14.1: Sentencia
El tiempo quedó suspendido. Los tres se congelaron en un cuadro de ira y desesperación. El momento tan temido había llegado: los habían descubierto.
Stephen siempre había tenido cuidado al visitar la casa Sterling. Nunca se aventuraba hacia el balcón, si no se aseguraba antes de que no hubiera ninguna testigo a la vista. Con lo que no contaba, era con la curiosidad chismosa de una de las vecinas del barrio, la señora Aída.
La mujer, que apenas estaba llegando a los sesenta, era una vigilante de cuidado. Nada escapaba de su radar. Ella sabía absolutamente todo sobre las familias que vivían a su alrededor. Al trabajar tejiendo desde casa, tenía la mala costumbre de quedarse largo rato oculta tras las cortinas de su casa. La vida de sus vecinas era más entretenida que cualquier programa de televisión.
Una noche de insomnio, decidió levantarse de la cama y hacerse un té. Las luces estaban apagadas, ya que se había puesto a ver una película mientras degustaba su infusión. Como eso le aburría, apagó la pantalla y se acercó a su ventana. Había algo en la soledad de la noche que la relajaba.
Grande fue su susto al ver una enorme sombra trepando hacia el balcón de las Sterling. Cuando estaba por marcar a la policía, vio salir a la joven Thea y todo tuvo sentido.
Con cierta satisfacción morbosa, se quedó pendiente hasta que Stephen se fue. Se guardó la información para sí misma. Ya la cruzaría a su madre para contarle lo sucedido.
No tuvo que esperar mucho. Interceptó a Charlotte al día siguiente, cuando ella volvía de la oficina. Ante el relato, la madre de Thea enfureció por dentro, pero se cuidó de no dejar traslucir nada.
—Hablaré con mi hija, señora Himmel —le había dicho—. Gracias por avisarme. Si ve que este comportamiento se repite, no dude en llamarme, sin importar la hora.
Charlotte meditó sobre el comportamiento de Thea ese último tiempo. Entonces, comprendió por qué la veía tan feliz sin motivo aparente. La había estado engañando en sus propias narices.
Sacó copia de la llave del cuarto de su hija, que siempre quedaba enganchada de la puerta, y la guardó debajo de su lámpara de noche. Thea nunca la encontraría allí, porque jamás entraba a su habitación.
El momento llegó días después.
—Señora Sterling —la había llamado Aída, contenta por poder participar de la trampa—, tiene invitados otra vez.
Thea maldijo el haberse relajado. Como nunca había pasado nada, pensó estúpidamente que estaban a salvo. Pero, no. Jamás lo habían estado.
La culpa la empezó a carcomer. Ella había retenido a Stephen más de la cuenta. Si ella simplemente lo hubiese dejado ir, no se habrían visto envueltos en esa situación. Dos segundos, y todo podía transformarse en tragedia.
Afortunadamente, Charlotte sólo tenía ojos para ella y no le prestó atención al hombre que tenía a unos pasos de ella. Se sentía traicionada: su hija haciendo desgraciada a otra mujer, tal y como hicieron su ex esposo y aquella desconocida con ella.
Por lo menos, los había encontrado vestidos. Solo pensar en lo que habrían estado haciendo bajo su propio techo, la enfurecía aún más. Si hija transformada en una zorra era una idea que ponía en corto sus circuitos. Cruzó la habitación en dos zancadas y le abofeteó la cara a la joven, que se quedó con la cabeza ladeada, atónita.
Stephen se debatía entre huir y quedarse con Thea. Su instinto de auto preservación le gritaba que corriera mientras había tiempo. Ese mismo que le hacía tragarse las palabras cuando Adele lo golpeaba. Se recordó que él había sido el de la idea de colarse en la habitación de ella y engañar a su esposa. Y su instinto quedó hundido por otro sentimiento en el que no quería ahondar en ese momento. Tenía que empezar a hacer lo correcto, lo que en ese momento era plantarse como el hombre que era.
—Ella no tiene la culpa de nada —la defendió, la voz más firme de lo que creía capaz.
—No te atrevas a dirigirme la palabra... —empezó a contestarle, mientras dirigía la mirada iracunda hacia él.
Cuando reparó con quien hablaba, las palabras se le atascaron en la boca. No era un desconocido. Ella misma había insistido para que se conocieran. Maldijo el momento en el que arrastró a su hija a esa fiesta. De todos los hombres con los que Thea podría haber estado, justo él. El destino se estaba riendo en la cara de todos. Adele se pondría furiosa.
—Deberías elegir con más cuidado a tus amantes, Stephen —le dijo, con la voz fría como el hielo—. Dame el teléfono, Galathea.
La miró con desprecio. Al ver que su hija todavía la miraba muda de horror, le repitió la orden, reforzándola con un gesto de su mano. Thea reaccionó.
—Déjalo ir, mamá. Es culpa mía. ¡Por favor, no lo denuncies!
Charlotte agarró el teléfono y empezó a marcar un número. Thea se arrodilló a sus pies, haciéndola suspender lo que estaba haciendo. ¿Esa era la misma chica que le plantó frente porque quería casarse? ¿Se estaba arrastrando por un hombre? Tenía que estar enferma, era la única forma de entenderlo.
—Déjalo partir, te lo suplico. No lo volveré a ver, te lo juro. Yo...
Charlotte la obligó a levantarse de mala manera, tirando de su brazo. La miró a los ojos, a centímetros de su cara, nuevamente enfurecida. Daba miedo. Stephen se tensó, preparándose para intervenir, de ser necesario. Thea se encogió y se obligó a devolverle la mirada.
