CAPÍTULO 8


—Sam, ¿has visto mis zapatos de tacón de aguja? ¡No los encuentro!

Anne comenzó a sacar todas las cosas del clóset sin fijarse por dónde caían. Una de sus prendas me dio en la cabeza y yo la miré furiosa.

—¿Que no los traías puestos hace tres noches?

—Hace tres noches los había dejado justo al lado del espejo pero ahora no están... —gimió—. Ay amantes, Lucian va a matarme.

Casi siempre era la misma rutina antes de que la casa se convirtiera en lo que a Lucian le gustaba llamar como "La casa de muñecas". Cada nueve de la noche él traía a sus clientes para que pasaran con nosotras las veladas nocturnas. En ocasiones éramos llamadas explícitamente para un cliente en particular, si teníamos suerte nosotras podíamos escoger con quién pasar la velada, incluso ayudar a Tiana en la cocina.

Algo que sucedía muy raras veces.

Horas antes de que empezara el turno, Lucian mandaba a través de Wen instrucciones precisas sobre lo que teníamos que vestir, cómo debíamos estar peinadas e incluso el color exacto de nuestro maquillaje. Él decía que les ofrecía a sus invitados ciertas características que se adaptaban a cada una de sus fantasías, y estos podían escoger no solo a una de nosotras, sino el conjunto que deseaban que usáramos. En mi primera noche Karla me había dado una serie de consejos antes de permitirme ir sola. Recordaba mi primer trabajo como algo difuso, un sabor amargo que, con el tiempo, había aprendido a restarle importancia.

Aunque aún me costaba.

Con el pasar de las noches logré adaptarme mejor, o al menos, la pesadez en el estómago fue haciéndose menor. Afortunadamente esa noche ningún cliente había solicitado mis servicios, así que Lucian me había dado mano libre para que usara lo que quisiera. Tal vez podría apoyar a Tiana en el servicio de cocina y luego...

Sentí la punta de un tacón en mi coronilla.

—¡Anne! ¡Date cuenta de dónde tiras nuestras cosas!

—Aquí estaban, yo sé que aquí los dejé... —murmuró sin prestarme atención.

Rodeé los ojos y chequé la hora en mi reloj de muñeca: faltaban quince minutos para que dieran las nueve, debía apurarme. Me apliqué lo último de mi delineador frente al espejo, por lo que solo veía la espalda de mi compañera de cuarto removiendo el contenido de nuestros cajones.

—Por casualidad, ¿no los dejaste anoche en la habitación de placer? —sugerí limpiando una manchita en mi mejilla.

—Para nada, Liz fue quien tuvo que trabajar allí.

—Pues entonces alguien los habrá tomado.

—Se supone que estas habitaciones están para nuestra propia intimidad, ¡nadie tiene permiso de entrar sin nuestra autorización!

—No sé qué quieres que te diga, yo no los he visto.

Gruñó.

—¡Las cosas no pueden desaparecer de un momento a otro! ¡Es tu culpa por tenerlo todo hecho un desastre!

Antes de que pudiera replicarle, alguien llamó a la habitación.

—Abre tú —sacó otra caja de zapatos—. Seguiré buscando.

Noté que se le levantaba la tela del vestido hasta sobrepasar el límite de su ropa interior mientras me dirigía a la puerta.

—Ese color no creo que te beneficie mucho —mencioné al tomar el picaporte—. El negro es el indicado si lo que quieres es un...

Me detuve, pues al otro lado en el pasillo no era ninguna de las chicas quien me estaba esperando como creía, sino Barb.

El terrorífico e intimidante asistente de tortura de Lucian.

Siempre que se aparecía ante nosotras nunca significaban buenas noticias, en especial porque yo lo rememoraba desde ese día, con aquella mancha de sangre seca pegada a la pared.

—El señor Luc te ha mandado a buscar —habló con ese tono frío y lúgubre que tanto le caracterizaba.

