7.3: Stephen
Luego de ser dado de alta, Stephen continuó con sus exámenes. Logró aprobar lo que quedaba, aunque en algunos no quedó tan bien parado como le hubiera gustado.
El día que abandonaría la escuela llegó por fin. Un auto del Juzgado de Paz lo trasladó hacia su nueva residencia. Lo escoltaba una oficial de la PoliFem, que se mantuvo en silencio durante todo el viaje. A él, tampoco le interesaba entablar una conversación forzada, por lo que lo agradeció.
Se dirigieron a la zona norte de la ciudad, a un barrio donde había numerosas mansiones. Sonrió de satisfacción cuando se detuvieron frente a una de ellas. La agente de Paz se identificó en el portero eléctrico y las puertas se abrieron automáticamente.
El lugar era enorme. Stephen esperaba que alguien le diera una mano con el mantenimiento. De lo contrario, se volvería loco limpiando todo el día.
Adele salió a recibirlos con una sonrisa. Se acercó hasta él y lo besó en los labios con efusividad. Stephen correspondió con mesura, un poco descolocado por la brusquedad del gesto.
—Hola, guapo —lo saludó—. Ya era hora de que te trajeran hasta aquí.
Le dirigió una mirada cargada de lascivia. Él se sintió asqueado, sobre todo porque ella no se medía delante de las otras personas presentes. Escondió su desagrado detrás de una sonrisa seductora. Le ofreció el brazo y entraron juntos a la mansión.
—Por el poder que me confiere el Juzgado de Paz, los declaro esposa y esposo. ¡Felicidades! —anunció la mujer, sonriendo.
Le estrechó la mano a ambos y, luego de entregarle todos los papeles a la recién casada, se retiró. Stephen las acompañó hasta la puerta principal y las despidió en nombre de ambos.
Recién en ese momento pudo detenerse a admirar el lujo que lo rodeaba. El recibidor tenía el suelo de mármol blanco y daba a una escalera ancha, con barandillas doradas de intricado diseño. El espacio era enorme, como si juntara diez habitaciones de la escuela. De los ventanales, entraba la luz del sol de lleno, dándole a todo un aspecto reluciente.
Cuadros abstractos, plantas exóticas y candelabros de oro y cristal constituían la decoración del lugar. Todo parecía valer una fortuna. Se sintió como un objeto más para adornar esa casa.
Volvió hasta uno de los salones, donde había firmado que sería el flamante señor Ravenwood. Esbozó una sonrisa al reencontrarse con su esposa.
Apreció su físico. Si bien era mucho mayor que él, parecía conservarse bastante bien. Sin duda, había contratado a una buena cirujana para que le disimulara las arrugas que la vida había dejado en ella. El conjunto, en general, era bastante agradable a la vista.
Por otro lado, sus ojos le parecieron fríos, calculadores. Estaba seguro de que jamás vería a su esposa como era en realidad. Algo le decía que tendría que tener especial cuidado en todos los aspectos, o terminaría mal. No le interesaba entablar una amistad, pero sí quería que su pasar por allí fuera lo más tranquilo posible.
Adele lo observó con lujuria, contenta porque por fin estaban solos. Esperaba que las habilidades de Stephen fueran tan buenas como su aspecto exterior. Se acercó hasta él para besarlo una vez más.
—Quiero estrenarte —le dijo—. Vamos a mi habitación.
Le tomó la mano y lo guió escaleras arriba. Parecía tranquila y segura de sí misma. Su agarre era firme y helado. Stephen podía sentir sus anillos clavándose en su piel. Sintió un poco de nerviosismo. Se la notaba exigente y no quería defraudarla.
Adele abrió la puerta y lo condujo hasta una cama enorme. Lo puso delante de ella y lo empujó para que se sentara en el colchón. Adivinando la urgencia, Stephen hizo un ademán para quitarse la ropa.
—¿Cuántas antes que yo?—le preguntó, totalmente inexpresiva.
Stephen frunció el ceño y se detuvo a mitad de la acción. ¿De verdad estaba preguntando algo así? ¿Eso era lo habitual?
—¿A qué se refiere, mi señora? —preguntó, desconcertado.
La mujer resopló con hastío y se le endureció el semblante. Para ser tan baja, le pareció que tenía demasiada energía. Era una persona totalmente diferente a la que lo fue a ver a la Feria.
