6.2: Un poco de suerte
—Oficina de Aria Campbell —dijo al descolgar el teléfono.
—Buenas tardes, habla el doctor Rider. Quería informarle que ya están las listas de los ingresantes.
Thea se sintió otra vez carcomida por la ansiedad. Tuvo que esforzarse mucho para disimular lo que sentía y sonar profesional e impersonal.
—De acuerdo, se lo haré saber.
Más tarde, supo que su hermano había pasado, junto con otros treinta y dos ingresantes. El examen, seguramente, habría sido difícil, ya que constituían el 12% de los aspirantes al ingreso. Ahora, sólo tenía que esperar una semana más para verlo. Dejó de sentirse ansiosa. Su mente ya se había enfriado bastante pues, ¿qué era una semana, comparada con los veintidós años que había pasado sin verlo?
Estaba tan feliz, que jugó un billete de lotería al salir del trabajo. Era la primera vez que hacía algo así, pero sentía que la suerte estaba de su lado y había que aprovechar. Pocas veces se había sentido tan optimista como en ese momento.
Unas horas después, ya en la comodidad del hogar, se sentó a mirar las noticias en la televisión con su madre, después de la cena. Justo cuando iba efectuarse sorteo de la lotería, le dieron ganas de ir al baño.
—Mamá, ¿podrías anotar los números, por favor? —le pidió.
Su madre levantó una ceja sorprendida, la única señal de que la había escuchado. No le gustaba que su hija malgastara su dinero en ese tipo de cosas, pero no le costaba nada hacerle el favor.
Thea aprovechó también para lavarse los dientes. Se acostaría un rato después. Cuando llegó a la sala de estar, el programa ya había acabado.
—Toma —le dijo Charlotte, extendiéndole el papel.
Con tranquilidad, comprobó uno por uno los números. No creía que fuera acertar más de un par de ellos. Sin embargo, los ojos se le abrían cada vez más, a medida que los deslizaba por el papel: uno a uno, fueron coincidiendo. Tanta alegría se le acumuló en el pecho y explotó:
— ¡¡ AAAAAAHHHHHH!! —chilló, fuera de sí, abrazando su madre y dando saltitos—. ¡Gané! ¡GANÉ!
Su madre reía con ella, compartiendo la euforia.
—¿De cuánto era el premio?—preguntó, ya pasada la sorpresa.
—Creo que eran unos $ 40.000 —respondió, con una sonrisa radiante.
—Eso excede el límite de tu cuenta bancaria, creo.
Su hija relajó un poco la cara. Tenía razón. Ella poseía la cuenta más económica, dados sus ingresos, por lo que no podría depositar el premio allí. Con los ahorros que tenía, más su sueldo habitual, se excedía del límite.
—Ay... ¿Mamá, puedo usar la tuya?—le rogó.
—¿Por qué no? —Charlotte sonrió—. Tienes la extensión, así que no tendrás problemas.
—¡Gracias! —La abrazó y con el corazón saltando de alegría, exclamó—. ¡Voy a casarme!
Y salió corriendo a su habitación, tan feliz e inocente, que no advirtió la mueca reprobatoria que cruzó fugazmente el rostro de su madre.
«Sobre mi cadáver, hijita mía», pensó con rencor.
No hacia Thea, si no hacia hombre que le arrebataría a su pequeña.
Un mes después, Thea se encaminaba hacia la feria de Apolo, con la firme convicción de que, al final del día, estaría comprometida. Rogó al cielo que el misterioso Stephen, que se le había aparecido en sueños un par de veces más, aún estuviera disponible.
En la fila de la boletería, se encontró con una vieja amiga de su madre, Adele Ravenwood. Era una mujer de cincuenta y seis años, cabello color ciruela, ojos azul claro y tez pálida. No tenía ni una sola arruga, gracias a numerosas cirugías. Su mirada era fría y calculadora con todo el mundo, sobre todo con la gente joven. Su alto cargo en la legislatura le había conferido tal aire de superioridad, que a Thea le parecía insufrible. Aún así, esbozó su mejor sonrisa cuando Adele la miró.
—¿Así que tu madre te ha consentido? —le preguntó, con su voz aguda y molesta, un momento después.
A pesar de ser casi veinte centímetros más baja que la muchacha, la miraba con la nariz levantada.
— Ya soy mayor de edad —puntualizó, sorprendida con aquel tono descortés.
—No puedo creer que lo apruebe —dijo Adele.
—Pues me lo he ganado —replicó.
