10.2: Cien veces no debo
—Thea, comunícame con Elliot, por favor —le pidió Aria.
—Dr. Rider —saludó él, al recibir la llamada.
—Le comunico con Aria, doctor —informó.
—¿Elliot? —saludó la directora.
—¿Cómo has estado?
—Dentro de todo, bien. —Trató de abstraerse, para no quebrarse— Escúchame, necesito que le hagas un chequeo a Antonio. Algo me dice que un hombre es mejor en este caso. Él me contó que la doctora que lo atendió no le inspiró demasiada confianza.
—Suele pasar... —le respondió, preocupado.
Otro hombre más, desestimado por su sexo. Le daba rabia. Por eso, tenía su proyecto de una clínica atendida por sus egresados. El proyecto estaba en pañales, pero soñaba con el día en el que fuera una realidad.
—Tráelo el próximo martes, a las 8. Tengo la mañana libre. Y, ¿Ari?
—Dime.
—Tranquila... Es lo mejor que puedes hacer por él.
Elliot colgó el teléfono. Se sentía mal por ella. Antonio sufría de una afección cardíaca delicada y había que darle un adecuado tratamiento. Suspiró y marcó un teléfono que ya se sabía de memoria.
—Freeman, al habla.
—¿Cómo estás, querida amiga? —La voz se le suavizó.
—Ey, Rider, todo en orden. —La alegría hecha voz— ¿Y tú?
Debía estar acompañada, solo en esa situación evitaba llamarlo por su nombre. Tratar con una figura pública tenía sus complicaciones.
Había conocido a Chiara a raíz de una investigación que ella realizó en el Pabellón Azul para su programa de televisión. De eso, ya habían pasado seis años. El mismo había sido levantado luego de que adquiriera un tinte incómodamente liberal. Ella se salvó por los pelos de quedar presa una temporada.
Elliot se había mostrado bastante reservado, como con la mayoría de las mujeres. Tenía una furia reprimida a causa de su sentimiento de injusticia que proyectaba en forma de largos silencios y frialdad a todo el género femenino. Sacarle una opinión sincera suponía un esfuerzo titánico, ni hablar de una sonrisa. A base de insistencia y muchísimo carisma, Chiara había terminado ganándoselo. Ahora eran amigos, en secreto, para seguridad de él.
Ella se encontraba más que nunca en el ojo del huracán y eso podía costarle no solo su trabajo, sino un pasaje de ida al Basurero.
—Todo lo bien que se puede estar en la jaula. —Le escuchó reírse del otro lado y sonrió a su vez— Necesito hablar contigo. ¿Cuándo tienes un hueco?
—Puedo estar allí en hora y media. ¿O es demasiado pronto?
—Está perfecto. Te espero.
—Nos vemos, entonces. Cuídate, Rider.
—Tú también, querida.
Colgó con una sensación de bienestar que le hizo olvidar por un momento el momento delicado por el que pasaba su amigo.
Los días pasaban y ese beso le quemaba los labios de la misma forma. Se estaba obsesionando. Le costaba dormir y, cuando por fin lo lograba, soñaba con él. Se enredaba en su propio resentimiento, armando extensos soliloquios sobre el mundo en el que le tocaba vivir, y sus estúpidas reglas. Despotricaba contra su madre y contra Adele. Si no lo volvía a ver, enloquecería del todo. Pero, ¿cómo hacerlo?
La respuesta le llegó de milagro, de la mano de su enemiga número uno: su madre.
—Thea, ponte bonita. Adele nos invitó a cenar.
—¿Nos?
—En realidad, solo a mí, pero no quiero dejarte sola. Hace mucho que no comemos juntas.
Era cierto. Últimamente, su madre estaba en una buena racha en el trabajo, lo que implicaba estar desbordada de asuntos pendientes que la ataban a la oficina hasta altas horas de la noche. Thea seguía con ese sentimiento de amor-odio, por lo que, aunque no lo admitiría, la extrañaba.
—¿Y qué se supone que me debo poner?
Miró sus jeans y su camisa blanca, que se ceñía lo justo. Lo completaban unas botas de media caña y taco bajo. No le veía nada malo.
— No lleves jeans... —le aclaró—. Adele los odia.
«Y yo la odio a ella», pensó.
Evitó rodar los ojos. Si no hubiera estado desesperada por ver a Stephen, se hubiera puesto firme para quedarse en casa.
