9.1: Fruto Prohibido
Después de la cena, Thea se hundió todavía más.
Al destino, no le alcanzaba con haberlo puesto en su camino en la Escuela. Tenía que ser el esposo de una amiga de su madre, una mujer egoísta que lo tenía todo menos corazón.
Ya se sentía bastante patética queriendo un hombre que otra había comprado antes que ella. Además, la había visto llorando por los rincones. Fantástico. Casado con una de las mujeres más despreciables del país, además.
Temió por él. Adele no era una mujer paciente y tolerante. Era cuestión de tiempo, antes de que corriera la misma suerte que sus maridos anteriores. Habían sido todos tan magníficos como él. Todos desechados por estupideces. Quién sabe dónde estarían ahora, o, siquiera, si estaban vivos.
Corrían muchas historias del Basurero. Desde contrabando de personas hasta rumores sobre experimentos médicos de dudosa ética. Las posibilidades eran miles, una más oscura que la anterior.
—Pobre mártir... —dejó escapar.
Se había reunido con una de sus amigas a tomar algo después del trabajo. Sin embargo, hacía rato que había desconectado de la conversación.
—No lo creo, Thea —le dijo Yukari.
Ella la miró con mala cara. Yukari suspiró, como si su amiga fuera una niña corta de entendimiento.
—Mira, es sencillo. Adele nada en dinero. Casi no está en su casa. Y tienen personal doméstico. ¿Cuánto crees que trabaja realmente?
Le sonrió, dándole ánimos. Tenía razón. No obstante, a Thea algo le hacía ruido. Sabía muy bien que el dinero, a pesar de todas las facilidades que ofrecía, no daba la felicidad.
—Mi padre se pasaba todo el día fregando pisos, lavando y cocinando... —continuó— Se levantaba más temprano que nosotras y era el último en irse a dormir. Pero, este chico se lo debe pasar en grande. No tiene motivos para ser infeliz.
«Pero se veía así», pensó Thea.
No había luz en esos ojos, ni sinceridad en su sonrisa de modelo. De hecho, faltaba el fuego que había notado en la feria.
—No te hagas cargo por cosas que no te conciernen. Ya podrás rescatar a otro pobre diablo en la próxima Feria.
—No me alcanza el dinero —se quejó—. Alguien se encargó de eso y ahora volví a estar a mitad de camino.
—¿Sigues sin poder ubicar tu coche?—Thea negó con la cabeza—. Yo te lo compraría encantada, es hermoso. Pero estamos ahorrando para renovar la casa.
Yukari se explayó con entusiasmo sobre todos los cambios que querían hacer. Thea agradeció la distracción, aunque el tema no le resultara fascinante.
—Ah, ¿sabes quién estaba ahí? —recordó—. Chiara Freeman.
—¿Qué hacía ahí? —Yukari arqueó una ceja— Ravenwood no la soporta.
—No lo sé... Pero incomodó a toda la mesa. —Se encogió de hombros.
—No podía esperar otra cosa. Va a terminar mal esa mujer —sentenció—. En la oficina, todas la odian.
Yukari trabajaba de recepcionista en un estudio de abogadas, de ideas conservadoras. Hablaba siempre maravillas del gobierno y se proclamaba totalmente en contra de la igualdad de derechos. Juró que nunca se casaría, porque se arreglaba perfectamente ella misma.
—Quiere retroceder siglos. Cuando los hombres eran libres, mira todo lo que pasaba. Cuántas mujeres golpeadas, maltratadas, asesinadas... Niñas que se casaban con viejos que, vaya a saber Diosa qué les harían en la intimidad. El hombre no sabe manejar la libertad, Thea. Es peligroso.
—Sí. Quizás tengas razón—dijo, fingiendo estar de acuerdo.
No tenía energías para discutir con ella, así que se mordió la lengua. Yukari tendía a ponerse agresiva defendiendo su postura.
—¿Sabes qué le pasó a Portia?
La tercer integrante del grupo había faltado a la cita. Su dulzura y humor solían darle a sus reuniones un tono distendido. Si tocaban un tema delicado, siempre las salvaba de tener debates agresivos. Era por eso que Thea ya se estaba sintiendo incómoda, a solas con su amiga.
—Jean Luc está enfermo, creo —respondió Thea.
—Lo mima demasiado —criticó la otra.
—No está mal que lo cuide.
—Terminará siendo un consentido. ¿No crees que es un poco blando?
A Thea, le parecía todo menos eso. Pero, de nuevo, discutir con ella no tenía sentido.
—Es un amor ese chico, mantiene a su esposa feliz y la casa está impecable. ¿Qué tiene de malo?