Su aspecto intimidante, de aproximadamente dos metros, era tal y como lo recordaba. Un cuerpo robusto con brazos tan grandes como tronco de árboles y hecho de un material como la roca. Pero lo más terrorífico, eran sus duros ojos además de su rostro, el cual estaba surcado por incontables cicatrices. Un rostro que se había grabado en mi memoria, atormentando mis pesadillas llenas de cuero y sangre. Cuando me miraba, casi podía verlo imaginar las diferentes formas de arrancarme la carne, una diversión que le fue impedida cuando me rendí ante Lucian.

—¿A quién ha mandado a llamar el señor Luc? —preguntó Anne poniéndose de pie rápidamente, aterrada al ver al gigante en nuestra entrada.

Barb me señaló con su grueso dedo.

—A ti.

Quedé petrificada en mi sitio, viendo con los ojos muy abiertos aquella extremidad de tamaño anormal. Era demasiado grande para ser un simple dedo índice.

—Oh no, Sam ¿qué has hecho? —dijo Anne como si contuviera un puño en la garganta. Ambas sabíamos qué significaba aquella aparición, y aunque ella quisiera ayudarme, conocíamos demasiado bien las reglas como para saber que no quedaba de otra más que obedecer.

Tartamudeé.

—Yo..., es que no lo sé. No he hecho nada, he estado toda la tarde en mi habitación y sólo...

—El señor Luc no le gusta esperar a nadie, —el hombre tomó mi muñeca y me jaló fuera del dormitorio.

Era inútil intentar librarse de su agarre, su fuerza me lastimó tanto como la primera vez y sentí cómo su mano de acero me cortaba la circulación de la sangre. Intenté seguir su paso para no parecer una muñeca de trapo, pero Barb daba zancadas tan enormes que yo debía correr para evitar que me arrancara el brazo.

Las puertas de las habitaciones, los cuadros de las paredes y las escaleras pasaron como una exhalación, apenas tuve tiempo de pensar en las cosas que habría hecho mal para ser llamada ante Lucian, errores que pasé por alto, una palabra o gesto que se me habría escapado en su presencia. Había aprendido a ser muy cuidadosa de lo que decía dentro de casa, evitando hablar o hacer algo que pudiera despertar el lado horrible de ese hombre que podía mandarme a cortar los dedos con una sola orden, pero por más que lo analizaba fui incapaz de recordar algo, ni siquiera me había encontrado con él durante el día.

Barb me metió en un pasillo vacío que se encontraba en el lado derecho del edificio. Ese pasillo en concreto solo lo había visto una vez y jamás creí que volvería a pisarlo de nuevo, no por estar oculto o desierto, sino porque todas sabíamos que nos llevaba a uno de los sitios más intimidantes de toda la casa.

La oficina de Lucian.

Al fondo de dicho pasillo se encontraba una puerta de madera de caoba pulida. No tenía nada escrito, ni siquiera hubiera llamado la atención al carecer de decorado, únicamente por una pequeña perilla de metal inoxidable y un escáner de seguridad. El suelo siempre se encontraba impoluto, tan brillante que escuchaba mis pasos rechinar en la superficie hasta que Barb nos hizo detenernos; él estaba a punto de tocar la puerta con sus atrofiados nudillos, pero ésta se movió por sí sola revelando a una cansada Karla al otro lado. Al verme junto a Barb ella abrió los ojos sorprendida, un vistazo a mi muñeca donde el hombretón continuaba agarrándome la hizo atar cabos, y la compresión de lo que iba a suceder cubrió todas sus facciones.

—¿Qué fue lo que hiciste?

Negué con la cabeza sin saber qué responder, ni siquiera yo sabía la respuesta a esa pregunta, aun así, quise explicarle que aquello debía ser un mal entendido, pues a diferencia de Anne, Karla no dudaría en emplear cualquier cosa con tal de sacarme de aquella situación. Sin embargo, antes de que ella pudiera formular una palabra, el asistente de Lucian la obligó a hacerse a un lado.

—Esto no te incumbe, mujer —la empujó con su mano libre y luego me lanzó hacia la habitación.

Adentro el aire había sido remplazado por un humo espeso que me impedía ver con claridad y que hizo que me lagrimearan los ojos. Tosí un par de veces hasta que adapté mi visión al entorno; encontré a un Lucian cruzado de brazos, recargado sobre su enorme escritorio oscuro y con ambos pies cruzados en posición relajada. Vestía su acostumbrado traje elegante para las horas de trabajo, tenía un cigarrillo en la boca y la mirada perdida puesta en el techo. A mi lado, Barb cerró la puerta.

