CAPÍTULO 66

Empezó a fallarme la respiración.

El hecho de ver todo completamente a oscuras invitaba a que en mi cerebro se crearan todo tipo de suposiciones, una más horripilante que la otra; sombras y miedos que asfixiaban mi pecho de incertidumbre, agobio y ansiedad.

Cerré mis ojos, o al menos creí que lo hacía, porque ni siquiera notaba la diferencia entre tenerlos abiertos o cerrados. Era como si me hubiera materializado en el abismo de mi propia mente.

Intenté moverme, pero algo me retenía con fuerza. Sentí mi espalda aplastada contra una pared, mis muñecas fuertemente ajustadas. El tiempo que duró mi mente en acoplarse a ese nuevo universo extraño fue de lo más desesperante.

Y como en una mecha encendida, como si hasta ese momento no me hubiera percatado de la cruda realidad que me rodeaba, entré en un estado de completa agitación.

Luché contra mis ataduras, pero fue como si a mi cuerpo lo hubieran sedado. Mis manos nunca me respondieron, mis dedos a penas si se movían, ¿o era acaso mi propia imaginación? No lo podía explicar, ¡mi cuerpo simplemente no me podía obedecer!

Mientras tanto, intenté percibir cualquier cosa a mi alrededor, el sonido de unos pasos o el ruido quedo de un aire acondicionado, pero no, en ese pozo profundo de oscuridad solo estaba yo. Un velo negro que me impedía ver, un vacío infinito en el que mi cuerpo se suspendía en el aire y que, bajo cualquier movimiento en falso, provocaría mi propia caída hacia el abismo.

En otras palabras, era el lugar más perturbador en el que había estado.

Forcé la vista hasta que me ardieron los ojos para poder distinguir, aunque sea un poco, el contorno de algo en la oscuridad.

Me encontré con la nada absoluta.

—¡Ayuda!

Ni siquiera obtuve respuesta del eco.

—¡¡Auxilio!!

Silencio.

Agitada, volví a forzar mis manos. Algo tenía que funcionar, aquel lugar no podía ser de verdad, ¡era un sueño, tenía que serlo!

—Es inútil.

Me detuve.

Aquella voz no fue difícil de reconocer para mí, y por eso sentí que todo dentro de mis entrañas se agitaban en alerta, pero no pude evitar la pequeña sensación de alivio por el hecho, de que al menos, no estaba completamente sola en ese reino de sombras y vacío.

—No puedes moverte —continuó la voz, la voz de Lucian, tan tranquila a diferencia de mi respiración—, no a menos de que yo lo decida.

Miré en la dirección de su voz, pero al igual que en los intentos anteriores, no alcancé a ver ni siquiera el contorno de su silueta.

—Estás asustada —dijo, cada vez con más fuerza—. Sola, incapaz de moverte y sin más compañía que el de tus pensamientos. ¿No era eso lo que más te aterraba? ¿La razón por la que solías atragantarte con esos asquerosos dulces?

Lo busqué desesperadamente. Su voz parecía ir y venir, como una ilusión auditiva a la que no conseguía encontrarle explicación. Por instantes me parecía escucharlo demasiado lejos, pero era difícil ubicarlo con certeza.

—¿O es que tienes algún otro miedo del que todavía no me he enterado, Samanta?

—¿Qué es este lugar? ¿En dónde estamos?

Algo me sujetó con fuerza la barbilla, provocándome un brinco seguido de una heladez extrema por la repentina cercanía.

—Shhhh —susurró, sentí uno de sus dedos recorriendo mi labio inferior—. No eres tú quien hace las preguntas.

De forma repentina apretó con tanta fuerza mi mandíbula sin permitirme responder a nada. Creí que terminaría por destrozarme los dientes, y comencé a creer que aquello era más que una pesadilla cuando dijo, sin ápice de emoción, sus siguientes palabras:

—Esto te va a doler.

Y llegó el primer puñetazo.