—¡Le gusta pintar! O sea... —La miró disgustada— ¿De qué te puede servir un pintor? ¿Sabes lo que cuestan los materiales? A mamá, una vez se le dio por hacer eso. Lo terminó dejando por eso mismo.
—¿Y qué? —suspiró—. Si a ella le gusta y puede pagarlo, no le veo lo problemático.
—Es una distracción —puntualizó—. Tarde o temprano descuidará lo demás por culpa de eso. Así son los artistas.
—Ya verá Portia qué hace con eso. Pero creo que las pinturas que hace de ella se encargan de mantenerla aún más feliz. ¿Las has visto?
—Basta, Thea. Deja de defenderlo. Me avergüenza, en serio —se rió.
La semana siguiente vino con una alegría: podría ver a su hermano. Aria le había encargado la asignación de habitaciones a los chicos que habían pasado el examen de ingreso al Pabellón Azul y los trámites correspondientes. Había que dar de baja su ficha en la base de datos de la Feria y hacerlos firmar una serie de contratos.
—Buenos días a todos y felicitaciones por su ingreso. Mi nombre es Galathea Sterling, estoy aquí en nombre de la directora Campbell —se presentó.
No se le escapó el hecho de que algunos se voltearon a ver a su hermano al escuchar su apellido y que, luego de eso, la miraban con más atención. Diógenes se mantuvo impasible.
—Como se les informó, se los trasladará al ala de dormitorios del Pabellón Azul. Deben saber que, a partir de ahora, tienen prohibido entrar a los Pabellones Amarillo y Verde, a menos que posean una autorización de su supervisor. Les entregaré una tarjeta de identificación, que deben llevar en todo momento. También deben registrar sus huellas digitales en la oficina de administración del laboratorio. ¿Alguna duda hasta aquí?
— ¿Por qué no nos podemos quedar en nuestras antiguas habitaciones? No tenemos nada contagioso —preguntó uno del fondo.
—Política de la Escuela —respondió automáticamente.
Su respuesta no le gustó a su interlocutor, pero se guardó su opinión.
—Si nadie más tiene preguntas, síganme, por favor.
Los guió por una puerta lateral de la construcción, que tenía una puerta con lector de huellas y un código.
—¿No debería ser suficiente con la huella digital? —quiso saber un chico.
—No, si te cortas el dedo ya no te reconocería, Gastón —le contestó otro, mirándolo como si fuera estúpido.
—Así es. Se les dará el código cuando empiecen a trabajar.
Entraron por un pasillo de piso de vinilo y paredes blancas, que parecía un hospital. Subieron por tandas hasta el quinto piso, donde se hallaban los dormitorios.
Los cuartos eran austeros, pero individuales y con baño privado. Los fue ubicando, dejando a Diógenes para el final.
—Espero que me hayas guardado el mejor —le dijo, abriendo la puerta.
—Por supuesto, vienen a servirte el desayuno a la cama y todo.
Diógenes se rió.
—¿No se supone que soy de la elite?
—Creo que salir de la lista de potenciales maridos es suficiente privilegio. —Le guiñó el ojo.
—Ni hablar. Ven, siéntate un rato. —Palmeó la cama, al lado suyo.
Thea obedeció, contenta por verlo de nuevo.
—¿Cómo se tomó Jeff lo del examen?
—Bien, supongo. Dijo que me envidiaba un poco, pero cuando le dije que tendría el cuarto para él solo, prácticamente me echó. —Sonrió ante el recuerdo— Aunque no sé cuánto le durará, hasta que le asignen a otro compañero.
Le contó que le pidió que no sea idiota y no se lleve muchas chicas. A lo que él le había respondido que se metiera en sus asuntos, mientras le golpeaba el hombro.
—Quiero confesar que estaba muy ansiosa por los resultados.
—¿De verdad?
—Estaba preocupada por ti... —Bajó la vista— No quería que terminaras como papá.
—¿Papá está...?
—Sí, se lo llevaron cuando teníamos diez años —le contó.
La partida de su padre le había quedado grabada a fuego en su memoria.
Era un día de otoño, hacía poco que habían festejado el cumpleaños de Charlotte. Thea había estado en casa de Yukari, haciendo un trabajo para la escuela. Se suponía que luego de su clase de piano, debía ir a su casa, pero la madre de su amiga le dijo que no podían ir a buscarla y se quedaría un rato con ellas.
Había vuelto a su casa tarde, después de que su madre se llevara la sorpresa de su vida. Se encontraba en su habitación cuando escuchó que golpeaban la puerta. Se asomó a la ventana. Una camioneta verde del Servicio de Regulación estaba estacionada en su puerta. Un escalofrío le recorrió la espalda. Una amiga le había contado cómo se habían llevado a su tío, unos días antes.
