado en el pecho. De algún modo, conocía perfectamente el lugar a dónde habíamos ido a parar por culpa de los escorpiones. Había estado varias veces allí por distintas razones (no pregunten por qué). Sabía que nuestra única opción era defendernos, pero no lograríamos aguantar por mucho tiempo.

La única alternativa que tenía en mente era casi imposible.

—Aquí —dijo Percy, señalando la grieta entre las rocas.

«Vaya, por qué no se me habrá ocurrido antes», pensé irritado. Era una muy mala idea. De ninguna manera podía permitir que todo el campamento se enterase del lugar a dónde llevaba aquella grieta. No podíamos ir allí. Simplemente no podíamos.

No quería arriesgarme a que otros descubrieran mi ruta para salir del Campamento Mestizo sin que nadie me viese. Lancé una estocada con la espada y luego miré a Percy como si se hubiese vuelto loco, en un intento desesperado de hacer que cambiase de idea.

—¿Ahí? ¡Es demasiado estrecho! —repliqué, haciendo una mueca de dolor cuando el aguijón del escorpión más cercano a nosotros rozó mi antebrazo izquierdo, el brazo con el que blandía la espada y debilitó el fuerte agarre con el que sostenía la empuñadura.

Percy me miró como diciendo: «Eres lo suficientemente delgado como para pasar por allí». Le lancé una mirada fulminante.

—¡Yo te cubro! —exclamó él, desviando el próximo ataque del escorpión. Sus palabras me tomaron por sorpresa, dejándome sin aliento. ¿Desde cuando él se sacrificaba por mí?—. ¡Rápido!

No tuve otra opción. Las palabras de Percy me habían alentado a moverme. Además, deseaba desesperadamente salir con vida de aquella horrorosa situación. No importaba nada más. Me agazapé a la espalda de Percy y empecé a apretujarme entre las dos rocas. Fue entonces cuando inesperadamente de mis labios salió un grito ahogado al ser consciente del enorme vacío que había detrás de mí.

—¿Qué estás...? —él se giró hacia mí en el momento preciso que mis manos se aferraban instintivamente a su muñeca izquierda. No pude hacer nada más. Pronto noté que lo arrastraba conmigo al perder el equilibrio y caíamos en un pozo que conocía que estaba allí, pero no sabía como descender en el sin una caída garantizada. Desde abajo, vi los escorpiones, el cielo cárdeno y las sombras de los árboles perderse rápidamente luego de que el agujero se cerrara sobre nosotros como el obturador de una cámara y nos quedarámos a oscuras. Entonces todo sucedió muy rápido, el ruido metálico de dos espadas al chocar contra el suelo, el cuerpo de Percy caer sobre mí dejándome sin respiración, nuestras narices chocar y un par de labios contra los míos.

Entonces me pregunté: ¿Qué es lo que tenía Tique —la diosa de la suerte—, contra mí? Era incapaz de comprender porque tenía tan mala suerte. Mi primer instinto fue empujar a Percy Jackson lejos de mí con ayuda de mis dos brazos doloridos tan rápidamente como me fue posible. Después me incorporé, mala idea. Descubrí que Percy de alguna manera aún seguía sobre mí y lo único que conseguí fue llevarme un golpe en la cabeza al chocar contra él.

Ambos soltamos un quejido de dolor al mismo tiempo.

—¡Por los dioses, Percy! —exclamé irritado, adolorido y avergonzado—. ¡Quítate!

—¡Ay! —se quejó Percy al ser apartado tan bruscamente en algún lugar en la oscuridad próximo a mí—.  La próxima vez avisa, tío. No tienes por qué...

—Sí tengo por qué.

—Si esto es por lo que pasó... —comenzó a decir él—. No es como si...

—Tampoco hace falta que me des explicaciones —le interrumpí, convencíendome de que no me estaba ruborizando—. Sólo fue un accidente. A cualquiera pudo haberle pasado lo mismo.

Sin embargo, no esperaba que Percy creyera tan fácilmente eso. Incluso yo estaba dudando. Afortunadamente, Percy no dijo nada más. Sólo se oía el eco de nuestra agitada respiración. La roca estaba húmeda y fría. Me había quedado sentado en un suelo lleno de huecos que parecía hecho de ladrillo tras haber empujado a Percy. De pronto, una tenue luz iluminó el lugar al que habíamos caído. Era la espada de Percy, Contracorriente. El leve resplandor de la hoja iluminó su rostro y las paredes cubiertas de musgo.

