veinte



"Those eyes bring my demons to their knees"



Giré un poco sobre mi eje para chequear que no haya nadie a la vista, apoyé mis manos sobre la mesada que separaba la vieja cocina del resto de la estructura para inclinarme sobre ella y tener una mejor vista; no hay moros en la costa.

Como la habitación que representa el comedor está destruida, decidimos almorzar y cenar en el parque que hay detrás; cuando el clima ayuda, lógicamente.

Rápidamente vuelvo hacia las ollas de la cocina, mi trabajo de hoy era colar las pastas y comenzar a servirlas en los respectivos platos, pero la salsa estaba deliciosa.

Corto un trozo de pan para tirarle salsa con el cucharon de madera.

Literalmente gemí de placer.

Estaba tan concentrada en el gustoso sabor que se extendía por mi garganta que comencé a hacer una pequeña danza de felicidad, mientras que servía los primeros cinco platos.

— Era hora —dice Nairobi apareciendo, con Lisboa detrás.

Me giro luego de rodar los ojos y le extiendo dos platos, pero la morena me indica que le coloque un tercero en el antebrazo. Dudo unos segundos pero termino accediendo, viendo como esta se va sonriente por la casa.

No levanto la vista pero soy consciente de que Lisboa sigue detrás de mí; como suponía que se había quedado para ayudar a repartir la comida, coloco los otros dos platos restantes frente de ella, y con un asentimiento de cabeza le indico que ya puede llevárselos.

— Irene —escucho que me llama con una voz bastante calmada.

— Mérida —refuto con ironía en mi voz, acomodando nuevamente otros cinco platos para servir— Yo a ti no te digo ni Raquel, ni inspectora.

— Tienes razón, lo siento —se disculpa jugando con sus manos, me giro para observarla ya que noto que no está en sus planes llevarse los platos de aquí.

— ¿Qué?

— Nada, que, ya sabes —inquiere agitando su mano, ganándose que levante una ceja de mi parte al no entenderla— Por lo que tu viviste, que yo sepa, si tienes ganas de...

— De acuerdo, detente —la interrumpo, acercándome y apoyando mis manos en la mesada, extendiendo mis brazos e inclinando mi cuerpo hacia su dirección— No hagas esto.

— ¿Sabes? Creo que te agrado —comenta, colocando también sus codos sobre la mesada.

— ¿Qué parte de la expresión en mi rostro te da esa sensación? —pregunto señalando por un segundo la seriedad que habita en mi cara— No eres mi amiga, ni me agradas.

— Es que como veía que con ellas... —señala hacia atrás.

— Nairobi es mi amiga —contesto, entendiendo su punto— Y Tokio me cae bien, a veces.

— Entiendo... —asiente, cogiendo los platos que se encontraban entre medio de ambas para retirarse de la habitación.

Sigo su caminar unos instantes antes de negar sin entender absolutamente nada de lo que acababa de pasar. No me trago ni un poco la actitud de esta tía.

La confianza es como un papel; una vez arrugado, no puede ser perfecto otra vez.

Y confiar en una ex policía no está en mis planes por estos momentos.

Sacudo la cabeza para tratar de disipar mis pensamientos cuando noto que ambas mujeres están volviendo hacia mi dirección para llevar la segunda y última tanda de comida.


• • •


El almuerzo ha sido de puta madre; Daniel y yo nos sentamos en esquinas totalmente separadas, sin chocar las miradas más de lo debido, manteniendo la distancia.

La distancia más larga que conozco es el orgullo; y tanto Daniel como yo, estamos llenos de eso. Ninguno da el brazo a torcer primero, ninguno admite la equivocación primero, ninguno baja la cabeza primero.

Por eso mismo, me encuentro caminando hacia la habitación que compartimos. Todo se puede arreglar, dejar el orgullo de lado no significa perder la dignidad. Hay que perdonar, es lo más sano ya que nada es para siempre.

Sé que estará allí; en menos de media hora el Profesor dará una clase, y como es más que obvio, todos debemos estar presentes.

Al llegar a la puerta, doy dos leves golpes para avisar de mi llegada antes de girar la perilla para poder ingresar totalmente en la habitación. Recién me doy vuelta cuando me aseguro de cerrar la vieja puerta.