—Déjame despedirme de Thea —le oyó decir a su padre.
—De ninguna manera —la escuchó a su madre, en un tono que desconocía en ella.
—¡No puedes hacerle eso!
Juntó valor y salió de su cuarto. Sus padres estaban en el comedor. Dante vestía una camisa a cuadros grises y unos jeans. Su madre tenía el traje que solía usar en el trabajo. Él lucía mortificado; ella, muy muy enojada.
—¿Qué está pasando, mamá?
—Tu padre se va.
Thea lo miró. No entendía nada. Hasta el día anterior, habían estado todos bien...
—¿A dónde?
—Me voy de viaje, mi amor —le respondió Dante, con dulzura—. Ven aquí.
Su hija se acercó a él y lo abrazó fuerte. Charlotte no los dejó más que unos segundos. Agarró a Thea del brazo y la apartó con violencia.
—Suficiente —dijo—. Vete a tu cuarto, Galathea.
Su madre debía estar furiosa para llamarla por su nombre completo. Su padre se veía descompuesto.
—Te amo, mi niña —le susurró su padre.
—Yo también, papi —le respondió, las lágrimas resbalando por sus mejillas.
Una mirada de advertencia de su madre la espantó y volvió a su habitación. Escuchó cómo se abría la pesada puerta de madera que daba a la calle y el rumor de botas. No estuvieron mucho. Diez minutos después, su padre se había ido para siempre.
—¿Thea?
La voz de su hermano la devolvió al presente. La miraba con preocupación. Ella le devolvió la mirada y él le secó una lágrima con el pulgar.
—Ey... ¿Estás bien?
Thea tomó una bocanada de aire. Tenía un nudo en la garganta. Habían pasado muchos años, pero nunca lo había superado del todo. Sin pensar demasiado, se arrojó al cuello de su hermano, estrangulándolo casi, buscando el consuelo que tanto le había faltado. Diógenes le acarició torpemente la espalda y le devolvió el abrazo, sintiendo cómo se agitaba su hermana por el llanto. Al cabo de un rato, ella se relajó lo suficiente y se separó de él. Eran casi dos desconocidos, pero la sangre era la sangre, así que ninguno sintió ese contacto como algo extraño.
—La odié cada segundo después de eso.— le dijo, sonándose la nariz.
—Me imagino que sí... Papá era genial.
—Los crió él solo, ¿verdad?
—Digamos que mamá no nos quería demasiado. Creo que, si hubiera podido, nos hubiera entregado antes.—La amargura tiñó sus palabras.
—No quiero escuchar hablar de mamá— lo cortó Thea—. Háblame de Orpheo.
Diógenes se rió.
—¡Era tan insoportable! Siempre me metía en problemas. Me sacaba mis golosinas y estropeaba mis dibujos... —Soltó una carcajada.— Y me dejaba "regalos" en mi cajón...
—¿Qué clase de regalos?— Thea sonreía también.
—Cucarachas muertas y fruta podrida... Entre otras cosas.— Thea se rió— Ahhh, pero yo me lo cobraba. Cuando papá le traía algún auto nuevo, bueno, yo... le hacía algunas mejoras.— Volvió a reír recordando sus travesuras.— En fin, había algo en lo que era realmente bueno.
—Ah, ¿sí?— Thea estaba ávida de información.
—Cantaba de maravilla. O al menos, así me parecía. Era muy pequeño. Uno ve superhéroes en todos lados a esa edad, ¿no crees? —Bajó la mirada— Cuando tenía pesadillas, siempre me cantaba hasta que me dormía. Papá no podía venir a vernos por la noche. No estuvimos juntos mucho tiempo... Se fue cuando teníamos cinco. Y luego, fue más difícil hacerle frente al monstruo del armario. Papá se escapaba cada vez que podía, pero no podía hacerlo muy seguido, para que tú no te enteraras.
Una punzada de remordimiento que no le correspondía le apretó el pecho a Thea. Era, indirectamente, su culpa que a Diógenes le faltara su padre.
—Lo siento...
—No te cargues culpas que no te corresponden. Pero sí te envidio que hayas podido disfrutar más a papá. Además...—Dudó un instante y la miró, pícaro.— Hubiera sido genial tener una ayudante contra Orpheo.
Thea le sonrió, cómplice, con las lágrimas amenazando con salir de nuevo. Se moría de ganas de llevárselo a casa.
—Te veré la próxima semana— le prometió—. Cuídate.
—Tú también. Ven aquí.
Le agarró el brazo y tiró de ella para abrazarla. Le di un beso en la coronilla y la soltó. Thea dejó la habitación con el corazón liviano, olvidadas sus penas por ese momento.
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