Instintivamente busqué la esquina de esa habitación, sintiendo el corazón al cien como un roedor enloquecido. Mi cuerpo comenzó a exigirme un lugar seguro, mi mente angustiada gritó que me encogiera en el suelo, pero, aunque lo deseaba con todas mis fuerzas, me reprimí por el hecho de que no encontraba ningún lugar en el que no me sintiera intimidada por aquel hombre que se había autoproclamado mi amo.

Porque donde sea que posara la vista, me rodeaban agobiantes fotografías de mujeres desnudas exhibidas en diferentes ángulos. A diferencia del estudio al que habíamos ido, en estas fotos no solo se mostraban a modelos sonriendo, también las había que no lo hacían, incluso algunas lloraban y parecían gritar de dolor. Sus cuerpos evidenciaban la más brutal de las violencias. El sólo mirarlas provocaba en mí sentimientos de agobio, sobre todo porque eran las que más acaparaban espacio en esas paredes.

En ambos lados del escritorio de Lucian había dos estatuas de madera oscura con forma de elegantes mujeres en posiciones comprometedoras, tocándose así mismas con una expresión del más puro éxtasis. Con el color gris de las paredes y el suelo tapizado de una alfombra negra, en conjunto, el lugar daba la impresión de que no estabas frente a cualquier hombre, sino frente a Lucian Jones.

Y debía admitir que él me daba mucho miedo.

—Gracias por traerla, Barb —el asistente asintió en silencio y Lucian bajó la vista para mirarme. Me inspeccionó de arriba abajo mientras le daba una calada a su cigarrillo y habló después de liberar el humo—. La verdad, Samanta, debo decirte que esta noche te ves espectacular. Es muy hermoso ese vestido que traes puesto, lástima que ninguno de mis clientes pueda disfrutar arrancártelo de encima.

Volvió a dar otra calada y exhaló densas nubes de humo que se perdieron con el resto de la habitación.

—Señor Luc, no sé qué...

—Ah, ahora no lo sabes —sonrió, sus ojos no hicieron lo mismo—. Pero en cuanto descubras por qué estás aquí, también espero recibir una buena explicación de tu parte de por qué has decidido mentirme.

—¿Mentirle?

Tomó algo que tenía detrás de la espalda, una serie de hojas sueltas de cuaderno y comenzó a hojearlas entre sus dedos.

—Fuiste muy buena engañándome, lo admito —comentó todavía con el cigarro en la boca—. Así que quiero darte mis sinceras felicitaciones. Tu ortografía en realidad nunca fue tan mala.

Parpadeé, incrédula.

—¿Mi ortografía?

—¿Te está fallando el oído?

—Perdóneme, es solo que me cuesta seguir su conversación. Esto me sorprende mucho.

Lucian dejó salir una sonrisa torcida, burlona.

—Verás, Gwendolyn no paraba de fruncir el ceño y hacer muecas raras cada vez que debía leerme tus informes, pero esta vez la cosa sucedió muy diferente —fue pasando de una hoja a la otra—. Ni un solo error ortográfico, ni una sola palabra mal escrita. Estoy orgulloso de ti, mi pequeña Rapunzel.

—Entonces, ¿solo me ha llamado para alabar mi redacción?

—En parte así ha sido, —dejó a un lado la mayoría de las hojas y sostuvo una que parecía ser la más reciente, pues era la menos arrugada—. De un día para otro has dejado de ser solo una mujer bonita y te has convertido en toda una escritora, aunque te falta resolver el problema de la gramática.

No supe qué podía responderle, pues aunque una parte de mi estaba aliviada, la otra continuaba estando en alerta, esperando en qué momento sacaba aquel escorpión la punta su horrible aguijón.

Lucian dio una nueva y larga calada antes de seguir.

—Solo tengo una duda y espero que me la respondas con total honestidad —mientras hablaba el humo salió disparado de sus labios—. Entre nosotros hay una conexión y odiaría tener que romperla, así que dime: ¿por qué excluiste tu pequeño viaje con ese cliente?