—Voy de largo, entonces —replicó, sarcástica—. Y salgo corriendo a la peluquería. ¿Estoy a tiempo?
Charlotte largó una carcajada.
—Un vestido normal. Te quedan preciosos.
Thea se encogió de hombros. Se pondría bonita para él.
Se miró al espejo, soñando despierta. Rememoró el beso por millonésima vez y la verdad le cayó como baldazo de agua fría: CASADO=INTOCABLE.
Sacudió la cabeza. ¿Qué le pasaba? Siempre había tenido muy claro que el único hombre en el cual posaría sus ojos sería su esposo. Nadie más. Y menos el marido de otra.
Se pasó la mano por la cara, con gesto desesperado. Bueno, tampoco faltaba a sus convicciones. Podría haber sido su esposo.
«Podría... », se angustió peor.
—Mátenme. Mátenme. Mátenme —se repetía como un mantra, mientras se preparaba para el evento.
Mientras tanto, un idéntico cantar sonaba en una mansión.
—Mátenme. Mátenme. Mátenme —farfullaba molesto, mientras pasaba la esponja con corrector por el pómulo.
Se miró con amargura al espejo. Adele se había pasado de la raya. Tenía un corte sobre el párpado izquierdo y el comienzo de un moretón. Rogó al cielo que no se le hinchara.
Cuando por fin pudo detener la hemorragia, tuvo que dedicar un buen tiempo a disimular el arco iris que lucía su rostro. Apretaba los labios cada vez que tocaba la zona con demasiada fuerza. La Diosa maldiga sus manos enormes y los diminutos utensilios de belleza. ¿No podían fabricar unos más prácticos para los hombres?
Pasó una capa de polvo para finalizar y estornudó. Vio las estrellas y no por placer, precisamente. ¿Se podía odiar más a su esposa?
Todavía no terminaba de entender lo que le había pasado a su mujer. Ya venía bastante irascible esos días. Todo le molestaba y la hacía comportarse más perra que de antes: que el té no estaba en su punto justo; que por qué se ponía ropa de color gris, si ella odiaba como le quedaba; que preparaba un cóctel espantoso; que hacía demasiado ruido al caminar...
Cosas de las que antes no se quejaba, porque no eran motivos reales de disgusto. Ah, y la frutilla del postre, la que le valió una bofetada que le abrió un tajo en la cara, pues usaba grandes anillos: tardar más de tres segundos en llevarle copa de vino a la oficina.
Por si fuera poco, no podría lamer sus heridas en paz. La señora esperaba visita y él debía estar a la altura. Quería arrancarse todos los pelos de la cabeza, por tanto estrés.
Tenía miedo de sí mismo. Esa mujer estaba minando la paciencia de la que él tanto se enorgullecía. Temía perder los nervios y acabar golpeándola. Ese sería su fin.
Daphne, una señora de unos cincuenta, bajita y regordeta, se le acercó en la cocina. Por esa noche, se encargaría de darle una mano para servir los platos durante la velada. Era tradición: no importaba cuantos empleados trabajaran en una casa, el esposo siempre debía encargarse de esa tarea. Al verle el rostro, su expresión se mantuvo inmutable. Así que, o el maquillaje surtió su efecto, o la empleada disimuló muy bien.
—Señor Stephen.
—La escucho.
—¿Me recuerda cuántas personas vienen hoy?
—Seis invitadas y nosotros. Pon la porcelana especial. Son amigas íntimas de la señora.
—De acuerdo.
Quería rascarse la zona del corte. Con la base cremosa, le escocía demasiado. Revisó por segunda vez la disposición del menú, para distraerse.
—¿Nervioso?— le preguntó María, mientras terminaba una ensalada.
—Para nada. Dime, ¿me notas algo extraño en la cara?
María tardó unos segundos en levantar la vista, no sin cierta timidez. Ya se le estaba pasando la incomodidad, pero le costaba aún. Stephen tenía la piel demasiado lisa esa noche. Se preguntó por qué andaría tan maquillado.
—Mmm, no... ¿Debería?
Él suspiró aliviado.
—No. Tuve un, eh, accidente. Me caí y me golpeé con el borde de un mueble.
Se acercó a ella y se inclinó, señalándole el pómulo. El trabajo estaba muy bien hecho. María deseó tener esa maestría para tapar imperfecciones.
