29: ¡Ya!

Diógenes se dirigió hasta donde lo aguardaba quien lo había llamado. No lo había visto nunca por allí y se sintió inquieto.

—Vengo de parte del jinete —lo saludó el hombre, de baja estatura y espalda ancha.

Tendría alrededor de cuarenta y cinco años, cabello entrecano al ras y de mirada glacial. Diógenes no podía distinguir de qué color eran, pero sí podía decir que escondían mucha oscuridad. El joven le tendió la mano.

—¿Qué tal el paraíso azul? —preguntó el joven.

—Vayamos al huerto, y te contaré —le indicó.

El lugar que había servido de refugio para su hermana, ofrecía nuevamente su oscuridad. Pero en lugar de ocultar secretos de amor, esta vez callaría algo menos feliz. El infiltrado se presentó como Gabriel. Le contó que le asignaban las misiones más complicadas y que era quien le había enseñado a disparar a Derek.

—¿Entonces, desde cuándo hacen estos operativos? —quiso saber, sorprendido con su declaración.

—Desde antes de que nacieras. Y no somos los únicos que se llevan mercancía del Basurero —le confió—. De hecho, empezaron ellas. No les alcanza con la Feria, créeme.

Diógenes sintió sudor frío bajando por su espalda. Y él que creía saberlo todo ya. Cuando abrió la boca para pedir más información, el hombre lo cortó con un gesto.

—Cuando todo termine, puedes pedirle a Rider que te cuente el cuento antes de irte a dormir. Vayamos a lo importante.

Gabriel le explicó en forma resumida la idea de la siguiente fase del escape. Parecía algo complicado, pero lo tranquilizó que se hubiera hecho así otras veces de forma exitosa. 

Un coro de ladridos los puso en alerta. Vieron unos arbustos moverse a unos metros de ellos. Gabriel sacó una pistola, antes de que Diógenes siquiera se percatara de nada.  Corrieron hacia la fuente del sonido. Un hombre trataba de zafarse de la mordida de un perro mediano que apresaba su pantalón.

—¿Quién eres? —lo increpó Gabriel, apuntando a su pecho.

El aludido lo miró con pavor y logró zafarse del agarre del animal. Corrió lo más rápido que pudo, pero no lo suficiente como para que Diógenes no lo reconociera.

—¡Lo conozco! —le gritó a su acompañante, que ya estaba persiguiendo al espía—. ¡No le dispares, por favor!

Se sentía el imbécil más grande sobre la tierra. Ya le había hecho ruido que lo quisiera acompañar momentos antes, pero no tanto como para no asegurarse de que no lo siguiera. Si no lo capturaban, estarían jodidos.

Jeff corría como si lo persiguiera el mismísimo diablo. Conocía el Basurero como a la palma de su mano a esas alturas. Desapareció en la oscuridad antes de que lo alcanzaran.

—Dime quién era —lo apuró Gabriel.

—Jefferson. Creo que ex de Loretto —respondió Diógenes.

—Demonios —masculló.

—¿Qué?

—Que hay que encontrarlo pronto, antes de que cante.



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—Quiero a tres de tus mejores agentes conmigo, para dentro de una hora. ¿Podrás hacerlo?

Adele ya había recuperado su calma, lista para proceder. Odiaba tener que ensuciarse poniendo los pies en el Basurero, pero más los odiaba a aquellos dos. Una desequilibrada y un adúltero no merecían ninguna clase de consideración.

No tuvo que buscar mucho entre sus contactos para conseguir quien la ayudara a cumplir su objetivo. Un par de llamados y la promesa de una buena retribución monetaria alcanzaron.

Era hora de jugar a la infiltrada, tal como habían hecho esos dos que tantos dolores de cabeza le estaban dando. Buscó entre sus cosas aquella peluca que utilizaba cuando quería pasar desapercibida en la ciudad. Estaba hecha de cabello natural y, una vez puesta, lucía muy convincente. Era de cabello negro y rizado, hasta unos centímetros por debajo de los hombros. También se puso lentes de contacto negros y se pintó un lunar en el pómulo. Completó el disfraz con un atuendo negro, que disimulaba sus formas y su estatus social.

