03




                    El frío calaba hasta sus huesos, pero en realidad eso ni siquiera le importaba. Todavía estaba en la calle, sola, apoyando su espalda contra la pared de concreto del edificio de la terminal de buses de Washington DC. Su ropa estaba sucia y su rostro estaba empapado no solo de lágrimas, sino también de frío sudor. Tenía los ojos bien abiertos y tistes, mirando un punto muerto del cemento de la calle. Temía cerrarlos por mucho tiempo, porque apenas lo hacía, aquella imagen de su madre muerta se materializaba en su cabeza, una y otra vez.

No sabía qué hacer a continuación. ¿Su papá sabría lo sucedido? ¿Por qué había pasado todo eso?

Alguien había asesinado a su madre frente a ella y nadie más había salido herido, por lo tanto a Alexandra no le quedaba de otra más que pensar que nada de eso había sido al azar. Solo fue un único disparo, una sola víctima. Su mamá.

Volvió sus manos puños y se levantó como pudo del pavimento. No tenía rumbo, no tenía ni la más mínima idea de adónde dirigirse, sólo sentía la increíble necesidad de esconderse del mundo, esperando que nada ni nadie la encontrara; ni siquiera el dolor, ni siquiera los recuerdos.

Caminó hasta salir a la solitaria calle, donde creyó que estarían transitando carros, pero no fue así. Solo la soledad y la luz de las farolas le dieron compañía en su camino.

La terminal estaba completamente cerrada y acordonada. Ahora solo quedaban unos cuantos agentes de policía, así que Alexandra se apresuró a no dejarse ver. Se desplazó por las sombras que marcaban los edificios en dirección contraria de donde se encontraban reunidas las pocas personas restantes. No deseaba que le hicieran preguntas sobre las cuales ella no tenía ni entendería las posibles respuestas.

Quería llegar al calor de su hogar, incluso cuando ya sabía que no sería lo mismo.

Llevaba ya un largo tiempo caminando sin rumbo fijo, sumida en su dolor y pensamientos oscuros que solo le causaban ganas de seguir llorando. Se sentía devastada y las energías se le estaban acabando, hasta había comenzado a arrastrar los pies para avanzar. Se negaba a detenerse porque el miedo a quedarse quieta parecía ser lo único que la mantenía de pie. Eso y sus ganas de seguir llorando. Tal vez de esa manera en el momento en el que ya no tuviera más lágrimas que botar, entonces ya no tendría más dolor que sufrir.

Dado un momento, dejó de mirar el piso y observó sus alrededores. De inmediato supo que esas calles no le inspiraban ni la más mínima confianza. Eran sucias y solitarias, totalmente diferentes por las que había estado andando antes.

En cuanto estuvo a punto de voltear por una esquina, se detuvo de golpe al ver un grupo de hombres mayores que ella, reunidos bajo la débil y titilante luz de un poste. No pasaron más de cinco segundos cuando comenzó a sentir que un desagradable olor invadía sus fosas nasales. Entonces no se molestó en ocultar su mueca de asco, al fin y al cabo no alcanzarían a reconocerla a esa distancia.

Sin pensarlo otro momento más, dio media vuelta para mejor evitar encuentros indeseados. No obstante, su presencia fue suficiente para llamar la atención del grupo.

—¡Para dónde vas, niña! —gritó uno de ellos.

Escuchó risas y pasos, pero se negó a voltear a verlos. Solo tenía trece años, no había manera de que escapara de ellos si la alcanzaban. Hasta dudaba que las clases de defensa, que su padre le hacía tomar, fueran suficientes para las posibles situaciones que se pudieran presentar.

—¡Idiota! ¡La estás asustando! —le reprendió a su amigo y aun así, Alexandra no se volvió a verlos —. ¿Estás perdida? —le preguntaron a gritos.

Al volver a escuchar pasos acercándose a ella, la jovencita afanó su andar con prisa y susto, pero al no estar concentrada del camino por el que pasaba, trompicó y cayó de bruces sobre el cemento. No había tropezado en toda la noche y justo en ese momento le sucedía. Su mente se puso en blanco al tiempo que se volvió sobre su horizontal eje, para ver al grupo de desconocidos acercándose a ella, empero pronto notó cómo una discusión se iba alzando entre ellos y dejaron de avanzar en su dirección de un segundo a otro. Luego vio cómo intercambiaron unas últimas palabras y miradas hacia su figura caída, para luego dar media vuelta y dirigirse hacia el lado opuesto.

La niña creyó que por fin podría respirar tranquila y reunir fuerzas para levantarse, sin embargo, en el momento en el que se comenzó a enderezar, una gran mano se cerró sobre su antebrazo derecho y haló hasta que quedara sobre sus dos pies. El movimiento imprevisto le hizo soltar un chillido, pues el miedo que abarcó su cuerpo momentos atrás todavía no había abandonado por completo su sistema.