Sentí cómo se me enchinaba la piel. Deseé contestar y explicar lo que pensaba, pero fui incapaz de mover incluso los labios porque la boca de pronto dejó de responderme.

—Veo que te he tomado por sorpresa —dejó a un lado la hoja y se cruzó de brazos.

—Yo..., yo...

Él extendió una mano, y al instante Barb fue detrás del escritorio para remover algunas cosas hasta revelar mi arrugado uniforme de trabajo. Se lo entregó a Lucian y él inhaló su aroma cerrando los ojos. Su voz salió ronca cuando habló:

—Te veías tan hermosa esa mañana, tan única y ordinaria que fui incapaz de acariciarte

Trazó un dedo por la tela hasta llegar al logotipo bordado del local, un gato tomando una taza de café; pareció sacar una pelusilla y luego la inspeccionó en alto.

—Microcámaras —explicó—. Son muy difíciles de conseguir en este tamaño —se la entregó a Barb y éste la colocó en una diminuta caja, también le aventó mi uniforme—. Guárdalo y cuando hayamos terminado notifica a Helga que ya puede lavarlo, ya no lo necesitaré. Ahora Samanta, contesta mi pregunta, ¿por qué no mencionaste tu pequeño viaje con ese hombre en el reporte?

Seguía siendo incapaz de formular una respuesta, solo podía pensar en que había sido demasiado ingenua al creer que él me había permitido salir por plena voluntad a cambio de entregarle un simple escrito diario de lo que hacía. No le bastaba con saber que me carcomía la culpa, él ya había planeado una estratagema más para comprobar que yo le decía la verdad.

Pero qué tonta había sido.

—¿No respondes? ¿A caso debo recurrir a la fuerza para que hables?

—Es que, no pensé que fuese necesario...

—¡No me mientas! —azotó su puño en el mueble y yo retrocedí—. Subiste al auto de un desconocido sin saber si podías confiar en él, teniendo el atrevimiento de intentar traerlo a mi casa mientras te reías de sus ocurrencias sin sentido —abrió los brazos—. Dime Samanta, ¿qué crees debo hacer contigo?

—Señor Luc —me oí decir—. Jamás lo traicionaría de esa forma. Si ve el resto del video sabrá que lo detuve justo a mitad del camino. Él nunca supo dónde vivo.

—¿Y el subirte a su vehículo no te parece demasiado atrevido y fuera de las normas?

—Temía llegar tarde —argumenté agobiada—. No quería sobrepasar el tiempo límite que usted me ordenó. Tenía miedo de que si no alcanzaba la hora acordada usted no quisiera...

Lucian se me acercó en dos zancadas y tomó mi rostro entre sus manos, haciendo un falso intento de calmar el terror que comenzaba a invadirme. Al sentir su piel mi cuerpo se estremeció, pero lo peor era ver la luz caliente de su cigarrillo entre sus largos dedos, demasiado cerca de mis párpados que casi podía sentirlo quemándome las pestañas.

—Está bien, Samanta, está bien —acercó sus labios rozando los míos, como si estuviera a punto de besarme. Cerré los ojos y esperé lo peor—. Te creo, sé que para ti es importante conservar esa pequeña libertad que tanto te ha costado conseguir. No olvido aquel favor que tuviste que pagar para lograrlo y solo por eso te permitiré seguir con tu pequeña actuación.

Estaba hiperventilando, lo cual solo hacía que se me llenara la cabeza de humo. Fui consciente de la proximidad de Lucian, pero sobre todo, de que a pesar de sus palabras suaves, solo presagiaban algo malo.

Y no me equivoqué.

—Te perdonaré esta insignificante intransigencia —abrí los ojos y él volvió a apartarse de mí—. Pero esto no puede quedarse así.

—Señor Luc...

—Barb, ¿serías tan amable de llevar a la señorita al sótano?

—Será un placer, señor.

