5.2: Un regalo, una compensación

          

—Tengo algo para ti, Aria —dijo apenas la vio la mañana siguiente.

No perdió tiempo en charlas preliminares y fue directo al grano. Ella estaba ansiosa como si el regalo fuera para ella. Mientras se acercaba a su jefa, extrajo con cuidado el paquete de su cartera. Se paró bien derecha y cuadró los hombros.

—Entrega especial del Sr. D'Anglars —le informó en tono solemne.

—¿D'Anglars? —preguntó, desenrollándolo—. Oh...

Se llevó una mano a la boca, mientras sostenía la hoja con la otra, temblorosa. Los ojos se le llenaron de lágrimas al leer lo que había escrito su hijo. Tomó el pañuelo de papel que le tendía Thea, sonriendo agradecida.

—Pequeña mía, no sabes lo feliz que me ha hecho esto —dijo, dándole un fuerte abrazo—. ¡Gracias! ¡Muchas gracias! Cuando necesites algo, no dudes en pedírmelo. Lo que sea.

—Cualquier cosa por ti, Aria. Quieren que vayas a visitarlos.

—Diles que cuando quieran.

—¿Por qué no se lo dices tú misma? —sugirió Thea, anotándole el número en un papel.

Dos días después, el Dr. Elliot llamó al despacho de Aria. No hablaron mucho. Acordaron la fecha para el examen de los aspirantes del Pabellón azul, entre los cuales se hallaba Diógenes. La directora se aseguró de que Thea tuviera la oportunidad de verlo con sus propios ojos antes del examen.

—Thea —la llamó por el comunicador—, ven a mi oficina, por favor.

Ella se preguntó qué podía necesitar que precisara verla personalmente. Tocó la puerta, a pesar de que estaba entreabierta.

—Adelante.

—El Dr. Rider me ha pedido que le haga llegar a los estudiantes unos papeles antes del examen. Como no confía en las encargadas del edificio, me pidió que asignara a alguien digna de mi confianza. Hay que conservar la virtud de esos jóvenes, sobre todo en la etapa que están pasando.

—No te sigo...

—Las hormonas, Thea. Están muy sensibles— dijo enarcando las cejas—. Hay que conservarles sin mancha hasta la Feria.

—Oh, claro. —Se sonrojó.

—Así que te he elegido a ti.

Lo conocería, por fin. No podría estar más feliz. Empezó a sentir un revuelo en su estómago por la ansiedad.

—¿Cuándo...?

—Cuando tengas tiempo.


Thea puso todo en orden al instante y salió de su oficina rumbo al Pabellón Azul, que se encontraba en la planta baja de uno de los edificios que circundaban la torre.

Se sorprendió al llegar. Era horario de clase, por lo que estaba casi desierto. Las aulas se hallaban en los pisos superiores. Un par de hombres vestidos con guardapolvos blancos se cruzaron con ella. Los miró con seriedad sin saber qué hacer. ¿Debía saludarlos cortésmente, o mirarlos con altanería y seguir su camino? Lo primero iba más con ella.

—Buenas tardes —les dijo con una leve inclinación de cabeza.

Ellos respondieron con una breve inclinación de cabeza. Thea paseó la vista por el hall, buscando algún cartel que indicara a dónde tenía que ir exactamente. Como no encontró ninguno y los hombres seguían allí, decidió encararlos nuevamente.

—Disculpen. ¿Podrían indicarme cómo llegar al Pabellón Azul, por favor?

Su tono dulce, su sonrisa y su humildad dejaron perplejos a ambos. No estaban acostumbrados a tal trato viniendo de una mujer. Sintieron simpatía de inmediato.

—Nosotros vamos hacia allá. Con gusto, la guiaremos.

El que hablaba era un muchacho rubio de veintitrés años y ojos azules. Tenía rasgos anglosajones y era un poco más bajo que Thea. El otro era moreno y de ojos oscuros, de rasgos mediterráneos y piel trigueña, un poco más alto que ella. Ambos eran muy agradables a la vista. Se colocaron uno a cada lado, como si fueran guardaespaldas. El silencio se le hizo muy incómodo, por lo que trató de romper el hielo.

—¿Ustedes forman parte del Pabellón?

—Solo somos aspirantes —respondió el rubio, que se llamaba Sean—. Olvidamos entregar la solicitud y vamos a averiguar si aún estamos a tiempo.