—Y, ahora, lo más importante —murmuró, agarrando una pesada pistola y guardándola entre su ropa.

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—Vámonos —los urgió Dante, al día siguiente.

El joven acababa de vendarle bien el hombro a Stephen. Thea sentía un revoltijo en el estómago. Todos querían terminar con eso cuanto antes.

—Cambiaremos el procedimiento —explicó Diógenes—. Daremos un rodeo, hasta llegar al punto de encuentro con el enlace. Atravesaremos la zona de fábricas. Después, iremos por unos terrenos vacíos, fuera de la carretera. Si Diosa lo permite, estarán en Centauria para la noche.

La pareja soltó un suspiro de alivio. ¿Sería que, por fin, verían la luz al final del túnel?

Diógenes, por su parte, estaba más nervioso. Jeff no aparecía por ningún lado y no sabían qué tanto había llegado a escuchar. Gabriel le aseguró que lo encontrarían y le darían el escarmiento que merecía. El apellido Loretto era tan infame como el de Ravenwood y él le había regalado todo en bandeja. Le rogó a una Diosa en la que apenas creía, que todo saliera bien, porque ya no sabía a qué aferrarse. 

Les dieron ropa de trabajo, que consistía en un casco, botas de trabajo y overoles verdes. Tuvieron que ayudar a Stephen, dado que tenía poca movilidad. Sin embargo, el calmante intravenoso obró maravillas y ya no dolía tanto como antes. Thea, por su parte, desaparecía entre tanta ropa y ofrecía una vista muy cómica. Vio un asomo de sonrisa en el rostro de su hermano y de su pareja. Enarcó una ceja, antes de soltar una risita. La calma antes de la tormenta.

Se dirigieron a paso raudo a través de los pasillos menos concurridos del hospital. Una camioneta de carga, de caja cerrada, los esperaba a un par de calles del establecimiento. Dante abrazó a su hija y a su yerno.

—Cuídense y sean felices —les pidió, arrancando nuevas lágrimas a su hija—. Te amo, princesa.

—Yo también, papá —respondió, con un hilo de voz.

El vehículo arrancó y se alejo rápidamente del lugar. Dante se dirigió a su oficina para informar a Elliot y reanudó su trabajo diario, como si nada hubiera pasado.


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El viaje transcurrió sin complicaciones. Cuando llegaron donde el camino estaba más destruido,  la pareja sufrió un poco a causa de los sacudones. Stephen le ofrecía su mano a Thea, que apretaba con frecuencia cuando los movimientos les resultaban insoportables.

—Diógenes —llamó el conductor, en un momento—, en la guantera, hay un portadocumentos. Allí están las identificaciones nuevas de los fugitivos. Una vez que estén en Centauria —informó, viendo a los jóvenes por el retrovisor—, entrarán en algo similar a un programa de protección de testigos. Nombres nuevos, pasados nuevos. Les darán trabajo y un lugar para vivir. Allá les explicarán bien toda la historia. Les aconsejo que no destaquen nunca en nada. No son nadie. Al menos, mientras estén en Centauria. Circula mucha gente de la ciudad por ahí. Mejor no arriesgarse. Si pasan un par de años y mantienen la buena conducta, pueden tramitar el traslado a otro país del otro lado del mar. —Detuvo el vehículo— Llegamos.

Un alto muro se elevaba a ambos lados, y parecía no tener fin. Torres de vigilancia se atisbaban cada tres o cuatro cuadras, y se observaban figuras oscuras circulando por arriba de la pared. El resto era una llanura interrumpida ocasionalmente por un puñado de árboles. 