Fue como si hubiera querido arrancarme la cabeza de un tajo. Perdí la orientación de lo que estaba ocurriendo, y por supuesto, el dolor fue instantáneo, tan intenso como lo recordaba; el sabor de la sangre por morderme la boca sin darme cuenta era el mismo sabor metálico de antes, una sustancia que se combinaba con mi propia saliva en un líquido pegajoso que se me escurría por la barbilla.

Mi lengua recorrió mis dientes en busca de algo que estuviera fuera de lugar, en una vieja costumbre que me llenó de recuerdos que hasta el momento había querido retener.

Sí, aún conservaba los dientes.

—Dime Samanta —la voz de Lucian continuó cerca—. ¿A qué te recuerda esto?

Tosí con fuerza. No pude responder.

Lucian esperó a que mi ataque de tos cesara. Si a esas alturas tenía alguna mínima duda de si estaba soñando, en ese momento entendí que todo era real. Tan terroríficamente real.

—¿De verdad no lo recuerdas? —susurró, mientras limpiaba los resquicios de saliva y sangre de mi barbilla con una especie de tela—. Los golpes, los gritos, tus paredes grises, el negro de tu bonito vestido. ¿No es acaso un lindo recuerdo familiar? ¿De tu madre muerta?

Sentí que me encogía, aunque no pudiera hacerlo de verdad a causa de mis ataduras.

—El pobre de tu padre —siguió diciendo en tono lastimero y cruel—. El muy patético creyó que lo ayudaríamos a consolarlo por la muerte de su esposa. No tenía con qué pagarnos, pero eso no impidió que varias veces viniera en busca de ayuda.

Intenté recuperar el aire, pero cada inhalación era un doloroso suplicio.

—Al igual que tú, se le acumularon las deudas. Pasar una noche con Karla es gratificante, pero no lo dejo barato. Aun así, siguió buscándonos —acarició mis mejillas, y fue cuando supe que estaba llorando—. Tan triste. Tan solo.

Quise hablar, responderle que nada de lo que decía me afectaba, pero sabía que se me quebraría la voz con cualquier cosa que le dijera, evidenciando lo mucho que me lastimaba.

—Llegó a debernos tanto que no tuve más remedio que buscarlo —continuó—. No fue difícil encontrarlo. Llorando desconsolado, metido en una oscura taberna y sucio en el charco de su propio vómito. ¿Cuántas veces terminaste limpiándolo en las noches? Me imagino que más de una vez, y el muy ingrato te pagaba con una bofetada.

—Cállate —lloré—. Tú no sabes nada.

—Oh, claro que sí. Él me lo contó todo. No te imaginas lo triste que fue —posó una mano en mi mejilla, acariciándola como si fuera una niña—. Su pobre hijita viviendo bajo la sombra de un monstruo. Cuánto odio contra sí mismo, cuánta ira. Él me suplicó, ¿sabes? Me pidió que los ayudara, que tuviera compasión de su pequeña. No fue complicado convencerlo de hacer un trato conmigo en ese entonces, yo le perdonaba la deuda, además de una pequeña bonificación extra de mi parte, a cambio, Karla debía convencerte de huir con nosotros. Si te rehusabas, bueno, podíamos llegar a otros acuerdos, pero sino... Tendrías que quedarte.

Las lágrimas salían más y más a borbotones.

—Y eso hiciste —susurró—. Te quedaste.

Tenía el corazón desgarrado. Dejé de pensar en el golpe, no sabía qué me estaba doliendo más, si el puñetazo o sus palabras hirientes.

—Pero ahora, Samanta, ahora puedes salvarte. Dime dónde está Helena. Dime qué fue lo que le diste. ¿Quién fue la primera en dar el primer paso? Dímelo, y te prometo que seré piadoso contigo, así como me lo pidió tu padre.

Me tragué el nudo en la garganta.

Pero no le dije absolutamente nada.

—Entiendo. Bueno, entonces hay que continuar.




Lucian no fue nada misericordioso.