—¿Ves algo?— le preguntó.
—Si no me lo mostrabas, no me hubiera dado cuenta. Así que, tranquilo. —Le guiñó el ojo— Recuerda ponerte hielo cuando acabe todo y limpiarlo bien, para que no se infecte.
Stephen hizo un breve asentimiento de cabeza y salió de la cocina.
Thea estaba hecha un manojo de nervios. Para cuando tocaron a la puerta de los Ravenwood, ya tenía malestar en el estómago. El pulso se le disparó hasta dolerle el pecho cuando él les abrió.
—Buenas noches, bienvenidas a la residencia Ravenwood. —Su mirada se detuvo un instante de más en los ojos de Thea.
Ambas mujeres respondieron con un asentimiento y entraron. Stephen rozó la mano de Thea al pasar, con un movimiento que simuló ser involuntario. Ella se dio vuelta, la cabeza inclinada hacia abajo y lo miró fugazmente a los ojos. El instante pasó, pero fue suficiente para que ambos supieran que el otro no había olvidado lo sucedido hacía un par de semanas.
La cena transcurrió lenta. La charla giró en torno a la situación política y económica del país, temas que aburrían a Thea. Sin embargo, en un momento, un nombre llamó su atención. Ella había estado pendiente exclusivamente del único hombre en la sala, que tenía ganas de estar en cualquier lado, menos allí, en medio de una disertación entre mujeres conservadoras.
El joven agradecía cada vez que tenía que levantarse e ir a la cocina a buscar algo. Tanta charla en esas voces chillonas le estaba haciendo trizas los nervios. Le dolía la cabeza y estaba de mal humor. Quería limpiarse a conciencia la cara y curarse la herida como era debido. Lo único que no estaba tan mal era que Thea también estaba allí. No emitía palabra, pero lo consolaba su presencia.
—¡No me la nombren más a esa mujer, por el amor de Diosa!— exclamó Vittoria.
—Es un incordio. No la tolero— la siguió Charlotte—. Freeman es un cáncer para nuestros jóvenes. Sigo sin entender por qué la invitaste a la fiesta, Addie querida.
«Oh, ella... », meditó la chica.
Aquel había sido uno de los momentos favoritos de aquella noche.
—Protocolo, Lottie, nada más. Me agrió el postre con su discursito.
—Es inofensiva, chicas. —Beatriz hizo un gesto con la mano, restándole importancia. La televisión se la come viva todos los días —explicó—. Ya perdí la cuenta de la cantidad de veces que ha sido humillada en público. ¿En serio, creen que es una amenaza? Ríanse de sus locuras, como hago yo, y ya.
—Últimamente, ganó mucha influencia entre la juventud. Además, han caído las ventas de la Feria. Por eso, hay tantas facilidades. Si seguimos así, los van a terminar vendiendo al 2x1.
Stephen levantó una ceja. Increíble que estuvieran hablando de personas. Dirigió su mirada a hacia Thea, con disimulo. Ella le respondió mirando hacia el techo, fastidiada, para luego atacar con su tenedor un pedazo de carne.
—¡Qué problema! —acotó Thea, en voz baja.
—Por supuesto —le respondió Vittoria—. Las masas no pueden acceder así como así a los bienes de lujo. Casarse es símbolo de status, no es para cualquiera.
—No me refería a eso —aclaró—. Llegan niños todas las semanas. Si se vende poco, de un momento a otro nos quedaremos sin camas para ellos. No daremos abasto.
Se la quedaron mirando, Stephen incluido. Ella seguía con la mirada en su plato mientras hablaba.
—A esos chicos, hay que cuidarlos —continuó—. No pueden vivir hacinados. Es inhumano.
—Son hombres, Galathea. Por favor... —la desestimó Vittoria.
Thea respiró hondo. ¿Para qué discutir? No las haría entrar en razón, ni aunque las amenazara con el cuchillo que tenía en la mano. Adoraba a Chiara por ser valiente y decirlo; a ella, en cambio, le faltaba un poco de valor aún.
—Ella trabaja en la Escuela... —empezó a defenderla la madre.
—Tiene razón, Sra. Loretto —la cortó Thea—. ¿Qué puede decir una joven inexperta como yo? Perdón por la intromisión.