Daniel se encuentra sentado de espaldas hacia mí, exactamente igual que la noche anterior.

Me acerco lentamente, frotando mis manos sobre mis pantalones, nerviosa.

Joder, como odio esta situación.

Cuando me siento a su lado, él ni se inmuta. Me enderezo y coloco los mechones sueltos detrás de mis orejas, lo que se ha vuelto una costumbre, antes de suspirar fuertemente.

— Que tengamos personalidades tan parecidas es maravilloso y una mierda al mismo tiempo —comento, mirando fijamente el suelo— No me gusta discutir; quiero que sepas que no estar contigo es lo más difícil que he hecho nunca —escucho un gruñido de su parte— No me gusta discutir contigo.

— Pues a mí tampoco me agrada, ni un poco —refuta, colocando sus codos sobre sus rodillas, juntando sus manos alzadas en el proceso.

— Te juro que entiendo porque no quieres que vaya, y tienes toda la razón del mundo...

— ¿Pero...? —me interrumpe, dejando al aire la oración.

— Es exactamente lo mismo hacia ti, yo tampoco quiero que te suceda algo —vuelvo a suspirar— Estoy completamente sana; te repito que si algo anda mal me quedaré con el Profesor y con Lisboa, pero de momento sigo siendo más útil adentro que afuera.

— Lo sé —murmura observándome— Ven aquí.

Pasa sus brazos a mí alrededor, atrayéndome en un abrazo, mientras que se inclinaba para quedar completamente acostado en la cama. De esa forma, los dos quedamos acurrucados en el espacio reducido.

— Actuó como si supiera lo que estoy haciendo —interrumpo el silencio— Pero no lo hago.

— Lo sé —repite burlón, logrando que ruede los ojos— Es tu mejor cualidad, señora Ramos.

— No me digas señora —golpeo su pecho, indignada por su comentario.

— Pues es lo que eres ¿No? —bromea— Mi señora.

— Jódete —me remuevo hasta quedar sentada a horcajas sobre él— Señorita.

— De acuerdo, Señorita Ramos —impulsa su cuerpo para sentarse, sin quitarme de su regazo, para darme un beso a la vez que apoyaba su mano en mi vientre— Ya quiero que crezca.

— Yo también —digo cerrando los ojos, disfrutando de sus caricias— También deseo que tenga tus ojos

— ¿Pero qué tienen de especial? —pregunta dudoso, colando sus manos por debajo de mi blusa— Que son azules, no es la gran cosa.

— Si, claro —respondo irónica— Esos ojos ponen a mis demonios de rodillas.

— Pues si sale igual a ti, el demonio será el pequeño —se burla para luego darme un beso.

Lo que comenzó siendo un inocente choque de labios se arruinó cuando nuestros labios se abrieron para que nuestras lenguas jugaran entre sí. Al ubicar mis manos en sus mejillas es cuando siento como la suyas comienzan a subir por mi abdomen, abandonado todo rastro de momento tierno.

— Alto ahí, vaquero —interrumpo separándome— Que en nada tenemos clases.

— ¿Qué si no vamos? —dice depositando besos en mi mandíbula.

— El Profesor se enojará igual que anoche.

— Que se joda —me ignora.

— Ya puso mala cara en la "práctica con lanza térmica a tres mil quinientos ochenta centígrados" —digo burlándome, imitando exageradamente su voz, logrando que Daniel soltara su ruidosa risa— Hay que ir.

— Lo odio —comenta resignado, arrojando su cuerpo nuevamente en la cama.

— Comparto el sentimiento —le doy la razón— Pero el dinero está de puta madre.

— El dinero está de puta madre —repite alzando su mano para que chocáramos los cinco y termináramos el saludo estrellando nuestros puños.


• • •


— Parece imposible, pero —comenta el Profesor en frente de todos— Palermo, los detalles.

— Damas y caballeros, bienvenidos al Banco de España —responde inmediatamente el nombrado, señalando la maqueta detrás de él— Vamos a bajar diez metros, veinte, treinta, cuarenta... —decía a la vez que bajaba lentamente su mano alzada— Hasta llegar a ella.