Una y otra vez recitó la misma sarta de palabras hirientes, palabras que se enterraban en lo más profundo de mi subconsciente, verdades que había mantenido en secreto por lo mucho que lastimaban. Habló de mi madre, habló de mi padre. De lo decepcionados que se encontraban de mí y de todo lo que había hecho desde que había decidido huir de casa.

Dolía. Dolía, hasta el alma.

Pero no solté ni una puta palabra.

Los golpes fueron en aumento. En cuanto su puño impactaba contra mí, daba un tiempo para que me acostumbrara al dolor, al dolor físico me refiero. De alguna manera, el hecho de no ver absolutamente nada hacía que mis sentidos se agudizaran, por lo que cada golpe parecía ser más intenso que el anterior. Sin embargo, eran los recuerdos lo que más me lastimaban. De mí y mi padre enfurecido en una esquina de una habitación grisácea, mientras me gritaba más y más que todo era culpa mía.

Cada golpe, cada palabra hiriente, cada uno de los susurros de Lucian, todo aquello me llevaba a mi padre.

Y era una agonía.

En algún momento debí haber perdido el conocimiento, porque lo siguiente que supe era que estaba siendo despertada a causa de una ola de agua helada.

El agua se me metió en la nariz, y tosí desesperada en busca de aire. Al instante el dolor por los golpes regresó, todo mi cuerpo ardió como si un camión hecho de carbón al rojo vivo hubiera pasado sobre mí. El golpe de frío hizo que me inundara el cuerpo de temblores, y aunque deseé cubrirme con mis brazos, comprobé una vez más que estos seguían sin responderme.

Cuando conseguí acabar de toser, un silencio siniestro reinó en el lugar. Al igual que antes, fue imposible distinguir nada a mi alrededor. Era solo yo otra vez, con las sombras, el negro, y ahora el frío instalado en mis huesos.

—Creo que cometí un pequeño error de cálculo —dijo Lucian, con un ir y venir de su voz como si de un truco de sonido se tratase—. El haber invitado a tu padre previamente puede que haya alterado una de las variables, y aunque en su momento tu reacción al encontrarlo me proveyó de un agradable entretenimiento, ahora mismo está siendo una verdadera interferencia.

No le respondí. No tenía caso para mí. Intuía que se había cansado de insistir en el tema de mi pasado y que sólo se dedicaría repartir golpes y látigos hasta agotar mi existencia. Era lo que esperaba.

—Estuve pensando en lo que haría a continuación —siguió diciendo—. Azotarte en la oscuridad hasta que te rindieras al dolor, ahogarte con tu propia saliva y sangre o dejarte en las manos de mi asistente. Pero nada de eso servirá, ¿cierto? Te has vuelto bastante resistente al castigo.

Mis dientes castañearon, mientras sentía palpitaciones de dolor en cada una de mis terminaciones nerviosas.

—Pero encontré una grieta en tu armadura. Y créeme, no te gustará para nada que la abra —una especie de cuero que no tardé en reconocer recorrió el largo de mi pierna, provocándome un estremecimiento que no tenía nada que ver con la baja temperatura.

Pensé que en ese momento atizaría la correa del látigo contra mi carne, sin embargo, en su lugar, dijo algo que me tomó completamente desprevenida:

—Samanta, ¿cuál es tu nombre?

No supe si lo estaba diciendo en serio.

—¿Qué?

El látigo resonó contra mi piel.

El dolor fue muy diferente al de los golpes, pero eso no lo volvió menos intenso. Mi cuerpo deseaba retorcerse, pero en mi estado de inmovilidad, eso hizo que me mordiera los labios hasta sacarme sangre. El ardor de mi carne abierta no tardó en venir también, cerca de la zona donde me había acariciado con el látigo.

—¿Cuál es tu nombre, Samanta?

No entendía qué era lo que pretendía, pero el ardor, el miedo a la oscuridad y el hecho de no ver nada, eso aumentaba mis otros sentidos, incluyendo mis heridas. Me sobrecogió tanto que tartamudeé lo primero que se me vino a la cabeza.

—Sam. Me llamo Sam.

Hubo una pausa.

Y de nuevo, el látigo golpeó con fuerza.