Por puro instinto, se trató de zafar, pero el agarre que tenía encima no dejaba lugar para resistencia. Entre tanta lucha que se dispuso a dar, notó que algo brillante pasó por su campo de visión y se detuvo de repente, subiendo su mirada sobre la mano enguantada y metalizada que la sostenía. Después observó el rostro del hombre.

Era él.

Alexandra aguantó la respiración por un momento, agitada después del forcejeo anterior antes de decidirse a hablar.

—¿Mi papá te mandó a buscarme? —Quería dejar de estar tan tensa, no obstante, la mirada oscura del hombre no le ayudaba con el pánico todavía activo en su interior.

El enmascarado la observó por otros segundos y lo único que la castaña rojiza pudo distinguir fueron esos ojos azules y glaciales. Él era la perfecta imagen de un robot, sus rasgos tan humanos para confundir a cualquiera, pero tan desprovisto de vitalidad que le asustó. Pronto se volvió a encontrar luchando en contra del agarre sobre su extremidad, pero el éxito jamás llegó.

El hombre comenzó a caminar sin soltarla, sin importarle si tropezaba o no, si seguía sus largas zancadas o tenía que correr de mala gana. Él solo era consciente de que tenía que cumplir con una tarea, una misión y nada más.

Ambos cruzaron la calle y se adentraron a un callejón.

—Mataron a mi mamá —susurró Alexandra después de un tiempo. Todavía no quería ser capaz de creérselo y expresarlo en palabras fue lo más real que pudo experimentar en el instante.

No sabía bien si esperaba algo en realidad. Ni siquiera sabía la razón por la que había decidido empezar a sacar su alma con ese reciente suceso que se había convertido en una pesadilla eterna. Al parecer solo buscaba y quería por lo menos una especia de reacción por parte de la persona que la llevaba prácticamente arrastrada a quién sabría dónde, y no obtuvo nada que le indicara que no estaba caminando con el cascarón de una imagen de persona. Ni tan solo una mirada de reojo o murmullo que indicara que por lo menos fue escuchada. No recibió ninguna reacción. Nada.

—Le dispararon en la cabeza y yo estuve ahí cuando sucedió —continuó a pesar de que la voz le tembló —. Quizá esa persona también me busca a mí, ¿sabes? De seguro ahora tú también estás en peligro así que... supongo que los dos estamos muertos ya.

De todas formas, el hombre no pareció en molestarse en escuchar ni poner atención a ninguna de las palabras de la jovencita.

Cuando estuvieron pasando justo debajo de una farola que iluminaba el camino que habían tomado, fue en ese momento que Alexandra pudo ver por fin, con mayor claridad, la vestimenta del hombre y notó que estaba... bien equipado. Con la ropa oscura, las armas lograban camuflarse bastante bien en su anatomía y quizá de lejos no serían para nada notables. Por lo menos ella no había notado los elementos que él portaba, hasta ese instante.

El miedo se arraigó con fuerza en sus venas por milésima vez en esa noche y gritó, tratando de volver a zafarse, pero el agarre parecía ser literalmente de metal, puesto que la dureza de la mano que la sostenía era brutal. Siguió removiéndose, esperando que con su insistencia la dejara irse, hasta que se detuvo en cuanto sintió algo retorcerse hacia el lado que no debía. El dolor se expandió desde su extremidad derecha hasta el resto de su cuerpo y las lágrimas no tardaron en aparecer.

—¡Suélteme! ¡Me duele, por favor! —rogó entre sollozos ignorados.

Entre gritos y lágrimas, sus súplicas no fueron reconocidas ni validadas. Casi parecía demasiado conveniente que no se viera siquiera un alma por esas solitarias calles, dándole a entender que el camino elegido no había sido en realidad al azar.

» Por favor...

Pero el hombre pasó por alto todas y cada una de sus palabras y reacciones, mientras siguieron caminando por otro rato.

Alexandra ya había dejado de gritar y ahora solo se dedicaba a llorar en silencio, sintiendo el dolor treparse por su espalda como descargas eléctricas con cada simple movimiento.

En cuanto estuvieron por salir a una calle más iluminada y despejada de casas o edificios, el hombre se detuvo en seco, haciendo que un quejido saliera de los labios de la niña, quien a su vez también se quedó quieta. Ya estaba más que resignada a seguir las órdenes silenciosas del contrario. Había golpeado tantas veces la mano que la mantenía prisionera, que su izquierda también comenzaba a doler.

Ubicación, Soldado.

Una voz, un poco rasposa y distorsionada que no pudo reconocer, se coló en medio de la noche y las pesadas respiraciones y sollozos de Alexandra. El hombre de ojos azules alzó su mano derecha y la castaña rojiza pudo distinguir algo alrededor de la muñeca enguantada, que parecía ser alguna especie de reloj o comunicador.