Se acercaron a un edificio bajo y largo: la aduana y la oficina de migraciones de la zona este de la ciudad. Estacionaron en la parte de atrás y bajaron cajas de herramientas con ellos. Gabriel se acercó a una Polifem que custodiaba la puerta más cercana a ellos. Le mostró varias identificaciones y les habilitó el paso a todos. La saludaron conforme pasaban con una inclinación de cabeza.



El edificio era bastante amplio por dentro. Varios pasillos conectaban oficinas y depósitos. Había más movimiento del que Thea creía que encontrarían. Hizo acopio de toda su fuerza de voluntad para disimular que era alguien de mantenimiento. Esperaba estar haciéndolo bien, porque los nervios la estaban matando.

Todo marchaba según lo planeado, hasta que unos brazos fuertes la apresaron y le taparon la boca, antes de poder dar la señal de alarma. Forcejeó, pero era inútil. Una amazona, que le sacaba una cabeza, se había convertido en una suerte de prisión móvil. 

Se metieron por una puerta metálica sin cerradura. Quiso morder la mano que la amordazaba, pero fue inútil. En cuanto quedaron fuera de vista, otra mujer se les acercó y le apuntó con una pistola. La primera aflojó el agarre, que ya no era tan necesario. Sin embargo, no la soltó, sino que siguió arrastrándola por el pasillo, a toda velocidad.

—No cometas ninguna estupidez —la amenazó la del arma.

Era más baja que su compañera. Llevaba el pelo negro corto, más largo delante que atrás. Sus ojos pequeños y rasgados la observaban con una indiferencia que la asustó. ¿Cómo se podía tener la sangre tan fría?


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Ya estaban por llegar a la salida, cuando unos gritos ahogados los detuvieron en seco. Una mujer de amplia espalda apresaba a Thea y la metía en un pasillo, cerrado por una puerta metálica. No se habían dado cuenta de que la chica había quedado mucho más atrás que ellos. Los únicos que estaban allí eran los miembros de la misión. Gracias a Diosa, nadie más vio lo que había pasado.

Se apresuraron tras la secuestradora, desenfundando sus armas en el camino y abandonando las herramientas. Los encabezaba Stephen, con el corazón desbocado. Le temblaba un poco el pulso y no sabía si lograría disparar el arma en esas condiciones, pero continuó la carrera. Diógenes se percató de que no había cámaras en ese lugar, algo sospechosamente oportuno. Sintió un escalofrío recorrer su espalda.

—Gabriel —llamó, sin detenerse—, no hay cámaras aquí.

El aludido lo miró un segundo, antes de volver la vista hacia adelante.

—Entonces, debes estar todavía más atento.

Las puertas a ambos lados tardaron en aparecer. Thea no estaba detrás de ninguna de ellas. Doblaron un par de veces. Aquel lugar era más grande de lo que parecía. Un rumor de voces les llegó finalmente. Se detuvieron en seco y Gabriel les hizo gesto de callarse con el dedo. Se colocó primero atrás de la puerta ganadora, y los otros dos detrás suyo.

Con el arma en alto, Gabriel abrió lentamente la puerta. Sin embargo, el crujido que hizo les arrebató el factor sorpresa. Thea estaba en un patio cerrado, inmovilizada por la mujer que ya habían visto. Tres mujeres más se dieron vuelta al escucharlos, dos armadas y la otra con  expresión de suficiencia en el rostro. Stephen se congeló unos segundos por los recuerdos. Su disfraz no lo engañaba. Todavía tenía pesadillas con ella.

—Por fin, nos volvemos a encontrar, cariño —lo saludó, con una alegría tétrica, en los ojos.

A Gabriel, le importaba bien poco quién era esa señora, por lo que le apuntó certero a la cabeza.

—Entregue a la rehén y nadie saldrá herido.

Adele se rio de él. Su escolta respondió apuntando a los hombres que acababan de llegar.

—Me temo que esto no es asunto suyo. Stephen —susurró—, querido, si te entregas voluntariamente, yo la suelto.

Él dio un paso al frente, ante los gestos desesperados de Thea.