—No te hagas el tonto. ¿Con cuántas has estado?
—Mi señora... —Bajó la cabeza.
Mentiría. Debía hacerlo. No quería ir a parar tan pronto al Basurero. No era ningún secreto que a los hombres de la escuela se los entrenara en las artes amatorias. Dichas clases, por supuesto, contaban con un módulo práctico optativo. Había mujeres que preferían muchachos vírgenes, sin mancha, a estrenar. Y había otras que preferían unas manos expertas, antes que los movimientos torpes de un chico sin experiencia. Ella le agarró la cara, clavándole las uñas largas. Lo obligó a mirarla a los ojos y el cuello le quedó inclinado hacia atrás de una forma muy incómoda.
—Escúchame, infeliz. No te atrevas a mentirme y hacerte el santo. Sé muy bien que no soy la primera —escupió—. ¿Con cuántas te has acostado antes de venir aquí?
Y como él siguió callado, lo soltó bruscamente. Se sentó en un sillón, mientras su esposo la contemplaba y reconsideraba su respuesta. Stephen no sabía muy bien cómo manejar la situación. Veía un destello de locura y ferocidad en los ojos de su flamante mujer. Un destello que había aparecido de forma brusca, impredecible.
—Necesito a alguien experimentado, corazón —le aclaró—, no me gustan los novatos. . Tu ficha decía que no eras virgen, pero en la Escuela no califican algo tan importante como tu desempeño sexual.
El joven se quedó helado. Era lo último que esperaba escuchar. Evidentemente, Adele no era una mujer que se anduviera con rodeos. Lo miró con fastidio.
—Vamos, ¡habla! Tengo que saberlo y no tengo toda la noche. Si eres inexperto, debo contratar a alguien para que te instruya un poco.
«Esta mujer», pensó, «no es de las que pierden el tiempo».
Ni siquiera para instruir a un nuevo esposo, una tierna criaturita que necesitara de la guía de una persona capacitada como ella. Se alegró de no ser esa tierna criaturita.
Stephen supo en ese momento que aquella mujer era peligrosa. Así que decidió sacar su mejor sonrisa seductora y la miró como si tuviera toda la confianza del mundo.
—Por supuesto que no —le dijo—. Si así lo desea, puedo demostrárselo ahora mismo.
Adele sonrío con satisfacción. Después de todo, parecía que había hecho una buena compra. Más le valía a aquel chico justificar todos y cada uno de los centavos invertidos en él. Después de cinco matrimonios, ella necesitaba algo más que un trofeo para mostrar a sus amigas.
—¿Cuándo fue la primera?
—A los diecisiete, mi señora —le respondió, ocultando su incomodidad.
Prefería pasar a la acción, que andar ventilando experiencias.
—¿Y la última?
—Hace un par de semanas. Considero que estoy en forma.
—Yo seré quien decida eso, querido.
Se sintió usado, aún antes de consumar el acto. ¿Qué era él? ¿Para qué lo había comprado? Él se creía más que un consolador de carne y hueso, para usar y descartar. Se suponía que las mujeres buscaban un compañero para su día a día, alguien que se encargara del hogar y de entretenerlas. En definitiva, una persona para compartir un espacio. No quería perder su humanidad en manos de nadie. Y eso era, justamente, lo que parecía que sucedería.
Cuando terminaron, la mujer abandonó la habitación sin mirar atrás. Él se quedó unos segundos más, mirando la nada. ¿Así era, entonces? No había albergado muchas ilusiones respecto a su nueva vida. Sin embargo, creyó que al principio —¡el primer día, por lo menos!— sería algo más feliz. Él era el juguete nuevo. A todo el mundo le gustaban los juguetes nuevos.
Pensar que un ángel se había presentado en su stand y se había esfumado, ilusionándolo sobre la posibilidad de una vida realmente buena. Y allí estaba él, encadenado a una mujer que daba miedo.
Se dirigió a la ducha planificando cómo haría que aquella bruja gozara lo suficiente como para retrasar su viaje al Basurero.
«Voy a matarla», pensó Thea.
En su mente, no había lugar para otro pensamiento. Estaba tan enojada que parecía que las arrugas de su frente se habían instalado definitivamente allí.
«Voy a matarla», se repetía.
