26: Listos...


  —Jeff, amigo —lo llamó Diógenes, en cuanto lo localizó en el comedor.

El aludido se acercó a él con una sonrisa, bandeja en mano. Estaba de muy buen humor, ya que estaba a escasos pasos de su libertad. Buscaron una mesa vacía, al fondo de la estancia, y se sentaron. Diógenes suspiró. Jugó con su comida, sin demasiadas intenciones de probar bocado. Tenía el estómago cerrado por culpa de la ansiedad. Jeff lo observó, preocupado.

—Ey, ¿Está todo bien? —le preguntó.

—No. ¿Para qué te voy a mentir? Me metí en una grande —le confesó.

Disfrazando sus verdaderas intenciones, Jeff se cuidó de actuar como un buen amigo.

—¿Quieres hablar sobre ello? —le ofreció.

Su amigo estudió el entorno, buscando posibles oídos indiscretos. Lo cierto era que había bastante ruido de ambiente y nadie estaba lo suficientemente cerca de ellos como para oír lo que tenía guardado. De modo que le contó a Jeff sobre el arma, y lo poco que le había dicho Derek hacía un momento. El muchacho escuchó todo sin interrumpir ni una sola vez. Demasiado fácil. Diógenes le estaba regalando oro en polvo, sin darse cuenta.

La culpa pinchó muy dentro de su ser. Era un traidor. O, quizás no. No iba a entregar a su amigo, al menos, no directamente. Podría negociar que no le hicieran daño, a cambio de la información que tenía.

—No veo la hora de que todo esto termine —concluyó.

—Me imagino, amigo. Pero, piénsalo. En menos de 24 horas estarás de nuevo durmiendo en tu habitación, a salvo. —Le guiñó el ojo— Eso es más de lo que podemos decir los que vivimos aquí.

Diógenes bajó la vista. Estaba tan preocupado por su persona, que había dejado de ver las necesidades alrededor suyo. Quejarse de su vida, delante de su amigo atrapado para siempre en ese lugar, no era correcto.

—Lo siento... —murmuró—. Yo, aquí quejándome por esto y tú, viviendo este calvario.

Jeff se encogió de hombros. Tampoco le quedaba mucho allí.

—Ya me estoy acostumbrando. No es tan malo —mintió —. Ve a descansar, amigo. Te espera un largo día.

Se pusieron de pie al mismo tiempo. Jeff le dio una palmada en el hombro y se fue. Tenía una llamada pendiente.



****************

—¡Su Señoría! —exclamó sorprendida, al atender el teléfono—. ¿A qué debo el honor?

Adele sonrió del otro lado de la línea. Si bien se le había presentado un obstáculo, el destino se había encargado de darle las armas necesarias para salvarlo.

—Tengo una tarea muy especial para ti, querida —le dijo, aduladora—. Antes de decirte de qué se trata, debes saber que es algo de máxima confidencialidad. ¿Puedo contar contigo?

—Sí, por supuesto, su Señoría —respondió, emocionada.

Aquello podía significar un gran salto para su carrera. La oportunidad que había estado esperando para que el mundo supiera de lo que era capaz. Sonrió de satisfacción por la expectativa.

—Verás, tenemos un "asunto" complicado en uno de los suburbios. Es una tarea delicada, por lo que no puedo confiárselo a cualquiera. He sido informada de tus progresos y te han recomendado para subir un escalón laboral. Un futuro prometedor, sin dudas.

—Vaya... Muchas gracias, su Señoría. Es un privilegio trabajar para usted. ¿De qué se trata?

—Es una misión en el Basurero. Reúnase conmigo en una hora.

Le dio los detalles de la ubicación y colgó. La chica temblaba de emoción. El momento había llegado.



****************

Derek revisó el reloj, de nuevo. Ya había perdido la cuenta de la cantidad de veces que lo había revisado en los últimos diez minutos. No podía conciliar el sueño, por la ansiedad. Tenía el presentimiento de que las cosas no serían tan felices como lo habían sido en el pasado. 