El sótano era un lugar oscuro en donde solo había una bombilla que apenas alumbraba una mísera parte de una enorme habitación. Bajo la luz de esa bombilla, se alzaba un largo y grueso poste de madera decorado con unas esposas que se unían a él por medio de una extensión de cadenas. Las cadenas eran tan pesadas que nos obligaban a tener los brazos siempre hacia abajo; las esposas eran como dos mandíbulas de un animal salvaje que te dejaban marcas rojas sin darte oportunidad para librarte de ellas. Lo peor no era estar atada al poste, sino lo que había alrededor en las paredes; las chicas y yo habíamos intentado contar la cantidad de diferentes látigos que Lucian contenía en esa habitación, nunca supimos el número exacto, pero algo era seguro: jamás usaba el mismo para cada ocasión.

—Quítale el vestido —ordenó cuando Barb me dejó en el suelo como si fuera un saco de harina.

Yo me eché hacia atrás queriendo huir de ellos, de ese lugar con olor a cerrado. No logré avanzar más que unos cuantos pasos hasta que el gigante de las cicatrices alcanzó mi pelo y me obligó a levantar los brazos para aliviar el dolor que sentía en mi cuero cabelludo, así aprovechó para romper la tela del vestido tan fácilmente que éste pareció papel higiénico.

—Ahora colócale las esposas.

Barb no soltó mi cabello hasta que me las hubo colocado, enterrándolas en mi carne. No pude evitar soltar un quejido al momento de sentir aquellas mandíbulas feroces.

—Bien, ahora puedes sentarte Barb. Es hora de que disfrutes de la noche.

El gigante se alejó, lo escuché arrastrar una silla que se encontraba en alguna esquina de la habitación y se sentó con el pecho en el respaldo. No pude ver su expresión, pero sabía sin duda alguna que disfrutaba del espectáculo. Lo había ansiado desde hace mucho.

—Quiero saber, Samanta, ¿qué es lo primero que piensas cuando se habla de la palabra "arte"?

Oía las palabras de Lucian demasiado lejos, pero el dolor en mis manos y la rigidez de mis hombros por estar obligados a sostener algo tan pesado se sentían demasiado cerca.

—¿Ninguna respuesta? Descuida, puede ser que pronto lo descubras —caminó a un lado de la habitación—. ¿Qué opinas, Barb? ¿Una petición en especial?

—Hay uno nuevo que le he colocado a la derecha, señor.

—Oh, ya veo. Buena elección.

Escuché el sonido de algo siendo arrastrado a mi alrededor. Miré a todas direcciones, agobiada por encontrar a Lucian y su nuevo juguete, pero no pude distinguirlo en las sombras. Saber eso hizo que aumentara mi pavor de lo que pronto iba a ocurrir.

—¿Dónde estaba? Ah sí.

Sentí el primer latigazo. No fue demasiado poderoso como para hacerme gritar, pero me hizo apretar los dientes y me obligué a soportar aquella lacerada sobre mis antiguas cicatrices.

—Muchos críticos afirman que se trata de un mero concepto subjetivo. Que cualquiera puede dar su definición de la expresión artística y estar en lo correcto.

De repente, sentí uno de sus dedos recorriendo la columna de mi espalda. Me alejé asustada hasta pegarme al poste, y no me percaté de su cercanía hasta que escuché su voz hablando muy cerca de mi oreja.

—Pero hay otros que pensamos que el arte no se trata de un asunto tan banal con el cual se puede deducir en base a nuestras difames experiencias de vida —repasó algo duro sobre mis hombros, provocando que me recorriera un escalofrío sobre mi espina dorsal por el contacto del cuero en mi piel—. Así como un simple campesino sólo piensa en lo que ha de comer, sembrar y cosechar, un escultor sólo piensa en lo que ha de expresar, moldear y recrear. ¿Puedes decirme por qué uno está más cerca del concepto del arte que el otro?

Comenzaba a faltarme el aliento y no me di cuenta que había doblado la espalda para permitir descansar mis brazos del peso de las cadenas. Debía doblar las rodillas, pero hacerlo solo provocaría que viniera lo peor y deseaba postergar ese encuentro lo más que pudiera.