—¿Estás bien? —me preguntó él después de un momento, rompiendo el incómodo silencio que se había formado tras nuestra inesperada caída.

—Sí. —murmuré, aunque respirara con dificultad. No era capaz de mirarlo a los ojos, así que fingí estar interesado en arreglar mi propia armadura de combate.

—¿Dónde... estamos?

—A salvo de los escorpiones, al menos. —procuré aparentar serenidad, pese a que estaba muerto de miedo. Aquella grieta no era simplemente la entrada de una cueva. Si hubiera habido una cueva allí, todos en el campamento lo habrían sabido. Era algo más. Algo realmente importante.

«Estoy en serios problemas», fue lo único que me limité a pensar, suspirando temblorosamente.

—Es una caverna muy grande —murmuró Percy, levantando la espada para iluminar mejor—. No, no es una cueva. Es un pasadizo.

Desafortunadamente tenía razón. Sentí el temor estrujar en mi pecho. La oscuridad frente a nosotros estaba vacía. Una brisa caliente inundaba el lugar, como en los túneles del metro, sólo que aquélla era más rancia, más antigua, más peligrosa. Lo sabía porque había estado demasiadas veces allí abajo, solo.

Percy se puso de pie y comenzó a avanzar. Inmediatamente lo detuve de ir más allá, poniéndome dificultosamente sobre mis pies a pesar de que todo mi cuerpo protestó en contra y lo tomé del brazo.

—No des ni un paso más —le advertí—. Es peligroso. Hemos de encontrar la manera de salir de aquí.

—Está bien —dijo él—. Es sólo...

Levanté la vista y comprobé que no podía ver desde dónde habíamos caído. El techo era de piedra maciza y el pasadizo parecía extenderse interminablemente en ambas direcciones.

—Dos pasos hacia atrás —le indiqué, soltando finalmente su brazo. Retrocedimos lentamente, como si estuviéramos en un campo de minas.

—Bien —dije, tomando mi espada del suelo—. Déjame examinar las paredes.

—¿Para qué?

—La marca de Dédalo —respondí, sabiendo que eso no tendría algún sentido para él.

—Ah, bueno. ¿Qué clase de...?

—Ya está —me permití decir, sintiéndome un poco aliviado. Coloqué la mano en la pared y apreté una delgada fisura, que empezó a emitir un resplandor azul. Surgió un símbolo griego: A, la letra delta. Unos segundos después, el techo se deslizó sobre nuestras cabezas y volvimos a ver el cielo cubierto de estrellas, aunque más oscuro que antes. Aparecieron a un lado unos peldaños de metal que subían y oímos voces que nos llamaban a gritos.

—¡Percy! ¡Emil! —llamaba una voz que sonaba con más fuerza, aunque se oían muchas otras. Miré nervioso a Percy y empezamos a subir.

Tras rodear las rocas nos tropezamos con Clarisse La Rue, hija de Ares, dios de la guerra y un montón de campistas que portaban antorchas.

—¿Dónde os habíais metidos? —preguntó ésta—. Hace una burrada de tiempo que os estamos buscando.

—Pero si sólo han sido unos minutos —replicó Percy inmediatamente.

Quirón —un centauro de espeso pelaje blanco y director de actividades del Campamento Mestizo, se acercó al trote, seguido de los amigos de Percy, Annabeth, Tyson y Grover.

—¡Percy! —exclamó Tyson. Un cíclope, hijo del dios de mar, Poseidón, y medio hermano de Percy Jackson—. ¿Estás bien?

—Perfectamente —aseguró él—. Nos hemos caído en un agujero.

Todos los demás me miraron con aire escéptico y luego se volvieron para observar nuevamente a Percy. No me molesté en sentirme ofendido, aquel era el trato que siempre recibía de los demás. Naturalmente, siempre toda la atención era para el perfecto Perseus Jackson y su grupito de amigos del que yo no formaba parte.

Y no, no deseaba formar parte de el.

—¡En serio! —insistió Percy. Por las miradas que me dirigían los demás, caí en la cuenta de que podrían estar considerando la posibilidad de que había sido el culpable de meter en aquel lío a su preciado Percy—. Nos perseguían tres escorpiones, así que echamos a correr y nos escondimos entre las rocas. Pero fue sólo un minuto...

—Habéis desaparecido durante casi una hora —declaró Quirón severamente, mirando de Percy a mí—. El juego ha terminado.

La boca se me secó. Nuevamente, no había conseguido ganar.

—Sí —masculló Grover, el sátiro—. Habríamos ganado, pero un cíclope se me ha sentado encima.