Giró en la estrecha cama, en busca de una comodidad que se le escapaba. Sabía que tenía que estar descansado para encarar con energía la jornada, mas le resultaba imposible. La carga con la que venía Stephen era un condimento nada bienvenido. Resignado, decidió levantarse a dar un paseo, para despejarse. El toque de queda estaba en vigencia hacía rato ya, pero él ya conocía la ubicación de todas las cámaras. Eran más escasas de lo que les querían hacer creer y era fácil pasar desapercibido.

Llevaba quince minutos caminando, cuando divisó una sombra cerca de unos contenedores de basura. Empuñó la pistola que lo acompañaba a todos lados, por si acaso. La mantuvo en alto, listo para usarla.

—¿Quién anda ahí? —preguntó, con la confianza que le confería su arma.

Al no obtener respuesta, corrió hacia los contenedores. Los rodeó, pero no había nadie. No llegó a darse vuelta, cuando sintió un fuerte golpe en la cabeza, que lo desmayó.


******************

—Es hora —informó Diógenes, apenas entró a la habitación de Thea.

Levantó una ceja al notar que su hermana tenía compañía, pero se abstuvo de hacer comentarios. Empujó una camilla, y la hizo acostarse. Luego, la tapó hasta arriba, como se estilaba hacer con los muertos. Le tendió un ambo blanco a Stephen y un barbijo.

—Camillero, cámbiese —le ordenó—. Lo veré en el pasillo en un minuto.

Dejó la habitación, llevándose a Thea con él. Una vez listo Stephen, emprendieron la marcha a la morgue. El trayecto era largo, pero tranquilo. Era muy temprano, por lo que los pasillos estaban desiertos. Mantuvieron un paso vivo, pero no tan acelerado como para despertar sospechas. Thea cerró los ojos, mortificada por no poder moverse y por el miedo a ser descubiertos. 

Llegaron a unas puertas dobles y gruesas. Del otro lado, el frío calaba los huesos.

—Qué extraño —murmuró Diógenes—. Se suponía que Derek nos esperaría aquí. 

Destapó a su hermana, pero puso una mano en su pecho. Le indicó que se sentara.

  —Aprovecha el aire fresco —recomendó—. Vas a viajar en una de esas bolsas para cadáveres. De hecho, ambos lo harán. Pero si ese hombre no aparece, no podré con los dos.

La pareja empalideció. Diógenes estaba inquieto. Tenía un mal presentimiento. Un golpe discreto del otro lado del pasillo sobresaltó a todos. El joven desenfundó la pistola, aparentando una seguridad que no sentía. Hizo señas a sus acompañantes para que no hicieran ruido.

—¿Sí?

—Hijo, soy yo. Estoy solo — respondió Dante, en susurros.

Con el arma en alto, por si acaso, abrió una de las puertas, lentamente. Su padre había dicho la verdad.

—¿Sabes algo de Derek? —le preguntó, apremiante.

—No. Se supone que ya tendría que estar aquí. No estaba en su cama. Yo te ayudaré.

—No sabía que nos ayudarías.

—No debería —aclaró—. Solo quería despedirme de Thea y vine hacia aquí. Pongámonos en marcha. Ya conozco el protocolo. Lo que sea que haya demorado a Derek, no debe ser bueno.

—Eso sí que me tranquiliza —masculló Stephen.

—Tratándose de ti, muchacho, puedo esperar cualquier cosa —contraatacó—. Lo siento, pero tu ex ya tiene un historial bastante sospechoso. Vayámonos de aquí. 

Stephen subió a otra camilla. Los otros los ayudaron a meterse en las bolsas. No estaba tan aterrado, desde que Charlotte los había descubierto. Apenas podía respirar ahí dentro, y eso que Dante le había dejado una pequeña abertura para poder respirar. Tampoco se suponía que los usuarios de ese saco lo hicieran. Se estremeció. Sería tortuoso, pero el final del recorrido le dio algo de consuelo. 