Esta vez grité de dolor, de un dolor tal que casi sentí cómo se me reventaba la garganta.

—No lo entiendo... —lloré—. Yo... yo sólo dije...

—Samanta —la correa del látigo invisible volvió a recorrer mi piel, lo que me hizo temblar más que el propio frío—. Dime, ¿cuál es tu nombre?

Tragué saliva, indecisa de la respuesta que buscaba.

—S-Samanta. Mi nombre es... Samanta Grove.

Hubo una segunda pausa, esta vez más larga que la anterior. Creí que se había dado por satisfecho.

El látigo golpeó de nuevo.

Lloré, grité. Todo al mismo tiempo. El dolor provocó que me mordiera esta vez la lengua, y sentí un fuego ardiente recorriéndome cada músculo del cuerpo como si de mil cuchillos se trataran.

—Te lo preguntaré de nuevo —apreté los dientes para contrarrestar el dolor. Pero por todos los cielos, era insoportable—. ¿Cuál es tu nombre?

La siguiente respuesta que di tampoco le convenció.

Una y otra vez hizo la misma pregunta. "¿Cuál es tu nombre? ¿Cómo te llamas?". Yo intentaba responder, pero nada parecía satisfacerle, porque por cada pregunta y respuesta, era un nuevo azote de su látigo que me lastimaba. Yo no lo entendía, ¿de qué iba a servirle que le respondiera? ¿O era acaso que no quería que lo hiciera?

Cuando el sonido del último golpe del látigo se perdió, sólo se escuchaba mi llanto. Las lágrimas me salían de forma incesante. Los temblores de mi cuerpo debido al frío y al sufrimiento se volvieron el doble insoportables. Ya ni siquiera deseaba respirar.

—Samanta. ¿Cuál es...?

—¡No lo sé! —chillé—. Maldita sea, no lo sé... —¿Qué más podía hacer? Ninguna de mis respuestas le habían convencido. Nada de lo que le había dicho lo había detenido. Sólo quería que el dolor se detuviera—. Por favor... no tengo idea de lo que quieres. No sé qué es lo que quieres que responda, no lo sé...

Pasó un largo rato en el que lo único que escuchaba era mi llanto.

—No lo sé, maldita sea, no tengo idea...

Estaba tan concentrada en suplicar que no me di cuenta de que ya no me preguntaba nada más. Me había quedado sola, en el silencio.

En la temible oscuridad.

Me dediqué a llorar, a murmurar inconexos, a suplicar a mi mente a que se perdiera en la locura, todo con tal de no pensar en la agonía de mi propia carne herida. Poco a poco, ingenuamente comencé albergar la esperanza de que había terminado.

Pero no había hecho nada más que empezar.



—¿Quién es Derek Hard?

Que se pronunciara el sonido de ese nombre hizo que mi cuerpo, débil y adolorido, reaccionara en contra de mi voluntad.

Seguía sintiendo como si me hubiera tragado la tierra, y de repente, percibí un aroma a quemado, aunque no podía saber con certeza de dónde provenía o qué era.

Tragué en seco y sentí mi garganta demasiado rasposa, además de que la hinchazón de mi lengua me exigía alivio de agua. Pasé esa misma lengua por mis labios, resecos y agrietados, adoloridos por la marca de mis propios dientes al morderlos.

—¿Quién? —pregunté.

Lo siguiente que sentí fue que mi mano estaba siendo quemada por algo muy pequeño.

No supe explicar exactamente qué fue lo que ocurrió después, pero sí que me pareció cerrar los ojos y estallar en grandes alaridos a causa del ardor. E incluso cuando aquello ya no se encontraba en mi piel, la sensación de algo quemándome no se disolvió.

Lucian dio tiempo a que pudiera recuperar el habla, y antes de que alcanzara a decir algo, volvió a lanzar la pregunta.

—Samanta, ¿quién es Derek Hard?

Respiré hondo, y reuniendo un poco de fuerza mientras la frente se me llenaba de sudor, logré articular algo.

—No lo sé.

