Año 2960:

Édgar estaba terminando de servir el agua en los vasos cuando la puerta se abrió de golpe causándole un sobresalto que casi lo hace tirar la jarra.

—Al... Tranquilo —exhaló su primo Thomas acercándose a detener sus manos temblorosas.

—La última bomba cayó hace...

—Cinco años, Allan —interrumpe Thomas tomándole la cabeza con fuerza—. Todo acabó, sólo quedamos nosotros y es Navidad, no debes preocuparte.

—Siempre hay algo por que preocuparse —murmuró el menor antes de dejar de nuevo la jarra sobre la mesa.

Thomas miró por la ventana mientras Edgar se encerraba en su habitación, el paisaje era igual de gris y desolador que los últimos cinco años, tan vacío como siempre... Por lo menos hasta que apareció por la calle la sombra de Ámbar y Erick: Erick venía tirando de los restos del tren de aterrizaje de algún avión destrozado mientras Ámbar mantenía el equilibrio sobre el tubo que unía las ruedas.

Thomas exhaló una suave risa y empujó el cristal de la ventana causando que esta se abriera. La risa desquiciada de Ámbar se escuchaba por todos lados al igual que el rozar de las ruedas contra el suelo disparejo.

—¡Hey! —llamó para llamar su atención y ambos chicos se detuvieron para saludar—. ¡¿Qué traen?!

—¡Hambre, mi presencia y lo más parecido que pude encontrar a un trineo! ¡¿Te sirve?! —gritó el chico en respuesta.

Thomas rodó los ojos, esa respuesta era tan propia de Erick que no sabía ni por qué se había molestado en preguntar.

—¡¿Ámbar?!

—¡Un beso!

Thomas se sonrojó y sólo les chasqueó los dedos para indicar que se apresuraran. Ambos chicos siguieron su camino rumbo al apartamento de los dos primos, la única casa de todas que había permanecido lo suficientemente decente como para almacenar invitados.

—¡Thomas!

El grito de Ámbar tras la puerta lo sacó de su ensimismamiento, tan pronto como abrió, unos labios cálidos con sabor a cafeína y azúcar se golpearon con los suyos... Esta no estaba ni cerca de ser una Navidad alegre, pero por primera vez en años, sería perfecta.