—¿Y qué has hecho, Galathea? ¿Una venta de garaje? No creo que el sueldo de tu madre alcance para permitirse semejante capricho.
Thea enrojeció indignada, pero mantuvo la calma.
—Ella no pagará nada. Además, usted parece tener los mismos caprichos que yo —observó, levantando una ceja—, sino, no estaría aquí, ¿verdad?
—Muchacha insolente —masculló, dándole la espalda.
La joven decidió ignorarla. No iba permitir que esa amargada le arruinara la felicidad.
Lo primero que haría sería buscar a Stephen. Una vez hecha la compra, recorrería la feria con tranquilidad. No era tan propensa a cambiar de opinión como Portia. Sabía que no se arrepentiría.
No tuvo que caminar mucho para encontrarlo. Sintió un profundo alivio al verlo. Con mucha más determinación que la primera vez, se acercó al stand. Se alisó la blusa, respiró hondo y lo encaró.
— Buenas tardes, caballero —lo saludó, con una sonrisa cargada de seguridad—, ¿cómo se llama?
No le cabía la menor duda de que no la recordaba. A Stephen, le gustó lo que veían sus ojos. Cruzarse a la muchacha suponía un cambio de aire, respecto a las señoras que solían visitarlo en su puesto.
Esbozó su mejor sonrisa de galán, de esas que hacían que las damas buscaran con desesperación la billetera en la cartera. No esperaba mucho, aquella chica no parecía que tuviera mucho dinero y él estaba muy bien cotizado. Aún así, pretendía divertirse un rato con ella.
—Stephen Larson, a su servicio. ¿Desea tomar algo o le facilito el catálogo?—le preguntó con unos modales exquisitos.
Optó por lo primero y se sentaron en un sillón amplio. Thea sentía mariposas en su estómago, una revolución que la hacía estremecerse. Lo tenía enfrente, al fin. Y era mejor de lo que recordaba, un sueño hecho realidad.
—¿Cuántos años tienes, Stephen?
—Veinticuatro, cumplidos hace muy poco. Disculpe mi atrevimiento, pero intuyo que usted es más joven que yo.
—Así es, tengo veintidós. —Sonrió.
Mientras hablaban, otro de los hombres le entregó a la chica la ficha de Stephen. Ella leyó, sin parar de conversar. Habilidades domésticas decentes, al igual que su perfil académico; pero, sin dudas, destacaba en los deportes.
—Aquí dice que has estado en el equipo de atletismo de la Escuela. Cuéntame algo sobre eso —solicitó.
Stephen se enderezó y alzó la cabeza, con orgullo.
—Así es. Es una disciplina que disfruto mucho. Considero que un buen estado físico es primordial para cumplir con mis obligaciones maritales —le dijo—. Estoy entre los mejores de mi generación. Sigo entrenando, de hecho, aunque ya no pueda competir.
—¿Y cómo te llevas con los deportes de equipo? ¿Te gustan?
—No mucho, la verdad —se sinceró—. Prefiero trabajar solo. No me gusta depender de los demás. Si tengo que hacerlo, lo hago; pero si puedo elegir, no.
—Ah, pero dependerás de tu esposa —le hizo notar.
—Eso entra en la categoría de "No tengo opción" —se rio, contagiando a Thea.
—Es lo que hay —concordó.
El hombre contestaba sus preguntas con franqueza. No se consideraba muy bueno en las labores domésticas y se lo hizo saber, sin rodeos. Ambos se sentían muy cómodos en presencia del otro.
Thea pensó que, de tanto sonreír, se le acalambraría algún músculo de la cara, pero no podía dejar de hacerlo. Se sentía como en un sueño, algo que ella creía que pasaría dentro de muchos años. Y, sin embargo, allí estaba ella frente al hombre de sus sueños.
—¿Qué tipo de hogar te gustaría, si pudieras elegir?—continuó.
Solía manipular un poco la verdad, en pro de tener una buena imagen frente a sus posibles esposas. No obstante, algo en ella lo motivó a responder con sinceridad.
—Algo que no me demande demasiado trabajo. Quizás un departamento de tres o cuatro ambientes en la ciudad —respondió con cautela—. Preferentemente, sin niños. Claro que si mi esposa lo deseara, yo me haría cargo de eso —se apresuró a decir.
Se reprendió mentalmente. La sinceridad tenía un límite, y lo había sobrepasado. Esperaba que la chica no tomara represalias.
—Si tu esposa fuera muy autoritaria... —comenzó a preguntar.