—Te lo explico —sus palabras volvieron a sonarme lejanas, y por un momento me permití respirar profundamente—. El campesino es imposible que pueda imaginar algo más allá que suplir sus necesidades físicas, piensa en el hoy y no está capacitado para tener conciencia sobre la naturaleza de la expresión artística; en cambio, el escultor en lo único que puede pensar es en cómo mejorar y transmitir sus emociones a través de su obra.

Tarde o temprano debía ceder, pero no podía rendirme tan fácilmente. No ahora, no cuando era lo que él quería.

—Él piensa no solo en el hoy sino en el mañana, eso explica por qué está más cerca del concepto de lo que es el verdadero arte.

Comenzó a faltarme el aire y las pesadas gotas de sudor de mi frente caían hacia el suelo nublándome la visión. Aun así, debía soportar más, quería aguantar más.

Pero no podía sostener el peso de esas cadenas que me jalaban hacia el suelo, que me impedían la circulación de la sangre y hacían que me ardieran las muñecas. No podía mover mis manos ya entumecidas, ni siquiera sentía los dedos.

Me rendí.

Y el látigo golpeó con fuerza.

Grité, arqueé la espalda antes de caer contra el suelo. Un dolor tan intenso en la parte baja de la espalda me impidió levantarme, pero de eso Lucian no dudó en encargarse al respecto. Se acercó despacio, dando lugar al suplicio y un breve lapso de tiempo para que me adaptara al ardor de mi piel dañada. Me agarró de un brazo y me obligó a levantarme.

—Sin embargo, hay algo en el que todo el mundo está de acuerdo, y es que el arte busca recrear un sentimiento o sensación ya sea conocida o por conocer —sostuvo mi cabello, y obligó a mi cabeza inclinarse hacia atrás, tanto que me dolió el cuello—. No importa si se trata del amor, tristeza, odio, lujuria... —dio una pausa—. O miedo.

Me soltó y yo trastabillé, aun así, logré mantenerme de pie, jadiando por el esfuerzo y la falta de aire. No obstante, eso no importó cuando al instante su látigo volvió a golpear con la misma fuerza, esta vez muy cerca de mis hombros. Volví a gritar, y ya no pude retener mis lágrimas. La agonía de aquellas heridas que me quemaban tanto fue tal que comencé a sollozar.

—Existen tantos sentimientos, sensaciones y emociones por expresar que somos incapaces de recrearlos a todos..., —Lucian respiró entrecortado—. Pero afortunadamente pocos nos atrevemos a intentarlo.

Sentir las palpitaciones de mis nuevas heridas no fueron suficientes para distraerme del siguiente arranque de dolor cuando el cuero siguió impactando contra mi carne sensible; esta vez fue imposible no soltar un terrible alarido.

—¡Ya basta! —No podía aguantarlo más, no podía un sólo segundo más—. Por favor, basta.

Él me ignoró.

—Aún nos falta mucho por descubrir sobre las diversas cuestiones del arte, pero existe un tema en especial que nunca ha dejado de llamar mi atención.

Un nuevo latigazo, en esa ocasión alcanzándome mi brazo izquierdo. Eran como miles de agujas enterrándose hasta el hueso abrasando todo a su paso. Quise llevar una mano hacia una de mis heridas, pero apenas si pude mover mis brazos antes de derrumbarme de nuevo contra el suelo y arquear la espalda por otro golpe de dolor. Mis piernas ya no me respondían y no pude colocarme de pie.

—Barb, sostenla.

Moví la cabeza para ver a aquel gorila de hierro. Sus pasos eran pesados y quise levantarme, pero apenas me logré mover unos cuantos centímetros.

—Entonces, si el arte no es subjetivo y te enfrascas tanto en recrear todo tipo de emoción, ¿cuál es el punto de quiebre? ¿En qué momento te das cuenta de que has alcanzado la máxima manifestación de la expresión artística?

Barb no tuvo ninguna delicadeza en levantarme.

—No lo sé, no tengo idea... —lloré, sólo sabía que quería que todo aquello terminara. No me importaba lo que dijera sobre el arte o si un triste campesino era demasiado ingenuo para comprender a qué se refería, yo sólo deseaba que Barb me soltara, que Lucian me permitiera ir a la cama y que ésta tortura cesara.

