10.1: Cien veces, no debo
La palabra idiota le dio vueltas en la cabeza, hasta que le sonó extraña y sin sentido. Exactamente como lo que acababa de hacer. Aunque eso sería quedarse corto. Fue estúpido, totalmente imprudente, impulsivo, hasta primitivo. Peligroso. Eso resumía todo, fue peligroso. Sí, estaban solos y nadie tenía por qué enterarse. Pero una avalancha de "y si..." se le agolpaba en la cabeza.
Entró por la puerta de atrás, temeroso de que su mujer descubriera que había salido de paseo. Su auto no estaba. María le salió al paso mientras colgaba las llaves.
—¿Lo tienes? —le preguntó, ansiosa.
Stephen le dio el sobre, ceñudo.
«Que no pregunte, por Diosa. Que no pregunte», rogó en silencio.
—¿Has tenido algún problema? —quiso saber.
—No —se limitó a decir.
No era culpa de María que Adele fuera amiga íntima de su casi suegra. Sin embargo, seguía alterado y no lograba componer el semblante del todo. Su amiga lo miraba con pena.
—Pero, no me lo vuelvas a pedir —agregó, con voz dura.
— ¿Te acosaron mucho, Ste? —Se acentuó su expresión de preocupación y culpa—. Las muchachas de hoy en día están terribles. No tienen vergüenza. Pero si no les haces caso, no te molestarán mucho más.
«Ojalá ese hubiera sido el único acoso», pensaba él.
Apenas se había percatado de las cosas que le gritaron. Una, incluso, le había apretado el trasero sin ninguna vergüenza, cuando pasó por una calle transitada. Apenas la miró con enfado, mientras ella se alejaba impune, como si nada hubiera pasado. Prefirió dejar a María en la ignorancia.
—Me han hecho sonrojar con sus barbaridades. Me sentí muy incómodo —confesó—. Y no era cerca de aquí, sino en la otra punta de Palas. Hiciste bien en quedarte. Pero no quiero volver a hacer algo así.
La mujer le dio unas palmaditas en la espalda. Se lamentó por él, creyendo entenderlo del todo. ¡Qué equivocada estaba!
Ella era buena para levantarle el ánimo. Quizás, podría aplazar un poco sus obligaciones, hasta que él se viera mejor.
—Déjame prepararte un té —se ofreció.
—Bien por ti, Thea —murmuró para sí—. Casi mandas al Basurero al hombre de tus sueños.
Quería golpearse la cabeza contra la pared hasta perder el conocimiento. ¿Por qué había actuado de forma tan estúpida? Rogó que no la hubiera visto ninguna vecina. Ahí sí que armaría una buena.
¿Pero qué hacía deambulando solo por la calle? Dudaba que Adele lo hubiera autorizado, era demasiado celosa de sus cosas. Llegar hasta su casa suponía pasar por un par de edificios en construcción, sin contar la fábrica de una marca de ropa. Lugares llenos de mujeres sudorosas y, por supuesto, solteras hambrientas. Seguramente, el pobre habría escuchado mil adjetivos hacia su persona, uno más humillante que el otro. Dudaba que se hubiera asustado, pero, ¿incomodado? Definitivamente. Así que no, imposible que Adele hubiera estado detrás de semejante exposición. Incluso, podrían haberlo secuestrado y hecho mil cosas.
Perdida en sus cavilaciones, se dirigió a su dormitorio, para hacer un poco de limpieza. El cuarto estaba pintado con distintos tonos cálidos, con cuadros de caballos colgados en las paredes. Dos estantes llenos de libros y un baúl debajo de ellos en un lado; y el escritorio con la computadora en la pared adyacente. La cama de plaza y media, enfrentada al escritorio, era un revuelto de sábanas y su piyama estampado yacía arriba de todo. Una mesita de luz, con un velador con un soporte en forma de rama completaba el mobiliario. La pared restante estaba ocupada casi en su totalidad por un ventanal, que daba a un balcón a la calle. Un cortinado traslúcido color crema filtraba la luz que entraba de afuera.
Una vez terminada la labor, abrió el ventanal para regar las plantas. La recibió una brisa fresca que le dio un soplo de vida. Cerró los ojos un momento y se permitió pensar.
No tenía idea de qué la había poseído para actuar de la forma que lo hizo, pero un rinconcito de su ser no se arrepentía ni un poco. Se llevó inconscientemente la mano a sus labios, rozándolos apenas. Se deleitó con el recuerdo de la boca de Stephen sobre la suya, el anhelo y el deseo que había sentido, la dulzura y la urgencia. Quería hacerlo de nuevo, una y mil veces más. Y le dieron ganas de llorar.
No sería suyo jamás. Por más que Adele lo dejara, no había futuro para ellos. Ahogó un sollozo cuando escuchó que abrían la puerta principal. La mujer que le arrebató los sueños había llegado.
—Te noto muy distraído, Stephen— le recriminó Adele, semi desnuda a horcajadas de él.
Le clavó la mirada y el hombre temió que terminara descubriendo su secreto. Estaba muy paranoico desde que había metido la pata hasta el fondo.
—Lo lamento, mi señora. Prometo hacerlo mejor.
Volcó todo el entusiasmo que pudo y le cerró la boca a su esposa con un despliegue de placeres, para no darle más motivo de queja. Sin embargo, por mucho esfuerzo que pusiera, la cara de Thea se le aparecía una y otra vez. Terminó rindiéndose y se la imagino a ella mientras atendía a la otra.