Vittoria le sonrió con una indulgencia que Thea no deseaba, pero prefirió callarse. También prefería haber cerrado la boca en primer lugar, pero no se había podido contener. Le daba mucha rabia.
—Yo quiero que aprueben la bigamia, mínimo —dijo Beatriz, divertida—. Variedad para cuando nos cansamos de estar con el mismo, pero sin descartarlo. Así, cambiamos cuando nos aburrimos y después volvemos. O los dos a la vez para salir de la rutina.
Thea y Stephen clavaron los ojos en el plato. La conversación ya se estaba tornando demasiado incómoda. El resto se reía a carcajadas, pensando que Beatriz seguramente sabía de qué estaba hablando.
—Esa sería una buena solución al "hacinamiento"—Adele miró a Thea al decir la palabra—. Creo que sería una propuesta interesante. Podríamos presentar el proyecto de ley, señoras.
—De hecho, antes de la Rebelión, los hombres lo hacían con las mujeres —informó Beatriz—. Una zona amplia del mundo veía la poligamia con buenos ojos. Un hombre con tantas esposas como pudiera mantener. Y ya lo creo que se lucraba con eso. ¡Y por monedas! No como ustedes, bombón— le dijo Beatriz, comiéndoselo con los ojos—. Adele pagó muy bien por ti. Si lo alquilas, me apunto, Adele.
—¡Qué ocurrencias, Bea! —exclamó Adele, divertida, mientras Stephen sonreía con cortesía.
Todas rieron, menos la pareja de amantes secretos, que quería salir corriendo de allí.
—Traeré el postre, si le parece bien, mi señora.
Y antes de que pudiera responder, Beatriz se adelantó.
—¡Pero si el postre ya está aquí! —Se pasó la lengua por los labios, a sabiendas que lo incomodaría.
—Ya para con eso, Bea. Es mío. —Adele la miró mal, cansada de la broma— Ve a la cocina, Stephen.
—Llévame lejos, María, te lo suplico —rogó Stephen, en voz baja, una vez en la cocina.
—Está terrible, ¿no? Algo he escuchado desde aquí. —Lo miró con compasión—. Acostúmbrate. Beatriz es especial.
—Muy. Luego, te contaré.
—Sé fuerte. —Le sonrió— Puedes hacerlo. Te dejaré un vaso con whisky detrás de la panera —le prometió, bajando la voz.
—Eres la mejor —le dijo y le besó la coronilla.
Cargó la bandeja con todos los platos que pudo y Daphne lo ayudó a servir. Le faltaba uno por servir, y advirtió que una silla estaba vacía.
—Déjaselo. Fue al servicio, ya viene —le indicó Charlotte con una sonrisa.
—Te has olvidado del tuyo también, querido —le señaló Adele—. Tiende a olvidarse de sí mismo. ¿Verdad que es magnífico? Ve a buscarlo.
Stephen dejó el comedor con un leve asentimiento de la cabeza. Camino a la cocina se chocó con Thea, que caminaba sin ver por dónde iba.
—Lo siento —dijo ella a la pared de músculos que se interpuso en el camino.
Levantó la vista y se encontró con esos ojos que le derretían los huesos. Stephen la tomó por los codos y la acarició de manera fugaz. Lucía tan mortificado como ella.
—Qué noche, ¿eh?—le dijo ella, con una sonrisa trémula.
—Terrible —suspiró, sonriendo de lado.
—No las aguanto. Hace rato que quiero irme a casa —se quejó.
—Aún queda el postre —le dijo—. Nunca ha probado un tiramisú como ese, créame. Vale la pena la conversación de fondo.
Thea se rió bajito y lo miró de nuevo. Las mariposas habían vuelto a su estómago y deseaba quedarse allí para siempre. Pero no era posible y los dos ya estaban tardando demasiado.
—Creo que... —empezó ella.
—Sí, yo iba a la cocina. Ya voy.
Y tomaron caminos separados.
Esa noche, Thea soñó con él, otra vez. Y, justo en la mejor parte, un ruido en su ventana la despertó. Sintió un escalofrío por la espalda y trató de ignorarlo. No movió ni un músculo.
Los golpes, aunque bajos, eran insistentes. Juntó valor y se dio vuelta para mirar hacia el origen del sonido. Una sombra enorme se perfilaba a contraluz de la iluminación de la calle. Ahora sí, estaba muerta de miedo. Agarró un adorno de bronce que tenía sobre el escritorio, que pesaba lo suyo, y descorrió la cortina. Casi lo soltó al ver quién era.