Habló con él hasta que llegaron. Se notaba que era un joven muy sociable. No tardó en olvidarse de las reglas de etiqueta vigentes. El otro, Noah, era más reservado: solo hablaba cuando se le preguntaba algo y respondía casi exclusivamente con monosílabos.

Al llegar a destino, Thea se dio un festín con los ojos. A excepción de la recepcionista cuarentona, que le recordaba a un gato persa, el hall de entrada estaba lleno de presencia masculina. Todos estaban de blanco inmaculado. La chica miró con una ceja levantada a Sean.

—¿Aspirantes a qué, me has dicho?

—A un cargo del laboratorio, ¿qué creías...? —Se detuvo en seco al contemplar la expresión reprobatoria de la recepcionista—.  Que tenga un buen día, señorita Sterling.

Noah inclinó la cabeza y lo siguió. La muchacha se dirigió lentamente hacia el escritorio, intimidada por la mujer que había detrás de él

—Vengo de parte de la directora—le informó—. Busco al Dr. Rider.

Entonces, la empleada lo corroboró en el sistema. Le pidió a Thea que colocara su pulgar en un lector de huellas y que firmara el registro. En ningún momento, se le borró la expresión severa que tenía. La chica entendió por qué ocupaba ese puesto. Ni ella se acercaría a ningún hombre, ni ellos osarían acercársele más de lo necesario.

—El doctor la recibirá —dijo con voz monocorde— por allí.

—Gracias.

Tocó con suavidad la puerta. La voz que había escuchado por teléfono se hizo audible desde el otro lado.

—Pase.

En cuanto la vio, se puso de pie, se le acercó y estrechó su mano con la de ella. Su agarre era firme, lleno de confianza.

—Encantado de conocerla, señorita Sterling.

—El placer es mío, doctor.— respondió educadamente.

Elliot Rider no era el anciano que ella esperaba encontrarse. Apenas rondaba los cuarenta. Más de una mujer lo hubiera comprado, de eso estaba segura. Le llevaba media cabeza, tenía el cabello cortado al ras y ojos azul claro. Era más corpulento de lo que esperaba de un erudito y tenía un par de kilos de más acumulados en el abdomen. Su rostro afable tenía algo de paternal que la hizo sentirse cómoda al instante.

—Debes entregar una carpeta a cada uno de los aspirantes. En la lista, están los nombres con sus respectivas habitaciones —le explicó—. Todos se alojan en el edificio de enfrente. Hay letreros, no te perderás.

—De acuerdo.

—Diles que tiene que estar listo dos días antes del examen, que será dentro de quince días.

Ella asintió en silencio.

—Eso es todo —concluyó, poniéndose de pie y acompañándola hasta la puerta.


Cuando volvió a la recepción, sintió que era sometida a un minucioso examen por parte de, al menos, diez pares de ojos. Con un poco de incomodidad que se cuidó de no mostrar, salió de ese lugar. Su madre se habría sentido defraudada si se hubiera enterado de que se había sentido intimidada por el exceso de testosterona del Pabellón.

No tuvo problemas en el otro edificio. Siguió los carteles y fue entregando carpetas. Los chicos la atendían en la puerta, con respeto. La hicieron sentir treinta años más vieja. Dejó a Diógenes hasta el final, para estar más tiempo con él. Aria le había dejado el resto del día libre y quería aprovecharlo al máximo.

Nada la había preparado para el espectáculo que estaba por presenciar.

Estaba en el tercer piso, dirigiéndose a la habitación 351, cuando un grito salvaje resonó en el pasillo. Lo siguió un rumor de varios pies que se acercaban y un coro de risas masculinas. Se quedó helada, aplastada contra la pared y aferrando la carpeta de su hermano contra el pecho. Por el pasillo, se aproximaban corriendo cuatro hombres vestidos apenas con unos jeans gastados, huyendo de dos más jóvenes. Thea no vio a los últimos, pero apreció las horas de ejercicio que tenían encima los que estaban frente a ella.

—¡Devuélvanme la ropa!— gritó uno de ellos, con voz chillona.