Debajo de la mesa donde se encontraba la maqueta, arrastra un artefacto cubierto por un horrendo trapo oscuro. "La cámara acorazada" dice cuando quita el viejo pedazo de tela.

Me arrimo en mi pupitre para poder obtener una mejor vista del artefacto; una caja transparente que dentro de ella tenía tres figuras de juguetes, dos cofres y un lego con vestimenta de buzo.

¿Por qué específicamente vestido como un buzo? ¿Es que acaso alguien tendría que nadar?

— Exactamente a cuarenta y ocho metros bajo el nivel del suelo —señala Palermo.

— La cámara es completamente hermética —comenta el Profesor haciendo dibujitos en la pizarra— ¿Por qué?

— Por que se inunda, damas y caballeros; gallegos ingeniosos del dominio —continua el argentino— Hay que ser un hijo de puta muy perverso para imaginar una cosa así.

— Un poco de respeto —interrumpe Denver, alzando la mano, ya cansado del mal vocabulario del hombre.

— Le pides demasiado, cariño —digo acariciando su mano. La actitud del argentino no me gustaba para nada, pero menos me agradaba las miradas de odio que siempre me otorgaba; como en este momento. ¿Pues qué, soy una persona fácil de odiar o solamente el cabello corto no va conmigo?

— Es un cumplido, maestro —le responde Palermo, ignorando mi comentario— Es una obra genial de la ingeniería, es un prodigio, único en el mundo.

— Canalizaron dos arroyos que iban directamente hasta la cámara del oro; cuarenta y cinco kilómetros de tubería reforzada bajo tierra —vuelve a explicar el Profesor señalando sus dibujitos— ¿Por qué?

— Si alguien osa golpear esta puertecita —responde Palermo haciendo lo que decía, mientras que el Profesor se acercaba a él con una cubeta, para luego verter el agua que esta contenía en la pequeña caja— La cámara se inunda completamente en menos de veinte minutos, señores.

Golpeo el respaldo de la silla con mi espalda dándome cuenta de lo que deberíamos hacer e indignada por el hecho de que este atraco sería extremadamente espectacular y yo no podría participar del todo; bucear en esas cantidades de agua, en un espacio reducido y embarazada, no es una buena combinación.

— Llegas incluso hasta tocar el oro pero reventas como sapo, hermano, te ahogas —continúa Palermo poniéndose de pie— Es un prodigio.

— Todo parece tan disuasorio que nadie espera que se intente robar, por eso va a salir bien —dice el Profesor, a la vez que se acomodaba sus gafas— ¿Sabéis lo que es el aikido?

— Yo si —responde Denver, a la par que el Profesor se volteaba para volver a garabatear en la pizarra— Un aire acondicionado.

— No, no, no —lo interrumpe Nairobi— Son los palitos estos de chocolate que no sirven ni de merienda ni de tentempié

— Por favor, no hablen de comida —me quejo inclinando mi cabeza hacia atrás, escuchando la risa de alguno de los presentes.

— Utilizar a tu favor la fuerza de tu enemigo —explica nuevamente el Profesor, señalando las letras que había escrito— Entre nosotros, no podríamos tomar el Banco de España; la fuerza de nuestro enemigo es mucho mayor a la nuestra —vuelve a darse media vuelta un segundo para subrayar lo escrito— Por eso, aplicaremos el aikido.

— ¿Cómo aikido, Profesor? —pregunta Helsinki quitándose la paleta roja de la boca, que al ver mi expresión de muerta de hambre, amablemente me extendió otra sin abrir.

— Lo que no podamos hacer nosotros; lo hará la Guardia Civil, el Ejercito de España y hasta la propia seguridad del banco —le responde— Controlaran que nadie se acerque a menos de ciento cincuenta metros; averiguaremos el número exacto de rehenes presentes en el edificio, los mismos vigilantes del banco nos facilitaran el recuento; colocaremos cargas en fachada y ventanas, a plena luz del día y sin ser visto —mientras que explicaba, se movía por el pasillo armado entre los pupitres— ¿Cómo?

— Gracias al humo que va a lanzar la Guardia Civil para dispersar a la multitud —comenta nuevamente Palermo.

— Aikido —finaliza el hombre al mando.









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