Dante besó a su hija en la frente, con el cierre a medio camino. Ella rodeó su cuello y lo estrujó con fuerza.

—Te amo, papá —le susurró al oído, las lágrimas amenazando con salir—. Gracias por todo... 

   —Yo también, mi princesa —le correspondió, con un nudo en la garganta—. Cuídate, por favor. Agradezco a Diosa el haberte podido ver una última vez.

Con otro beso en la frente, posó su cabeza en el colchón para terminar la tarea.

— Allá vamos —le escucharon decir a Diógenes.




Siguieron en silencio, hasta llegar a una playa de estacionamiento, donde los esperaba una camioneta. Padre e hijo depositaron las bolsas negras con la mayor delicadeza posible dentro de la caja del vehículo. No había nadie al volante. Se suponía que esa era la tarea de Derek. 

—Y, ¿ahora qué? —preguntó el chico, angustiado.

—No lo sé. Las llaves las tiene Derek.

Un rumor de pasos les respondió. Diógenes apuntó hacia la fuente del sonido. 

—Siento llegar tarde —se excusó Derek, agitado—. Luego, les explico. Sube rápido, Sterling.

Con un ronroneo, la camioneta se alejó del hospital. Dante los observó alejarse con un nudo en el pecho. Elevó una plegaria silenciosa, antes de dirigirse a su puesto de trabajo.




Un escalofrío lo recorrió: tenía la sensación de no estar solo. Paseó la vista con discreción. Detectó movimiento en una de las ventanas y corrió hacia ese lugar. Los habían visto, estaba seguro. Tenía que hacer algo.

Vio una cabeza de rizos negros desaparecer en un recodo. A su edad, no era el hombre más rápido, precisamente. Sin embargo, la adrenalina hizo lo suyo, dándole la energía necesaria para alcanzar a su objetivo.

—¿Qué haces aquí, Jefferson? —lo increpó, apenas lo alcanzó.

Sabía que ese chico era amigo de Diógenes, y era sumamente sospechoso que estuviera en esa parte del hospital. Habían elegido esa salida por ser un lugar de tránsito nulo. No había nada interesante allí. 

El chico empalideció y abrió mucho los ojos. Saltaba a la vista que se había puesto nervioso. Intentó componer su expresión y esbozó una sonrisa trémula.

—Me he perdido. Lo siento, señor.— se disculpó.

No sabía quién era ese tipo, pero algo sí era seguro: tenía algo que ver con el operativo de escape.

—Este no es un lugar para andar paseando, niño —lo reprendió—. Y tampoco son horas de andar vagando por ahí. Ve a tu puesto de trabajo rápido, o le avisaré a tu supervisor. 

—Sí, señor —respondió.

Bajó la cabeza y le obedeció. Eso había estado cerca.

Dante se lo quedó mirando con desconfianza. Haría una llamada antes de retomar sus obligaciones laborales.


****************

—¡Amiiiigo, eso debió doler! —exclamó Diógenes, luego de unos minutos de prudente silencio.

El conductor lucía hematomas en el pómulo izquierdo, en la mandíbula y parte del cuello. Tenía sangre salpicada y la ropa rasgada en algunos lugares. Lo miró brevemente, antes de volver la vista al camino.

—Ni te imaginas, azulcito —respondió, haciendo una mueca; movió la mandíbula antes de continuar—. Pero, a ellos, les dolió más. Me tendieron una trampa anoche. Me desmayaron de un golpe y desperté al poco tiempo, atado a una silla. Los tipos esos no eran de por aquí. No sabían con quién se metían. Me ha costado un poco, pero logré deshacerme de ellos. Lamento haberte dejado tirado allá atrás.

—Descuida. —Se encogió de hombros— Papá me ayudó.