Los mayores se detuvieron en seco al darse cuenta de que Thea estaba allí. Dos de ellos se llevaron las manos a la espalda, para ocultar lo que llevaban, como si fueran niños atrapados en un envase demasiado grande. Ellos la miraban con un poco de temor y ella hacía su esfuerzo por permanecer seria en esa situación.

—Lucas, te juro que... —amenazó el otro de los jovencitos, que seguían ocultos a los ojos de la chica.

El aludido, un moreno alto y ancho como un oso, sostenía la ropa interior y el pantalón del que había gritado. La joven se mordió el labio, para contener la risa que le provocaba el grupo, que miraban alternadamente a Thea y a los chicos. Entonces, una mano agarró el brazo de Lucas.

—Mi ropa, ¡ahora! —le exigió.

Y Thea lo vio. Enseguida deseó que la tierra se la tragara allí mismo. ¿Quién la había mandado a ir a ese lugar? ¿Cómo había cometido semejante locura? ¿Es que nadie podría haberle advertido de lo que iba a presenciar? Sintió que se le sonrojaba hasta el pelo.

El chico apenas llevaba una toalla cubriéndolo, que en la violencia de sus movimientos, había caído al piso, exponiéndolo cual Diosa lo había traído al mundo. El otro chico había atinado a agarrar la suya, antes de correr la misma suerte. Los cuatro restantes se desternillaban de risa por la broma, que les había salido mejor de lo que esperaban.

Rojo a más no poder, el chico volvió a cubrirse torpemente y le arrebató la ropa a Lucas. Thea apartó la vista de él y la clavó en el grupo que lo precedía. Compuso una expresión reprobatoria que su madre hubiera aplaudido. Agradeció que ninguno de ellos fuera su hermano.

—A vestirse, ¡ahora! —les ordenó, haciendo un esfuerzo por mirarlos a los ojos, y, dirigiéndose a los demás—. Desaparezcan de mi vista o me encargaré de que los envíen al Basurero hoy mismo.

Era imposible que eso sucediera, pero rogó que ellos no lo supieran. Todos volvieron por donde habían venido, atropelladamente.

"¡Pero qué vista!", pensó, admirando aquellos cuerpos esculpidos. Entonces, con la cabeza más fría, se echó a reír. Portia lloraría cuando se lo contara. Esas expresiones al escuchar la palabra Basurero eran un poema.


No había borrado su sonrisa cuando golpeó la puerta de la habitación que buscaba. Tenía la mirada brillante y el rostro sonrojado. No fue Diógenes quien abrió la puerta, sino uno de los amigos de Lucas.

—Vaya, mira con quién me vengo a encontrar —dijo ella, con expresión maliciosa.

—Yo, eh... Discúlpeme, señorita.... eh— se excusó tartamudeando.

Ella le sonrió y le preguntó por su hermano. Aquellos eran los ojos más oscuros que había visto. Se sintió un poco incómoda, eran demasiado penetrantes.

Diógenes estaba recostado en su cama, leyendo un viejo libro de física que había rescatado de un polvoriento estante de la biblioteca. Sabía que el examen se acercaba y quería estar preparado. El pase a la libertad... Había puesto todas sus esperanzas en ello.

Le costaba concentrarse esa tarde. Su compañero de cuarto, Jeff, había pasado los últimos cinco minutos contándole lo que le habían hecho a Dimitri y a David, y que una chica muy presuntuosa los amenazó. Mujeres, ¿qué se creían?

—Estaba muy buena, amigo —le había dicho, al terminar.

Y ahora, tocaban la puerta. Estaba por soltar un par de improperios, cuando escuchó una voz femenina. Supuso que era de esas empleadas acosadoras, que pretendían usarlos para pasar un rato divertido. Esperó que no fuera la misma de esa mañana. Lo había pasado muy bien, pero no podía dejarse estar con el estudio. ¿Acaso nunca tenían suficiente?

Jeff interrumpió aquella línea de pensamiento.

—Te buscan, amigo —le informó, dando un paso al costado.

A Diógenes, se le cayó el libro al piso, al incorporarse bruscamente. Esa no era la insaciable Caroline. Tampoco era una de sus amigas. De hecho, no la había visto jamás en su vida. Sin embargo, su rostro le sonaba de algún lado.

—Guau, parecen hermanos —soltó Jeff.

—No lo he visto nunca —se apuró a decir Thea.

—No la conozco —dijo Diógenes, al mismo tiempo, impasible.