Entonces el Soldado habló. Un escalofrío recorrió todo el cuerpo de la jovencita al escuchar la voz neutra y despojada de toda posible emoción.

—Cien metros a la derecha del punto de encuentro.

Muy bien. Puede dejarla ir.

Después de las palabras intercambiadas, el hombre bajó su mano y posó sus fríos ojos en el rostro de la persona que llevaba agarrada del antebrazo. Él sabía que la había lastimado, pero en ese momento no era importante, solo tenía que llevarla hasta ese punto de encuentro y ya lo había hecho. Eso era todo. Sin embargo, cuando sus orbes conectaron con los verdes, algo extraño se removió en su mente, en las profundas aguas negras de lo que no podía reconocer ni rememorar.

—¿Con quién me llevas? —preguntó ella temerosa.

El Soldado no hizo nada en un principio, ni siquiera aflojó su agarre, solo se quedó observando aquellos ojos verdosos que le resultaron familiares en un segundo. Alexandra logró ver algo diferente despertarse en la mirada del hombre; parecía un destello de inseguridad, pero de la misma manera en que apreció, se fue sin dejar ni el más mínimo rastro. Entonces él la soltó de repente y con un empujón mal calculado la mandó hacia adelante.

Las cansadas piernas de Alexandra no aguantaron el movimiento brusco y cayó de rodillas al pavimento, el cual estaba húmedo por las leves lloviznas que acompañaban esa noche de luto. Fue a apoyar ambas manos en el suelo, pero la derecha que estaba lastimada no le sirvió de ayuda y terminó también con un lado del rostro sobre la acera. Se reincorporó con rapidez para girarse hacia el callejón en el que antes había estado acompañada, empero lo encontró totalmente desierto.

—¡¿Alexandra?!

El llamado lo reconoció en seguida. No sabía porqué, pero aquello no la reconfortó.

» Alexandra... ¡Oh, gracias a Dios estás bien! —exclamó el hombre, arrodillándose a un lado de ella para abrazarla por los hombros.

—Mi mamá —musitó apenas, dejándose llevar por su papá, quien la terminó de levantar del suelo para empezar a caminar.

—Lo sé —se limitó a contestar, dando ligero apretón al hombro izquierdo de su hija —. Iremos a casa, allá estarás bien, estarás a salvo —prometió.

La forma en que Alexander Pierce dijo esas palabras, incluso las palabras mismas, le parecieron surreales a la muchacha. No llevaban el peso que ella esperaba escuchar o sentir, no encontraba el consuelo que su alma ansiaba desde lo sucedido. Solo encontró al hombre que se preocupaba lo necesario, pero que nunca se gastaba de más.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó, dejándose llevar hasta las puertas traseras de unos de los tantos carros con vidrios polarizados que habían alrededor.

—Ya todo está bien, está solucionado —fue la única respuesta que recibió.

—¿Cómo? ¿Encontraron al asesino? —cuestionó esperanzada.

Buscó la mirada de su padre, pero este apenas la dejó sentada en el interior del carro, cerró la puerta y después ingresó también al vehículo para posicionarse en el asiento de copiloto.

—Después hablaremos.

En ese momento el chofer arrancó el carro.

—Pero no entiendo por qué no me contestas —insistió —. ¿Ya hay alguien arrestado? ¿Qué vamos a hacer con mamá?

—¡Silencio!

La reprimenda la estremeció y la calló de inmediato, dejándola totalmente quieta en su lugar. Cerró la boca y miró hacia la ventana, notando que se estaban alejando ya del lugar en el que la encontraron. Muchos otros carros seguían en el que ella se encontraba con su padre, de seguro para proporcionar seguridad.

Ya no sabía si volver a llorar o esta vez gritar de la frustración, pero de todas maneras se quedó estática y miró a su papá, al menos lo que alcanzaba a ver por la silla. Lo dolía notar que no parecía tan preocupado ni destruido por la muerte de Victoria, de su esposa.

Se limpió la nariz con la manga de su chaqueta y observó con cuidado su antebrazo lastimado. La muñeca derecha estaba hinchada y sentía un dolor agudo concentrado en esa zona. Apretó los labios antes de volver a hablar.

—Tengo la muñeca lastimada —susurró, pero supo que la habían escuchado en cuanto Alexander se volvió a verla.

Los ojos de su progenitor fueron a parar a la extremidad que ella sostenía con cuidado y frunció el ceño en concentración.

—¿Te duele demasiado?

Ahora no sabía si reírse, llorar o torcer los ojos, no obstante, al final decidió quedarse seria, aguantando la mirada de su padre.

—Cada vez menos —confesó con suavidad.