—¡No le creas! —le rogó— ¡Nos matará a los dos!

Adele se giró hacia ella, dándole una bofetada que la noqueó. Su captora aflojó el agarre del, ahora, peso muerto.

—¿Por esta, te pusiste en peligro? Qué poco te valoras —se burló.

—Déjala ir —le pidió.

—¿Vendrás conmigo?

—Sí.

—¿Qué estás haciendo, imbécil? —le espetó Diógenes, indignado—. ¿Así de fácil?

—¿Tengo otra opción? —dijo en voz alta, para lo escuchara Adele.

Diógenes apretó los puños. En cuanto Stephen comenzó a acercarse, lo aferró del codo, deteniéndolo. Se miraron a los ojos, uno con la tristeza más profunda en los ojos; el otro, con indignación. Tiró de él, hasta que sus labios estuvieron cerca de su oído.

—No llegué hasta aquí para esto, Stephen —le espetó en voz baja—. No eres el único que tiene cosas que perder aquí. 

Stephen tensó la mandíbula. Lo único que quería era mantener a Thea con vida, aunque esa vida fuera lejos suyo. ¿Qué podían hacer para escapar de Adele? Siempre parecía estar un paso delante de ellos. 

Su hombro estaba dejando de gozar del calmante. Su mente no podía hilar dos pensamientos seguidos. Deseaba terminar con aquello de una buena vez. Necesitaban algo para que bajaran la guardia.

—Escúchame —siguió Diógenes—. Thea no tiene otra salida que esta. Si vuelve, no quiero ni pensar en lo que podrían hacerle. Así que pondremos todo para que ella tenga lo mejor.

—Eso es lo que hago —se quejó, soltándose—. Sígueme la corriente.

Miró esos ojos verdes, tan parecidos a esos que él adoraba. Vio determinación, la misma que veía en su amada. Aquello venía de familia. El pensamiento descolocado lo hizo sonreír fugazmente. Él no podía ser menos. Le susurró algo inaudible para el resto. Tenían que ganar tiempo hasta que se les ocurriera algo mejor.

—Llévame a mí —se ofreció Diógenes—. Ya lo descartaste a él. ¿Para qué lo quieres? Si tanto lo deseabas, te lo hubieras quedado, ¿verdad? Ya está todo usado. ¿No te parece mejor un modelo más nuevo?

Adele sonrió cuando lo vio acercándose a ella. Ese chico tenía agallas para enfrentarse a ella. No vio problema en revelar nada, si de todas formas, no quedaría nadie vivo allí.

—Me tienta tu oferta, muchacho, pero hay cosas que no puedes reemplazar —respondió—. Tu hermanita no es la primera mujer que se filtra en el Basurero, ¿sabías? Hay mucha zorra dando vueltas, buscando a su próxima víctima. Lo quiero porque es mío. Y nadie más tiene derecho sobre él.

—Corrección, era tuyo. Thea solo recogió tu basura. ¿A ti, qué te importa? Ya está. Compra otro.

Adele negó con la cabeza.

—Es mío, como lo fueron todos los demás. No toleraré que otra mujer conquiste lo mismo que yo. Debo ser la última. El que me desprecia no merece a ninguna otra.

Stephen sintió furia brotar de todas y cada una de sus cicatrices. Marcas que le dejó ella. Marcas en la piel, en el orgullo, en la dignidad, en el alma. Fue objeto y esclavo, y cuando dejó de ser sumiso, fue descartado sin ningún tipo de consideración. ¿Quién renegaba de quién?

—¿Que yo te desprecié? ¿En serio? —gritó—. ¡Perra del infierno!

Se lanzó sobre ella y adiós plan pacífico. La adrenalina le anuló todos los dolores, y lo dotó de una energía que no sabía que guardaba. La agarró del cuello, estrellándola contra el muro. ¡Cuánto había deseado hacer eso! ¡Tantas noches lamiendo sus heridas y soportando sus torturas! Vio esos ojos despreciables trastocados por el terror. Ella forcejeó, pero era inútil. Su ex la superaba con creces.