—No es la primera vez que nos ayuda —comentó como si nada—. Todo en orden, entonces.

—Sí.

—Bien. Prepárate, Sterling, nos espera una jornada agitada. 

Se alejaron de las zonas residenciales, dejando atrás fábricas y zonas en construcción.

   —Esto es enorme...— suspiró Diógenes.

—Somos muchos. Y nos multiplicamos día a día. Si no encontramos una tarea para los nuevos, tendremos problemas. Así que aprovechamos la tierra para crearnos pasatiempos. 

—Pensar que podrían buscar algo que hacer ciudad adentro... ¿Cómo lo soportan?

—Son muchos años de ser apaleados, Sterling —le dijo—. Nosotros somos jóvenes. Nacimos cuando ya estaba todo hecho. Culturalmente, nos han metido en la cabeza que somos inferiores. Es difícil luchar contra ese tipo de construcciones.

—Pero no lo somos —respondió el muchacho, enojado.

—Díselo a ellas. —Rio con amargura—Todas las semanas vemos hombres sanos, buena gente, trabajadores, desperdiciados. Mírame a mí, o a Dante, ¡y ni hablar de tu amigo! Hay más basura llevando faldas que la que puedes encontrar en el Basurero. Pero, como te dije, es lo que nos toca vivir.

—Papá me habló de la resistencia —recordó.

Derek sonrió.

—Sí, algo se está agitando en el Pabellón Azul. Elliot es todo un revolucionario. Tengo esperanzas en que logre algo, pero no será a corto plazo. Está muy verde aún.

—Cuenten conmigo —afirmó.

—Más te vale. Estás metido hasta el cuello ahora, gracias a esta aventura. —Le guiñó el ojo sano—Hemos llegado.




Estaban en medio de la nada. Campo yermo se extendía a ambos lados de la carretera. A lo lejos, se divisaban algunos depósitos. Un automóvil sedán los esperaba a la vera del camino. 

Se bajaron dos hombres de traje: el conductor y el copiloto. Uno de ellos abrió la puerta de atrás, dando paso a una mujer. Derek frunció el ceño. No era lo que se suponía que los estaría esperando. Desenfundó el arma.

—Libera a tu hermana y a Stephen —ordenó entre dientes—. Necesitaremos ayuda. Disimula.

El muchacho siguió sus instrucciones, mientras él intentaba hacer tiempo. La mujer se dirigió a él, con una sonrisa trémula. Era delgada, con ojos rasgados y pelo lacio negro, brillante como un espejo. Tendría alrededor de veinticinco años. No era alta y una pisada fuerte denotaba confianza en sí misma.

—Derek, ¿verdad? —Le sonrió, mostrando una confianza que no sentía—. A partir de aquí, me encargaré de los paquetes. Diles que salgan.

 —¿Y usted, quién es?—preguntó, manteniendo la distancia.—¿Qué ha pasado con el otro?

   —La verdad, no lo sé. Pero, Derek, tranquilo. Me envía Elliot, somos aliados. —Amplió su sonrisa.

Mientras tanto, Thea y Stephen se apresuraban a salir de su prisión. Diógenes atisbó un par de cuchillos en el suelo del vehículo y otra pistola. Miró a su casi cuñado, y le señaló el arma de fuego. Stephen asintió. La tomó y se hizo con uno de los cuchillos. La chica agarró el otro, y se encogió. 

—¿Estás bien, amor? —Stephen la aferró por la cintura al verla tan pálida.

—Sí —dijo a media voz—. Estaba un poco ahogada ahí dentro. Eso es todo.

Salieron al encuentro de los desconocidos.

—Thea, querida, ¡por fin! —Abrió sus brazos, con una gran sonrisa fingida— ¿Estás lista?

Thea abrió mucho los ojos, totalmente descolocada. Eso no estaba bien, de ninguna manera. Se le heló la sangre al reconocer a su interlocutora, despabilándose por completo.

—¿Yukari?


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