¿Sería difícil conseguir cianuro? Complicado. ¿Y si dejaba la estufa a gas de la habitación abierta? No, se percataría del olor. ¿Un empujoncito en la escalera? Buena idea, pero si sobrevivía, la delataría.
¡Qué fácil sería pegarle un tiro! Aunque demasiado evidente.
La PoliFem era tan eficaz, que cualquier cosa que hiciera, por mucho que se esmerara por ocultarla, sería descubierta. Y el homicidio se pagaba con muerte, no había vuelta que darle. Ni un harén de Stephens valía la pena de ese destino.
Thea se dejó caer en su cama y se tapó la cara con la almohada. Ahogó el grito de rabia y odio que había estado conteniendo desde que se enteró del crimen que había cometido su "queridísima" madre.
Escuchó ruido de llaves. La traidora había llegado de su cena corporativa. Entonces, la joven comenzó a regular su respiración para disimular. Compuso una expresión satisfactoria frente al espejo y fue a saludarle.
La bruja estaba en la cocina, bebiendo agua, muy inocente. Cuando vio a su hija, esbozó una gran sonrisa y fue a besarle la mejilla.
—¿Cómo estás, pequeña?
«Hipócrita... », pensó Thea, mientras sonreía a su vez.
—Muy bien, ma. ¿Cómo te ha ido?
— De maravilla, es increíble el talento del chef de ese lugar. Un día te llevaré. —Le guiñó del ojo.
—Genial — respondió con un entusiasmo que no sentía.
Charlotte fue hasta su ordenador para revisar su correo. No lo demostró, pero le extrañaba que su hija todavía no hubiera dicho nada. Quizás no había encontrado nada de su gusto y no había descubierto su plan aún.
—Mamá —Thea hizo acopio de toda su fuerza de voluntad para controlar el tono—, fui a la Feria hoy.
Charlotte se cuidó de no mirarla y fingió indiferencia. Miraba sin ver la pantalla, deslizándose entre correos laborales. Por supuesto que había ido, ya lo sabía.
—Sabes que no me gusta que vayas.
«Y a mí, no me gusta que me roben», pensó Thea.
—Ya soy lo suficiente mayor como para hacerlo sin tener que pedir permiso. —Sonrío con suficiencia.
—Ya lo sé. No es como si te hubiese atado en una silla y cerrado la puerta con llave para que no vayas. —Torció el gesto en una mueca— Solo expresaba una opinión. ¿Qué tal te ha ido?
—De maravilla.
Su madre dejó de teclear, expectante. Había demasiados hombres en esa feria, como para que su hija no hubiera elegido a ninguno.
—De hecho, encontré alguien que me agradó mucho.
—Se mira, pero no se toca, ¿verdad? —respondió.
—Claro. —Se sentía a punto de estallar y la bruja lo sabía.
—Yo prefiero visitar las tiendas de ropa. Pero cada una disfruta cosas diferentes —dijo, como si nada—. En fin, eso no significa que tire mi dinero en todas las prendas que son de mi agrado.
Thea no lo podía creer. Vio con indignación cómo Charlotte evadía el asunto como si nada hubiera pasado.
—Ya basta, ¿sí?
La chica se paró al lado de ella y cerró la tapa de la máquina. No sabía de dónde estaba sacando el autocontrol que le impedía golpearla.
—Stephen me gustaba mucho, ¿sabes?
—Tiene nombre y apellido... Increíble. ¿Y? Hay muchos hombres deseables. Lo debes saber muy bien. Los ves todos los días.
Quiso volver a abrir la notebook y su hija se lo impidió, con un ademán violento.
—Yo quería ese, mamá. —Se encargó de que cada sílaba soltara un poco del veneno que tenía guardado— Y lo iba a comprar. Ahorré mucho tiempo y ese premio era ideal para completar el monto, un golpe de suerte...
—Eso es, un golpe de suerte. Sería una lástima que lo gastaras en un capricho, ¿no crees? Piensa en todo lo que podrías haber hecho con él.
Se puso de pie y la miró con dureza. Ni una pizca de remordimiento.
—Yo hago lo que se me antoje con mi dinero —le aclaró—. Y no te creas que un automóvil es lo que más necesito en este momento.
— Ajá. —Levantó una ceja— Siempre te quejas del transporte público. Yo creo que es una buena idea. Piensa que también te ayudará a ahorrar el boleto.