—Ese es el problema, Samanta. Nadie lo sabe —guardó silencio y por fin albergué la esperanza de que me soltara—. ¿Qué opinas Barb? ¿Ha quedado bien?

—Creo que le hace falta un retoque en el lado derecho.

—Vayas que tienes un ojo crítico para esto.

El cruel sonido del látigo resonó por última vez.

Perdí la conciencia cuando Lucian dio por finalizada la sesión.

"Espero que sepas que a la próxima no seré tan condescendiente contigo", dijo enrollando el látigo. Yo me enfoqué en las pequeñas gotas de sangre que escurrían del terrorífico cuero.

De ahí, lo último que recordaba era la oscuridad. Hubo un momento en el que fui consciente de que estaba despierta porque el dolor se hizo insoportable, a pesar de que unas manos cálidas y suaves me aplicaban un paño húmedo para secar el sudor de mi rostro, y alguien untaba en mi espalda algo que no atenuaba el horrendo suplicio.

—Tranquila, Sam. Se ha acabado todo. Ahora puedes descansar.

Esa voz amable hizo que me pesara más la zozobra y no pude evitar derramar lágrimas amargas por sentirme tan sobrecogida; tampoco logré dejar de sollozar, tanto que preferí morderme los labios porque cada vez que mi cuerpo se sacudía por los temblores, la tormentosa sensación de mis heridas se hacía más intensa.

—¿Crees que estará bien para mañana?

—Lo dudo. El cuero entró muy profundo en la piel, deberá estar en cama mínimo una semana hasta que pueda recuperarse.

—Ay mi pequeña Samy. ¿Alguien tiene idea de lo que hizo como para haber enojado a Lucian?

—Nadie necesita hacer nada para despertar el lado oscuro de ese hombre. Nunca se sabe cómo va a actuar.

—¿Quién avisará a su trabajo que estará indispuesta?

—De eso tendrá que encargase Wen, ella es la única que estaba al pendiente del empleo de Sam, tengo entendido que revisaba sus registros y actividades. Al menos Samanta tendrá que estar agradecida de que todavía Lucian le permite salir.

—¿No crees que también Wen haya...?

—No digas tonterías. Wen es tóxica pero jamás haría que ninguna de nosotras se metiera en problemas.

—¿Cómo estás tan segura?

La voz no respondió.

Ahí fue que perdí el conocimiento otra vez, demasiado agotada como para identificar quienes eran las que hablaban, y por qué mencionaban a Wen.

El resto de las veces abría y cerraba los ojos, venía el sueño o tenía que soportar el fuego que no dejaba de torturarme. A veces no dilucidaba si estaba despierta o si acaso se trataba de un espantoso mal sueño.

Sin embargo, la última vez que fui consciente de abrir los ojos, todo estaba muy oscuro. No reconocí dónde me encontraba ni tampoco una silueta que se movía con cautela frente a mí. Mi primer pensamiento fue que Lucian había decidido continuar con el castigo, así que intenté ponerme de pie.

—Tranquila, no te levantes. No voy a hacerte daño —fue muy difícil identificar la voz, pues tenía un tono entre ronco y suave al mismo tiempo. La silueta extendió algo hacia mi rostro y yo retrocedí—. Es una crema muy especial, huele rico ¿quieres ver?

Yo negué la cabeza con vehemencia, aterrada a la idea de que aquello fuera una trampa para meterme de nuevo a ese agujero. Quise gritar, pero mis fuerzas eran pocas y solo pude dejar salir un quejido lastimero.

—Esto lo aliviará, te lo prometo.

Acercó de nuevo su mano y aunque quise apartarla de mí, en el instante en que algo viscoso hizo contacto con mi piel sentí tal alivio que solté un largo suspiro. Mi espalda se relajó.

—Eso es, no está mal ¿verdad?

Siguió aplicándome más y sólo pude agradecérselo en mi mente. Me llegó un ligero olor a vainilla que me hizo cosquillas en la nariz. Luego, mientras aquella silueta desconocida siguió sobando mi espalda, poco a poco regresé a un sueño que esta vez me pareció apacible y delicioso, ayudándome a olvidar incluso los terribles recuerdos de aquella monstruosa pesadilla.

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