Stephen estaba en su balcón, vestido con un abrigo negro con capucha y pantalones del mismo color. Unas zapatillas deportivas completaban el conjunto. No tenía ni idea de qué lo había hecho aparecerse así, pero no pudo evitar sentirse feliz por la sorpresa.
—No puedes aparecerte así, sin avisar —le susurró al abrirle la ventana—. Me vas a matar de un susto. Apúrate antes de que te vean de la calle.
Le agarró el brazo, y lo empujó hacia el interior.
—¿Qué haces aquí? Son las tres de la madrugada —dijo, finalmente.
—Quería verte... —se excusó—. Fue más fuerte que yo.
Stephen se sentó en su cama. Se lo veía gigante en la oscuridad. Thea cerró con llave, antes de sentarse a su lado. Si bien la había enternecido, temía por él.
—Fue muy temerario venir hasta aquí.
—«Valiente» me gusta más. —Sonrió con suficiencia— Fue toda una aventura llegar hasta aquí. Me perdí un par de veces, pero logré encontrar el camino.
Lo cierto era que había obedecido un impulso incoherente con su forma de ser.
—Estúpido te va mejor. ¿Quieres que te manden al Basurero? ¿Qué le has dicho a tu esposa?
—Galathea, por favor... Dame un momento... —Le desapareció la sonrisa, sonando abatido y cansado—. No tengo a dónde ir.
Thea se quedó de piedra. Debía ser algo muy crítico para ir a ver a una mujer que no conocía de nada, más que de la Feria y un par de reuniones, porque era el único refugio que le quedaba. La invadió la pena. Realmente, ser hombre debía significar llevar una vida solitaria. Stephen suspiró.
—No sé qué hago aquí, pero, en serio, fue lo único que se me ocurrió. —La miró a los ojos, descubriendo su alma— No sé por qué, pero siento que puedo confiar en ti. Sé que no nos conocemos mucho, pero...
Thea puso un dedo sobre sus labios, callándolo. Ella le había ofrecido ayuda, por lo que no era tan loco que acudiera a ella. Sin embargo, podría haber aprovechado otra ocasión menos arriesgada que esa.
—Estás a salvo conmigo, Stephen. —Le dedicó una sonrisa alentadora— Me diste un susto de muerte, pero aquí me tienes. Si puedo ayudarte, con gusto lo haré. Cuéntame.
—Es una larga historia.
—No tengo nada mejor que hacer. Y mamá tiene el sueño profundo, así que no nos molestará.
Thea se recostó en la cama, poniéndose cómoda. Pasado el susto inicial, ya estaba relajada. Estaba feliz, a pesar de temer por él. Pero no le duró mucho, ya que Stephen comenzó a quitarse el abrigo. Y luego, la camiseta que llevaba debajo.
Se lo veía muy cómodo con su cuerpo, ya que no mostraba ni pizca de vergüenza. Ella se sonrojó hasta lo imposible y se le aceleró el pulso. Eso era más de lo que pretendía para esa noche. Stephen iba demasiado rápido para su gusto.
—No te asustes... —dijo él, mirando el suelo— Acércate.
Como ella no reaccionaba, tiró de su muñeca. La sobresaltó.
—No voy a comerte, Galathea. No ahora, por lo menos —se rió, para romper la tensión—. Echa un vistazo a mi espalda.
Al principio, no vio mucho. Decidió prender una lámpara. Ahogó un grito. La espalda de Stephen era un reguero de cicatrices de rasguños y moretones. Algunos en proceso de sanación. Muchos se veían profundos.
Aquello parecía un sacrilegio en un cuerpo preciosamente esculpido. Thea pasó el dedo, con delicadeza, siguiendo algunas. No se aguantó y lo abrazó por la cintura con todo el cuidado posible, recibiendo un estremecimiento como respuesta.
Thea apoyó su mejilla y cerró los ojos, con un nudo en la garganta. Stephen, por su parte, se relajó y acarició los brazos que lo rodeaban. Se sentía bien, mejor de lo que hubiera esperado.
Se quedaron en silencio por un momento, cómodos con la compañía del otro. Con un suspiro, Stephen se separó un poco de ella.