El chico los miró. Definitivamente, algo allí había. Se sintió fuera de lugar, así que se excusó y se fue.

—¿Puedo cerrar la puerta?—preguntó Thea.

Recibió un leve asentimiento por única respuesta.

En cuanto hizo un click, a la chica se le vinieron encima todos los nervios. Mejor dicho, la aplastaron. Su corazón, hacía un segundo tranquilo, se desbocó. Se apoyó en la puerta, sin apartar la vista del suelo. Diógenes, preocupado, se acercó a ella y la guió hasta la cama, haciéndola sentarse.

—¿Se encuentra bien, señorita...?

—Galathea —respondió sin mirarlo—, Thea para abreviar

—¿Y qué la ha traído hasta aquí?

Ella le entregó la carpeta con todos los papeles y repitió todo lo que le había dicho Rider. Primero, lo primero.

—De acuerdo —dijo él—. Gracias.

Los nervios habían remitido un poco. Sin embargo, ella no sabía cómo abordar el tema que realmente la había llevado hasta allí. Sin ser consciente, tomó la mano de su hermano y la apretó apenas. Él la miró interrogante, con cara de póker.

Creyó que, después de todo, quizá sí era como Caroline y le solicitaría sus servicios. Thea no se atrevía a mirarlo, por lo que él le giró el rostro para verle mejor la cara. Intentó un avance sutil. Entonces, su hermana le apartó la mano, dejándolo confundido.

«Nunca saben lo que quieren... », pensó. Frunció el ceño.

—¿Te sientes bien?

Se preguntó, algo fastidiado, qué le estaría pasando a esa chica. Por lo general, las que buscaban su compañía eran más directas. No había razones para fingir nada una vez se cerraba la puerta.

Cuando ella por fin levantó la vista, se dio cuenta de que ella no quería seguir por el lado que él creía. Se veía que estaba abrumada por algo.

—¿Thea?

—Estoy bien, Diógenes —le respondió.

Respiró hondo y, por fin, lo miró a los ojos. Sonrió con ternura, mezclada con tristeza.

—De hecho, estoy feliz de estar aquí —continuó—. ¿Sabes quién soy?

—¿La secretaria de Rider? —aventuró, rascándose la cabeza.

No sabía qué esperaba de él.

—En realidad, no, aunque trabajo aquí. Pero, más allá de eso, ¿no notas nada que te llame la atención?

—Eh...

—Para ser tan inteligente, la verdad es que dejas mucho que desear —le recriminó, juguetona—. ¿Algún parecido? ¿No te suena mi cara de algún lado?

—Quizás... —La miró resentido, no le gustaba que se burlaran de él.

—Pues yo te veo cada vez que me miro al espejo. Bueno, casi —Se rió al verle la cara—. No estoy loca, Diógenes.

—Pruébamelo.

—Uf... ¿Sabes algo de tu familia? —le preguntó, tratando que dedujera a dónde quería llegar.

Ahora sí que estaba confundido. Familia... ¿Qué era eso? Sólo una relación consanguínea con tus progenitores y tus hermanos, un puñado de genes en común. ¿A quién le importaban esas cosas?

—Sólo conocí a mi padre y a mi hermano Orpheo, que está aquí, o estaba, nunca volví a verlo. Mi madre, no lo sé, no la veo desde que era un bebé, así que es imposible que la recuerde.

Y había alguien más, a quien le debía el haber vivido recluido en una habitación los primeros años de su vida. Pero no le iba a confiar esas cosas a una extraña.

—De modo que nunca te han hablado de mí— concluyó Thea, la sonrisa ya ausente—. No me extraña... Yo tampoco sabía de la existencia de ustedes, hasta hace un tiempo.

Thea hizo un soberano esfuerzo por controlar la ira que bullía bajo su piel. Su hermano no tenía que ver esa parte de ella.

—¿Jeff tenía razón? —Y él que pensaba que su amigo era un Neanderthal sin remedio— ¿Eres mi hermana?

Por años, la había odiado. Sin embargo, con el correr del tiempo había llegado a entender que esa niña no tenía la culpa de lo que había decidido su madre cuando ella nació. Thea se veía tan inocente y feliz por verlo, que prefirió no decirle esa parte oscura de la historia familiar. Después de todo, ella no tenía ni idea de su existencia hasta hacía poco.