Sus agentes, mientras tanto, distraídas por el arranque del joven, fueron abatidas con sendos tiros en las piernas. Desviar la atención de los objetivos originales les costó caro. Diógenes se felicitó a sí mismo por su velocidad de reacción, al dar Gabriel el primer tiro. Le estaba tomando el gusto a aquello.

—Desarma a esa —le ordenó Gabriel a Diógenes—. Y no bajes la guardia.

El chico hizo lo que le pidieron, lo más rápido posible y sin dejar de apuntar a la mujer que contrató Adele. Lo miraba, despojada de la confianza que tenía segundos antes. Ahora, le corrían lágrimas por su rostro.

—No me maten, por favor... —susurró entrecortadamente.—Tengo una familia que mantener... Se los suplico...

—Nosotros no nos manchamos las manos con sangre, a menos que no nos quede otra alternativa. Y no es el caso, así que cierre la boca —le informó Gabriel, con el semblante insensible a los ruegos—. Que esto les sirva de advertencia. Ya no es tan sencillo meterse con nosotros. 

Diógenes dio un par de pasos hacia atrás, frunciendo el ceño por sentimientos encontrados. Rompió el contacto visual, para desatar a su hermana, que seguía inconsciente. De fondo, se escuchaban lamentos y la lucha con el monstruo; al que se le había corrido la peluca, dándole un aspecto grotesco.

—No tienes el valor para matarme, cariño —lo desafió Adele, con la voz entrecortada—. Esas cosas no te las enseñan en la Escuela. Si no tuviste el valor para detener mi mano cuando estábamos solos...  Eres un cobarde. Hace falta más para hacer el trabajo sucio. Y tú no lo tienes, cariño. Jamás lo tendrás.

Le costaba respirar, pero quizás podría minar la fuerza de voluntad de aquel hombre. Lo odiaba. Los odiaba. Se negaba a perder, a pesar de que el juego se había dado vuelta y parecía no haber salida. Ella no podía perder. Stephen presionó un poco más, y la vista empezó a nublarse.

—Ravenwood —lo llamó Gabriel—. Ella es nuestra. Considéralo un pago por nuestros servicios. Tú tienes otras prioridades, ahora.

Se colocó al lado de él, apoyando la punta de la pistola en la sien de la jueza. Entonces, el joven aflojó el agarre y, olvidándose de ella, corrió hasta Thea.

Stephen sacudió con suavidad a la chica, hasta que abrió los ojos. Le sostuvo el rostro con ambas manos, evaluando su mirada. La acarició con los pulgares, mientras se llenaba de alivio. En cuanto logró enfocar la vista, ella le sonrió y las lágrimas se le agolparon en los ojos. Él apoyo su frente en la suya, sin apartarse de esa mirada y sonriendo a su vez.

—¿Estás bien?—le preguntó.

Ella asintió en silencio, dándole luz verde para depositar un beso dulce en sus labios. Fue rápido, pero suficiente para cargar energía para el último tirón.

—Te amo —murmuró, sus labios muy cerca, aún.

—Yo también —respondió Thea, antes de darle otro beso fugaz.

La ayudó a levantarse y la abrazó por la cintura.

—¿Y ahora? —le preguntó a Diógenes.

Ambos miraron a Gabriel, que seguía pegado a Adele. 

—Hay cosas peores que la muerte, excelencia. Ya lo verá —le dijo, y ,agarrando un pequeño handy, habló—. Tengo al cuervo conmigo, vengan a buscarlo.


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Espero que les haya gustado el capítulo :) Queda un solo capítulo y el epílogo. 

Mil gracias por el apoyo que me están dando. Es hermoso recibir tanto cariño de mis lectores y ver que se compenetran con la historia y los personajes. Cada voto y, sobre todo, cada comentario los valoro mucho.

¡Les mando un abrazo!

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