—¡No tenías ningún derecho a decidir por mí! —exclamó.
—¡Debo velar por ti, Galathea! Tu capricho hubiera implicado una boca más que alimentar. —Levantó un poco la voz, como si se dirigiera a una niña— Quizás tuvieras el dinero para comprarlo pero...
—¡Yo lo hubiera mantenido!
—¿Dónde, dime? ¿Aquí? ¿Lo pondrás en una jaulita, con un cuenco de agua y otro de comida? —le preguntó con desprecio—. ¡Sobre mi cadáver!
—De todos modos, ya es hora de que me mude. Solo tendrías que haberlo soportado un tiempo, mientras hacía todos los quehaceres de la casa —continuó gritando, furiosa—. ¡Y dormiría conmigo, por Diosa!
—Ningún hombre humillará a una Sterling. ¡Nunca más! —Entrecerró los ojos y le apuntó con un dedo— ¡No tienes ni idea de lo que te ahorré!
—Te odio —murmuró.
Thea dio media vuelta y agarró su cartera. No soportaba estar un segundo más bajo el mismo techo que su madre. Charlotte se derrumbó en la silla y apoyó la frente en sus manos. No podía hacerle eso a su hija. Debía protegerla. No le importaba su enojo. Ya se le pasaría.
Sin embargo, un temblor que le recorría todo el cuerpo desmentía eso. Se levantó y fue la cocina. Abrió el botiquín y sacó un tranquilizante.
— Nunca más —se dijo—. Nunca más...
— ¿Dante?— lo llamó al llegar a casa del trabajo.
Nada anhelaba más que un beso de bienvenida. Había llegado a encariñarse mucho con él. Dante había llegado a su vida sin querer y se había adueñado de su corazón.
Se extrañó de ver las luces apagadas. Quizás su esposo había salido a hacer las compras, para no molestarla.
Entonces, escuchó los golpes en la pared. Rítmicos e insistentes. Provenían de su dormitorio.
Se dirigió hacia allí, cuidando de no hacer ruido. Agradeció que su hija estuviera en su clase de piano. Se quiso engañar a sí misma creyendo que alguien había entrado a su casa.
Los golpes seguían. Frunciendo el ceño y armándose de valor, entró en su habitación. Se le heló la sangre al distinguir dos sombras en su cama, una a horcajadas de la otra. La cólera la invadió y encendió la luz al grito de:
—¡Traidor desgraciado!
Corrió hacia la cama y agarró a la mujer morena de los pelos, quitándola de en medio. La muy zorra no tenía ni una sombra de culpa en su cara. De hecho, se relamió los labios lentamente.
Su esposo, en cambio, era el vivo retrato del terror. Charlotte lo tiró, agarrándolo del brazo con más fuerza de la que se creía capaz. Le cruzó la cara con un cachetazo y procedió a golpearlo, mientras lo maldecía, a él y a toda su ascendencia.
Entretanto, la desconocida se escabulló para no volver. Charlotte ni se percató, y tampoco le importaba. A saber qué había hecho el miserable de su esposo para seducirla y llevarla a su cama (¡la que compartían ellos!).
Dante tardó en reaccionar. Lucía perdido y eso la ofuscaba más. ¿Tan a gusto había quedado que había quedado lelo?
—¡Puedo explicarlo! —suplicó Dante al recobrar el control, mientras se defendía de los continuos golpes, la cara desfigurada por el pánico.
—¡No hay nada que explicar! —rugió su esposa— ¡Está todo más que claro!
—¡Me amenazó! Ella me...
—¡¿Crees que soy estúpida?! —lo cortó— ¡FUERA DE MI VISTA!
—Por favor, mi amor, cálmate... Puedo explicarlo, por favor... No me entregues— rogó, con la voz cada vez más apagada, porque sabía que era inútil.
Obtuvo una bofetada por respuesta, que lo tomó desprevenido, haciéndolo tambalear.
—¡No te atrevas a llamarme así, basura! ¡He dicho que te vayas!
—¡Escúchame! —pidió, la mirada baja y haciendo un gran esfuerzo para no romper en llanto ahí mismo.
Se arrodilló ante ella. Lo obligó a levantarse tirando de su cabello.
—Ponte decente —le ordenó ella, de repente, con frialdad—, porque vendrán a buscarte. No me avergüences más.
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