«Así que le gusta jugar con fuego», pensó alarmado.
Quizás era hora de comportarse como le habían enseñado. Su semblante se volvió serio, de repente. Un velo cayó sobre sus ojos, volviéndolos inexpresivos.
—No me comprometa, señorita —la cortó suavemente.
Pero ella no estaba dispuesta a dar el brazo a torcer. Era un asunto importante, más importante que una cara bonita y un cuerpazo. Tenía que saberlo.
—Llegado el caso de que ella te tratase de imponer una idea equivocada, ¿qué harías?
Stephen clavó sus penetrantes ojos ambarinos en ella. No eran los de alguien que se doblegaría fácilmente a los deseos de otro. Mas él sabía muy bien cuál era su lugar, por más que lo odiara.
—La aceptaría sin quejarme. — «Como nos han adiestrado», agregó mentalmente—. No nos corresponde a nosotros emitir juicios de valor.
Thea se le acercó más de lo que permitía el decoro y le susurró al oído:
—No voy a hacerte nada malo si me respondes esto con sinceridad. Si te diera libertad para decirme lo que opinas de algo, ¿tendrías el valor suficiente para ser mi consejero?
Él se quedó pasmado con la pregunta. Cuando la chica se apartó un poco, la estudió con detalle. ¿Libertad? ¿Consejero? ¿Realmente era posible? La idea de que esa cara bonita que estaba frente a él viniera con una pequeña dosis de locura, se le cruzó por la mente. Prefería pensar eso, antes que ilusionarse con sus promesas.
—Por supuesto —contestó enseguida, susurrando con convicción.
Thea sonrió y se acomodó en su asiento. Volvió a mirar la ficha. Aquel hombre valía más de doscientos mil. Si no hubiera ganado el premio, con sus ahorros habría sido imposible. Sin agregar nada más, se dirigió a la encargada.
Stephen la siguió con la vista. Le parecía una chica inteligente y bonita, a pesar de sus raras ideas. Si no conociera a las mujeres, hasta le habría creído eso de la igualdad dentro del matrimonio que le había planteado. Por donde mirara, aquella sería la mejor propuesta que recibiría jamás. Casi se permitió sentirse agradecido. Y, entonces, escuchó algo que echó por tierra sus ilusiones.
—Lo siento, señorita Sterling, pero el saldo de su cuenta es insuficiente para realizar esta compra —le informó la encargada, en tono monocorde—. ¿Tiene, acaso, otra tarjeta?
—Debe haber un error —dijo Thea, sintiendo como se le helaba la sangre.
—Llame a su banco, si desea confirmarlo —sugirió, condescendiente.
Meneó la cabeza. No era la primera vez que una joven mujer sin recursos pretendía estafar al Estado.
Stephen la miró iracundo. Odiaba que jugaran con él. Había tenido razón, estaba loca.
—Por supuesto que lo haré—exclamó Thea, marcando el número—. Hola, quería verificar el saldo de mi cuenta... Es imposible, hice un depósito de más de cuarenta mil hace dos semanas. ¡¿Cómo que lo han extraído?!
Un sentimiento de desesperación comenzó a dominarla. Su dinero no estaba. Era imposible. La única persona habilitada para hacer extracciones de esa cuenta, aparte de ella, era su madre.
«No, ella no sería capaz... », pensó.
Tratando de aparentar serenidad, preguntó para qué había sido utilizado, y le dijeron que había sido depositado en la cuenta de una concesionaria de autos el día anterior. Thea estaba en shock. Un auto. ¿Para qué querría un auto, si su madre ya tenía uno? Aquello no podía estar pasándole.
—¿Todo en orden, señorita?—le preguntó la encargada, impasible.
Thea suspiró con esfuerzo y miro al hombre de sus sueños, desolada. Stephen comprendió. Se encogió de hombros, sin pronunciar palabra.
—Sí, ha ocurrido algo y... —De repente, cayó en la cuenta de que no tenía por qué dar explicaciones—. No importa. Disculpe las molestias. — Y, dirigiéndose a Stephen, agregó—. Lamento haberte hecho perder el tiempo. Fue una charla muy agradable.
Salió del stand, sin despegar la vista del suelo. Stephen llegó a tomarla del brazo un instante. La miró, tan apenado como ella. Ella lo apartó con suavidad. De pronto, recordó la ficha y se la pidió a la encargada. Copió el número de identificación del hombre y se la devolvió.
—Arreglaré esto —le dijo en voz baja, al pasar junto a él.
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