—Eso me lo hizo mi mujer. En la cama. —Se dio vuelta, para mirarla a los ojos— Un poco salvaje, pero no es nada del otro mundo. Ya nos habían advertido en la Escuela sobre mujeres así.
A la chica, se le hizo un nudo en la garganta. Él se señaló el rostro.
—Y esto, me lo hizo después. No mientras teníamos relaciones. Este corte fue porque tardé en llevarle su copa de vino, Thea. Este otro —Se señaló un moretón violáceo cerca del mentón— porque no le gustó cómo me vestí en ese momento. No le gusta que vista de gris, vaya a saber Diosa por qué. Oh, ¡y aquí!—Unos arañazos que le iban desde la oreja hasta la clavícula— porque me vio riendo con María.
—¿Quién es María?— le preguntó con la voz tomada, por lágrimas contenidas.
—La única amiga que tengo ahí dentro. Es el ama de llaves. Te lo juro. Yo estaba en una punta de la cocina, y ella en el extremo opuesto. Si nos hubiera visto besándonos, me lo merezco. Pero, te lo juro por lo que más quieras, no estábamos haciendo nada malo. Si no hubiera cámaras ahí para demostrarlo, la hubiera echado a la calle.
— Y a ti...
—No, Thea. No lo creo. Tiene una obsesión conmigo.
Volvió a vestirse.
—La cena de hoy fue humillante —continuó—. Y cuando se fueron todas, comenzó a golpearme de nuevo. Dijo que mi comportamiento había sido indecente. Que estuve provocando a Beatriz. ¿Puedes creerlo?
La indignación le iba creciendo de manera exponencial. Se le estaban marcando los músculos del cuello por la furia contenida. Thea había quebrado, finalmente, y lloraba a mares, en silencio. No soportaba la idea de su amor maltratado de forma tan injusta.
—Y no puedo hacer nada, ¿entiendes? ¡Estoy atrapado con esa loca y nadie puede hacer nada! ¿Quién me va a creer? ¡Mírame!
Thea lo abrazó de nuevo. Le agarró la cabeza y la bajó hasta colocarla en el hueco entre el cuello y el hombro. El movimiento fue muy delicado. Le acarició el pelo con una mano y le rodeó la cintura con la otra. Él se dejó hacer, y se abrazó a ella a su vez. Se relajó y disfrutó de los mimos de aquella chica. Aspiró el perfume de su cuello, deleitándose con la suavidad de su piel.
Su corazón se derritió cuando ella le besó el pelo. Esa chica no pedía nada de él, al contrario, se le estaba ofreciendo como consuelo. Ella jamás sabría cuán importante era eso para él. Desinterés. No pensaba que las mujeres fuesen capaces de eso.
Los minutos se sucedieron en un silencio cómodo, cada uno sumido en sus pensamientos, acariciándose inconscientemente, como si fuera algo que hubieran hecho toda la vida. Era inexplicable para ambos: una química que había surgido prácticamente de la nada, instantánea y eterna. Ambos desearon que ese momento no terminara nunca.
—Galathea... — le dijo al oído—. Quiero verte de nuevo, ¿sabes?
—Yo también. Pero no quiero ponerte en peligro. Es más, temo por ti en este momento. ¿Qué pasará si Adele despierta y no te encuentra a su lado?
—Nada, porque está acostumbrada—le confió—. Dormimos en cuartos separados. La cama solo la comparte para una cosa, y no es dormir.
—Oh, de acuerdo —murmuró.
No le gustaba la idea de él entregándose a otra. No tenía ningún derecho, era muy consciente, pero no le gustaba nada.
Lo invitó a acostarse junto a ella y se amoldó a él. Le pasó los brazos por el cuello, acercándose todo lo que podía. Añoró sentirse así de bien todos los días, que su amor fuera lo primero que viera por la mañana y lo último antes de dormir. No quería pensar más.
—Stephen... —Lo miró a los ojos y se perdió en ellos.
—¿Qué? —preguntó, tan perdido como ella.
—¿Me das un beso?
No había urgencias, ni temores. Él tomó su cabeza con las manos para acomodar sus bocas, para luego bajarlas hasta su cintura, para fundirse todo lo posible. Fue un beso tierno, cargado de paz.
Y... no se pudieron aguantar :P ¿Qué opinan de las amiguitas de Charlotte?
Muchas gracias por leer y comentar :D
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