Tenía terror de que la muchacha lo delatara. Sí, había tomado ella la iniciativa, con un beso que tendría que haberle resultado patético, y sin embargo lo enterneció. Pero él había respondido, la razón reemplazada por puro instinto. La había puesto en su lugar y, al mismo tiempo, se sintió el esclavo que quiere ser complaciente con su amo. Fue mejor que cualquier beso de su experimentada esposa.
Quizás fuera el sabor de lo prohibido lo que le había afectado tanto. Y, de nuevo, lamentó el contratiempo que los separó. ¿Era verdad que no había sido su culpa que la compra se hubiera cancelado?
—Quiero un masaje —le ordenó Adele, al acabar.
Ese día, estaba particularmente desagradable. Stephen fue a buscar un aceite de lavanda y se dispuso a trabajar. Su esposa no paró de resoplar. La vio de reojo reflejada en el espejo de la habitación. Estaba arrugada de disgusto.
—No. No. No. ¿Quién te enseñó? —se quejó, al cabo de quince minutos—. Eres un inútil. Lárgate.
Él se detuvo a mitad del movimiento. Ella nunca se había quejado de sus masajes. Incluso, lo había alabado un par de veces. Algo andaba mal.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó preocupado.
—Lo estaré cuando salgas de aquí. —Lo miró resentida y él no entendía nada—Ahora.
Apenas se había puesto un pantalón cuando recibió un pellizco en el brazo. Le debía haber costado lo suyo, ya que él tenía los músculos bien tonificados. Casi no sintió dolor, pero si miedo. Bastante.
—¡Vete de aquí! —le gritó.
Salió con atropello de la habitación, seguido de cerca por ella. Casi lo golpea con la puerta, al cerrársela en sus narices. Golpeó la pared de espaldas, en su apuro por alejarse. El corazón le latía a mil por hora. Se había quedado sin palabras.
Eso había sido raro. Escuchó que alguien se aclaraba la garganta. Se giró y vio a María, sonrojada, en medio del pasillo. Miraba al piso con recato.
— T-T-Te has olvidado de, eh... —tartamudeaba y se señalaba la camisa.
«¡Diosa mía, no me hagas esto! », se mortificaba ella.
Quería mirar, se moría de ganas. Mas no podía. Y ese estúpido sonrojo incontrolable la haría quedar como una tonta.
Stephen frunció el ceño. Se miró el torso desnudo y entendió. Menos mal que había atinado a ponerse pantalones. Siempre se cuidaba de mostrarse totalmente vestido fuera de la habitación. Nada de pasearse por ahí en medio desnudo. Era de pésimo gusto, y no sabía si podía llegar a ser motivo de problemas.
—Me acaba de echar de la habitación —susurró, acercándose a ella.— ¿Habrá quedado alguna camisa sin planchar por ahí? No puedo entrar.
—S..sí, sí. Ya te traigo una.
Se alejó a paso acelerado, mirando el piso. Stephen sonrió con ternura. No se le había ocurrido que le pudiera afectar así. Pero era humana, después de todo, y él un muy bien cotizado ejemplar.
Un momento más tarde, sus abdominales ocultos, le pidió a María unos minutos para hablar con ella. Se la llevó al cuarto de limpieza, donde Adele no pondría un pie, ni muerta.
—Lo que voy a preguntarte, tiene que quedar aquí —le advirtió, nada más entrar y cerrar la puerta tras de sí.
María hizo un gran esfuerzo para calmar su desbocado corazón. ¡Qué vergüenza! Nunca le había afectado ningún esposo de la patrona. No es que la trataran como un ser humano tampoco. Siempre los supo elegir arrogantes como ella. Sin embargo, Stephen era un caso aparte. Si bien se había mostrado muy serio al principio, la convivencia la había hecho descubrir lo bien que a él se le daba sonreír y hasta bromear.
Hasta ese día, venía disimulando y convenciéndose de que lo veía como a un amigo y nada más. Luego, venía el muy infeliz a pasearse semidesnudo por el pasillo. Ahí, ella se acordó que era mujer. Le dio vuelta todo y la volvió tremendamente torpe y vergonzosa. No podía mirarlo a la cara sin sonrojarse. Se odió a sí misma por perder la compostura de esa manera.
Ahora estaban encerrados en un cuarto en el que a duras penas entraban los dos. «Mátenme», rogó en silencio.
—Sabes que puedes confiar en mí. Aparte, te lo debo... —susurró.
Stephen sonrió y ella se obligó a poner cara de póker.
—Hoy, Adele se comportó de una forma muy extraña. Por eso, me encontraste en esa situación, eh, comprometida —le contó.
—Ajá...
—¿Sabes si ella tiene alguna clase de... problema?
María se quedó pensativa. Aquel era un secreto jugoso. Demasiado grande para revelarlo. No podía arriesgarse a perder su trabajo, ni siquiera por él. Anotó mentalmente que tenía que revisar que la medicación estuviera en su sitio.
—Si ella quiere que lo sepas, lo sabrás... Mientras tanto, paciencia —le pidió—. Son épocas y pasan. A veces, tarda más; a veces, menos. Pero ten por seguro que pasan.
—Pero...
—Aquí me tienes, si llegaras a necesitar —Buscó una palabra que no fuera demasiado reveladora— ayuda.
Stephen endureció el rostro, pero no dijo más nada. Ella no tenía la culpa.
—Lo sé. Gracias.
Abrió la puerta y salió, dejándola sola. Era una pena. Pobre Stephen, se le estaba agotando el tiempo.
¡Gracias por leer! <3
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top