—¡Ha sido un accidente! —protestó Tyson, y estornudó. Me di cuenta de que Clarisse llevaba los laureles de oro, pero ni siquiera había alardeado de ello, cosa nada normal en ella.

—¿Un agujero? —dijo, suspicaz.

—Quirón... —intervino Annabeth, dándose cuenta de lo que implicaba la situación. Se trataba de lo mismo que había temido que encontrasen hace unas horas atrás—. Tal vez tendríamos que hablar en la Casa Grande.

Clarisse sofocó un grito. —Lo han encontrado, ¿verdad?

Me mordí el labio en silencio, maldiciendo a Annabeth Chase por ser tan lista y molesto conmigo mismo por no poder hacer nada al respecto. No hacía falta pensarlo, me había metido en un gran problema.

—Exactamente. —respondió ella. Todos los campistas empezaron a hacer preguntas, tan desconcertados como yo mismo lo procuraba estar, pero Quirón alzó una mano para imponer silencio.

—Ni esta noche es el momento ni éste el lugar adecuado. —Observó las rocas, como si acabara de descubrir lo peligrosas que eran—. Regresad a las cabañas. Dormid un poco. Habéis jugado bien, pero ya ha pasado el toque de queda hace rato.

Se alzaron murmullos y quejas, pero todos se fueron retirando poco a poco, hablando entre ellos y lanzándome miradas recelosas. Repentinamente me sentí mareado, no por la situación, todo daba vueltas a mi alrededor. Quizá se debía al estado debilitado en el que me encontraba después de haber sufrido tremenda caída. Intenté parpadear para que mi vista se aclarara aunque sea un poco, pero seguía tornándose borrosa y oscura.

—Esto lo explica todo —dijo Clarisse. Poco a poco, comencé a sentir como mi respiración comenzaba a volverse más pesada, a tal grado que respirar me era una tarea muy difícil de completar—. Explica lo que Luke anda buscando.

«Luke», pensé. «Lo siento, todo ha sido mi culpa. He fallado con mi misión».

—A ver, un momento —intervino Percy, pues aún no lograba entender de qué estaban hablando—. ¿A qué te refieres? ¿Qué hemos encontrado?

Annabeth se volvió hacia mí con una sombra de inquietud en la mirada. Eso me desconcertó por un terrible instante e hice lo posible por no apartar la mirada de sus intensos ojos grises, a pesar del malestar que estaba sintiendo por todo el cuerpo. De ninguna manera podía arriesgarme a que descubrieran que era un espía del bando enemigo. (Es algo que ahora mismo no puedo explicar).

—Una entrada al laberinto. —dijo ella finalmente, revelando todo lo que yo temía. Me resultaba un gran esfuerzo mantenerme de pie para aquel momento. Por más que lo intentara, no podía conseguir traer el aire devuelta a mis pulmones—. Una posible vía de invasión en el corazón mismo del campamento.

Di desesperadamente un paso hacia adelante, solo para que mi vista se tornara completamente oscura.

—No puedo... respirar. Percy... —dije débilmente, mientras dejaba caer mi espada al suelo y me volvía hacia él, sintiendo mis párpados pesar cada vez más y más. Percy inmediatamente comprendió lo que trataba de decir. Sus ojos verde mar se abrieron asustados y me atrapó entre sus brazos antes de que pudiese caer al suelo.

El mundo daba vueltas a mi alrededor y todo lo que podía pensar era en la sensación que sentía al estar tan cerca de él, respirando su aroma a mar y sal.

—Lo hirieron —decía Percy a Clarisse y Annabeth mientras sentía sus dedos recorrer mi antebrazo izquierdo—. Uno de los escorpiones lo picó.

Y morí.

No, definitivamente no es verdad. Mi consciencia se desvaneció, cayendo en un profundo mar de oscuridad.

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AUTOR'S NOTE. Primer capítulo y estoy emocionada por seguir escribiendo la novela. ¿Tienen alguna idea de quién podría ser la madre divina de Emil?

Esta es la segunda vez que vuelvo a publicar está historia, después de haber hecho muchísimas correcciones. Estuve días y horas corrigiendo este capítulo en especial porque no estaba conforme o pensaba de la nada en algún dato que quería agregar. Además de que es el primer capítulo, y quería que tuviesen una buena impresión. (No sé si lo logré, jajsaj).

Además, quisiera decir que el interés amoroso de Emil pude variar durante el trascurso de la novela. Así que pueden sentirse libres de shippear a Emil con quién gusten. Eso es todo, ¡Gracias por leerme! <3

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