—Jamás te arrodilles por un hombre —le dijo lentamente y la soltó.
Thea quedó hecha un ovillo en el piso. Estaba bloqueada por la desesperación. Stephen se apresuró a ir a su lado, abrazándola con todas su fuerzas.
—Debes huir —le susurró desesperada.
—Me quedo contigo —afirmó, besándole el cabello.
Ella lloraba a mares y él hacía todo lo posible por reconfortarla.
—Addie, querida, disculpa la hora —saludó, luego de marcar el número de nuevo.
Sudor frío bajó por la espalda del hombre. Su sentencia ya estaba firmada. Se lamentó por no haberse ido minutos antes... Le costaba tanto despedirse de ella, que retrasaba el momento todo lo posible. Y ahora, estaba pagando el precio.
Pobre Thea, la había metido en un buen lío, por no escuchar los consejos de María y la voz de su propia conciencia. No le importó en lo más mínimo la mirada reprobatoria de Charlotte, mientras seguía al teléfono. Ya lo había perdido todo, lo sabía muy bien. Así que no pensaba privarse de un último abrazo a la que fue su refugio durante ese tiempo.
Thea agradeció el contacto y se aferró a él. Se maldijo por la estupidez. Ahora, Stephen sería enviado al Basurero y ella, seguramente, quedaría internada en un instituto psiquiátrico. Lo abrazó más fuerte.
—Lo siento.—murmuró con un hilo de voz.
—No, perdóname tú a mí.—replicó, besando su coronilla.
Se encerraron en una burbuja que asqueó a Charlotte. No quería aceptar que allí no había un pecado de pasión desenfrenada, sino algo más profundo. Algo como lo que ella alguna vez había sentido por alguien. Sacudió la cabeza, descartando esa línea de pensamientos.
—Adivina a quién encontré en mi casa. —Su tono ligero se contradecía con su estado de segundos antes— Tu bomboncito se escapó de su jaula.
Se escuchó un grito desde el otro lado que sobresaltó a los tres. La mujer tuvo que alejar el teléfono de su oreja.
—Por supuesto, lo retendré aquí. Tú haz la denuncia tranquila. No, de nada. Adiós.—Colgó.
Los separó bruscamente con los brazos.
—Baja conmigo, rata asquerosa —le ordenó al joven—. Y tú, Galathea, vístete adecuadamente. No puedes recibir a las visitas en pijama. Las manos donde las pueda ver, cerdo infiel.
Thea los escuchó bajar las escaleras. Tenía que pensar en algo. Se cambió rápido y preparó una mochila con algunas pertenencias. Su celular y cargador, dinero, sus documentos y una muda de ropa.
Se asomó al balcón. A esa hora, no había ni un alma en la calle. Estaba cerca del camino de entrada, así que tiró la mochila hacia allí. La escalera quedaba a la vista y si bajaba con ella, Charlotte sospecharía. Se apresuró a ir al encuentro de los demás.
Con sigilo, se acercó a su madre, que estaba de espaldas vigilando cada movimiento del hombre que tenía enfrente. Cuando él la vio, le hizo una seña, a la que él respondió guiñándole el ojo. El gesto puso sobre aviso a la mujer, quien volteó a ver a su hija.
—Deberías avergonzarte —le espetó—. Adele es como de la familia y vienes a hacerle esto. ¿Quien te crees que eres, Galathea?
—Lo siento, mamá —farfulló, bajando la vista, pero sin perder detalle de los movimientos detrás de su madre.
—¡Tú ya no eres hija mía!—gritó.
Y cuando iba a levantarle la mano, Stephen la detuvo, aprisionándola con sus brazos. Por mucho que forcejeara, no podía zafarse de su agarre.
—¡Rápido, Thea! —la apuró, mientras la mujer se sacudía entre sus brazos, intentando golpearlo.
Ella corrió hacia las habitaciones y volvió con un cinturón de cuero y una chalina de algodón. Inmovilizaron a Charlotte en una silla, y le ataron las manos con un nudo fuerte. Se tragó un gemido de dolor, al notar la presión excesiva sobre la piel.
—Te arrepentirás de esto —le escupió a su hija—. La PoliFem viene en camino. ¡No irán muy lejos!
Thea agarró a Stephen de la muñeca y corrió a la puerta del frente. Agarró las llaves del auto y las de la casa, encerrando a su madre. Mandó al hombre a buscar la mochila, mientras ella se dirigía al garaje, para poner su vehículo en marcha. En medio de tanto drama, agradeció por primera vez tenerlo con ella.
Stephen subió segundos después, con la mochila al hombro. Maniobrando de forma temeraria, se adentraron en las calles oscuras de Palas.
Cuando ya se habían alejado bastante, Thea llamó a Portia. Era consciente de que era tarde, así que rogó que atendiera.
—¿Thea? —preguntó adormilada.
—Necesito ayuda. ¿Puedo ir a tu casa?
—Sí, claro —respondió, luego de unos segundos—. ¿Qué sucedió? ¿Estás bien?
—Te explico cuando llegue. En quince, estaré por allí. Adiós. —Cortó la llamada.
Su acompañante posó la mano sobre su pierna, apretándola con suavidad. Ella le respondió con una sonrisa trémula sin apartar la vista del camino.
—Qué bueno que no lo hayas podido vender —opinó, para distender un poco el ambiente.
—Sí. —Se rió—. ¡Qué lío, Ste! Tengo miedo.
—Saldremos adelante —le aseguró, por más de que no tenía idea de cómo harían eso.
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¡Gracias por leer y por la paciencia!
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