—Bien —aceptó el hombre asintiendo, antes de enderezarse y volver a mirar al frente —. Cuando lleguemos a casa serás revisada y atendida.

Alexandra asintió a pesar de que nadie la estaba viendo. Después de todo ya no importaba nada.

Soltó un pesado suspiro y volvió a dirigir sus ojos hacia la ventana. A pesar de estar en el mismo carro que su papá, algo no se sentía correcto. Reconocía su ciudad, pero desconocía el camino que el vehículo estaba tomando. No le sorprendió darse cuenta que ya no tenía fuerzas para luchar ni seguir preocupándose. Estaba demasiado agotada, física, mental y espiritualmente.

Era muy joven para haber vivido eso, sin embargo, la vida no perdonaba. Pensaba en su mamá, pensaba en no poder estar más con ella y eso le aterrorizaba. Hasta la simple palabra: mamá, incrustaba un cuchillo en su ya destruido corazón.

Todo era trágico, pero también resultaba ilógico.

Detestaba la hipocresía de la vida. La personas tardaban aproximadamente doscientos setenta y un días en nacer, pero podían morir en... segundos.

Cerró los ojos dejando caer su cabeza hacia el respaldo, necesitando de repente alejarse de las luces de ese mundo y entrar en la oscuridad de los sueños. Esperaba encontrar algo diferente allá.



Abrió los ojos de golpe y se levantó. Al instante se arrepintió del movimiento brusco al que se sometió y cubrió sus orbes con su mano derecha, arrugando la cara e inhalando con profundidad. Le parecía increíble que ya no se encontraba tan adolorida como esperaba.

Volvió a abrir los ojos con un poco más de tranquilidad y luego observó el lugar en el que se encontraba. El espacio estaba silencioso y pacífico. Era su habitación, aunque en realidad ya no se sentía tan a gusto estando ahí, algo faltaba. Alguien.

Se removió en su sitio sintiéndose incómoda y se trató de levantar. Sentía todo el cuerpo adormilado, como si llevara demasiado tiempo dormida. Cuando trató de sostenerse sobre sus pies, terminó sobre el suelo por completo de inmediato. El mareo había bajado un poco, recordándole a esas recaídas que tenía cuando era más pequeña, pero ahora sentía otra fortaleza rellenar su interior y comenzar a deshacerse de todo malestar.

Cambiando de idea, se sentó en el piso de madera, apoyando su espalda contra el costado de la cama. Centró sus ojos en la pared lila que decoraba su habitación y esperó a volver a llorar. Segundos después descubrió que ya no habían más lágrimas que botar.

—Es bueno ver que te encuentras mejor.

Se sobresaltó un poco, pero el resto de su cuerpo no reaccionó y permaneció en la misma posición.

» Lamento mucho de lo de mamá, Alexandra —continuó su padre, sentándose sobre el colchón de la cama, a un lado de ella. Ninguno cruzó otra mirada más que la del principio, en su llegada —. Pero vas a ver que las cosas mejorarán pronto.

La jovencita frunció el ceño disgustada con lo que escuchaba. Sus ojos se aguaron y picaron, pero ninguna lagrimo rodó por sus mejillas.

—No te creo.

Nunca le había contestado así a su papá, probablemente él ya estaba listo con la reprimenda, pero a ella no le importaba. ¿Por qué debería mostrar interés cuando él no lo hacía? Al menos no de la manera que ella había esperado antes.

—Sí lo creo y tú lo harás —sentenció, sin dejar espacio a discusión —. Muchas cosas van a cambiar, pero yo estaré allí para ayudarte en todo. Puedes confiar en mí, Alex.

Dicho eso, Alexander posó una mano en el hombro de su hija, dándole un firme apretón. Parecía como si si quisiera transmitir alguna clase de apoyo, pero la castaña rojiza solo se sintió abandonada.

Era verdad, muchas cosas cambiarían de ahora en adelante. Ella estaba desconsolada, triste, confundida y sin mamá. ¿Qué más quedaba por sentir?

Bajó su mirada a sus manos, recordando el dolor que antes la acompañaba, pero ahora era inexistente. No se sentía tan débil ni enferma, ni siquiera sabía cuánto tiempo había estado inconsciente ni si estaba en verdad a salvo. ¿Por qué ya no le dolía la muñeca cuando había estado más que segura de habérsela quebrado? ¿Por qué sentía que lo único que le quedaba hacer en esos momentos era creer en todas las palabras de su progenitor?

¿Por qué?

Sin dejar que sus pensamientos siguieran vagando, atormentándola y confundiéndola, cerró los ojos y asintió.

Asintió para confiar ciegamente en Alexander Pierce. Después de todo ese hombre seguía siendo su padre, por lo tanto se aseguraba que eso era lo correcto.






Editado.

a-andromeda

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