—¡Aleluya! —exclamó ella, elevando las manos al cielo— Has tardado bastante. Me pregunto si no estarán falsificados esos documentos...

—Más respeto, Galathea —la cortó con cara de pocos amigos—. Me ha costado lo suyo. Esas calificaciones son mías.

—Bueno, bueno...— Levantó las manos en señal de rendición —Te diré más...

—¿Qué, también soy tu prometido? —Y le tocó a él reírse.

Se sonrojó al recordar lo que había pensado que ella quería de él. Se sentía un maldito pervertido. Además, un incesto, nada menos. ¡Qué horror! Y él ni siquiera hubiera podido imaginarlo.

—Ja, ja, no, tonto —dijo, risueña—. Eso está prohibido. Ambos estuvimos bastante unidos al principio. Incluso, desde antes de nacer. Soy tu gemela...

—Melliza, a lo sumo —le corrigió—. Los gemelos siempre son del mismo sexo. —Suspiró— Esto es increíble. ¿Me sacarás de aquí?

Le dolió que pusiera tantas esperanzas en ella, que no podía hacer nada.

—Eso solo depende de ti— le aclaró—. Debes aprobar ese examen. Si estuviera en mis manos, ya te hubiera sacado de aquí.

—Ah. —Bajó los hombros, desilusionado.

—Sé que puedes lograrlo —lo alentó—. He visto tus calificaciones. La directora cree que te irá muy bien.

—¿Sí? —Arqueó una ceja—. ¿Desde cuándo le importamos a esa vieja arpía?

Ahora, era Thea la que estaba sorprendida.

—¿La conoces?

—No mucho, pero es lo que todos pensamos.

—Pues, te equivocas. Gracias a ella, yo estoy aquí.

—Lo mismo digo.

—No es su culpa que te trajeran aquí. Esa fue mamá.

—Otra zorra... —sentenció con amargura.

—En eso, no estás tan errado... —le concedió—.  ¿Te tratan mal aquí?

—No, de hecho lo pasamos bastante bien —se sinceró—. Siempre y cuando sigas las reglas.

—¿Entonces?

—No somos libres —contestó—. Solo he salido de aquí para ir a exhibirme como un animal de feria. Quizás para ustedes sea normal, pero para nosotros no. Es muy duro estar encerrado, mientras ustedes corretean por los campos, como si nada las atara.

Apretó los puños con fuerza y miró fijamente el piso. Su indignación era similar a la de todos los alumnos de la Escuela.

¡Mujeres! ¿Qué se creían que eran?

—Yo no soy una mascota, hermanita —le dijo con odio.

—Por supuesto que no. Es un tema delicado. Yo también estoy en contra del sistema —le dijo—, pero no podemos hacer nada. No somos nadie.

Diógenes exhaló aire con frustración. Apoyó la frente en sus manos.

—No veo la hora de salir de aquí.

—Lo sé.

Le acarició la espalda, esperando que se tranquilizara. Luego, lo estrechó en un abrazo. Fue algo tan natural y a la vez tan extraño... Ambos se preguntaron qué hubiera pasado si no los hubieran separado.

Pasada la angustia, se pusieron a hablar de sus respectivas vidas. Dos horas después, golpearon suavemente la puerta.

—¿Quién es?— preguntó sin abrir.

—Jeff...

—Pasa.

Él entró y vio a Thea. La habitación estaba en orden y los dos se veían limpios y arreglados. Le pareció de lo más extraño, con todo el tiempo que les había dado.

—¿Sigue aquí? —murmuró.

—Te presento a mi melliza, Jeff.

—¡Lo sabía! —exclamó, apuntando con un dedo acusador.

Thea garabateó su número de teléfono y su dirección en un papel. Se lo entregó a su hermano.

—Guárdalo. Si necesitas algo, ya sabes dónde encontrarme. Ah...—Miró a ambos varones—. Yo nunca entré a esta habitación y no soy más que una empleada, ¿comprendido? Si no, vayan planeando lo que harán cuando los envíen al Basurero.

—¿Y qué me dices de ti?— preguntó Diógenes.

—Veré cómo te envío una postal desde la cárcel...

Entran en escena dos personajes muy importantes para la historia ;)

A ver, seré curiosa, ¿desde dónde me leen?

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