Esperé la siguiente oleada de dolor. Pero no sucedió nada.

Pasó un breve momento en el que intenté dilucidar a Lucian, aunque claro, aquello fue imposible. No obstante, a pesar de la sensación de mi piel quemada, por primera vez vislumbraba, aunque sea un poco, las reglas de su retorcido y nuevo juego. O eso esperaba haber logrado, porque no le encontraba el más mínimo sentido.

Lucian no dijo nada al instante, pareció meditar algo. Luego externó, no una pregunta, sino un pensamiento.

—El amor es un sentimiento difícil de explicar, ¿te lo han dicho? Es de las pocas emociones que no logro entender ni plasmar completamente.

Que saliera con el tema del amor me hizo ver que alguien, probablemente la misma persona que hacía de mentirosa, le había contado sobre mi condición del código negro. Pensar en esa estúpida regla hizo que formara una mueca, la cual provocó que soltara un respingo a causa del dolor en la cara.

—Yo no estoy...

—¿Enamorada? —sentí las manos de Lucian acunando mi rostro, y mi cuerpo reaccionó con temblores—. Yo no estaría tan seguro de eso. Tengo entendido que aquello nadie lo planea, llega solo, como las ideas, los sentimientos, la inspiración. ¿Estás diciendo que tú, a diferencia de la media de la población mundial, eres inmune a sus encantos?

Iba a responderle, pero el miedo a que me quemara por decir algo que él no quería oír me hizo dudar.

—Si es así —siguió—. Pruébamelo.

—¿Cómo? —supliqué.

Lucian pegó su boca a mi oído, y susurró:

—Dime su nombre.

—Su nombre...

—Dime su nombre, sin que sientas que te lata el corazón.

El nombre de Derek vino a mi mente.

Y entonces, lo sentí.

Tu-dum, tu-dum, tu,dum...

Tu-dum.

No lo había reconocido antes con las chicas, pero ahí, en ese lugar donde mis sentidos se agudizaban al doble, donde solo sentía y no veía, comprendí, con un miedo que paraliza, que aquello se evidenciaba en cada milímetro del rostro.

—Esa es —Lucian pasó una mano por mi cara, acariciando como si contemplara algo asombroso—. Esa es la expresión que tanto quería ver.

Deseosa de saber qué es lo que esperaba hacer con ello, me quedé esperando lo peor, pero solo se detuvo ahí, observando lo que sea que veía.

—Esta expresión es algo que ninguna de ellas ha podido recrear —murmuró embelesado—. No desde hace un tiempo. Y es algo bastante extraño. Muchos matarían por tener esa misma cara que tienes justo ahora, otros tantos harían lo mismo por no tenerla, pero todos disfrutan ver esa expresión de alguna manera, ya sea para alimentar sus egos o llenar un vacío. Me pregunto, si tomara al señor Hard e hiciera con él...

—No lo toques —gruñí.

Era evidente que todo el coraje que había reunido en la sala central frente a las chicas se había disipado. A diferencia de aquella vez en que defendí a Liz, en esta ocasión me notaba con tan poca fuerza que apenas pude juntar las palabras para hacerme escuchar.

Aun así, Lucian pareció sorprendido por mi arrebato de furia, ya que pasó un momento sin que él dijera nada.

—No tienes con qué impedírmelo —dijo por fin.

Y tenía razón, pero la sola idea de que le hiciera algo a Derek, era impulso suficiente para pelear con uñas y dientes e intentar impedirle que siquiera lo mirara.

Presentí que Lucian se estaba tomando mi arrebato como algo a lo que considerar, y con todo lo que me había dicho últimamente, esperé a que me lanzara de nuevo una lista de lo mucho que lo sorprendía mi lado fuerte. Sin embargo, eso no fue para nada lo que hizo.

—Es una pena que no pueda profundizar más en el tema. Lo tendré en cuenta para más adelante —dijo, aunque me pareció que lo había dicho para sí—. De todas formas, sería un desperdicio de tiempo y recurso. Es hora de que terminemos con esto.

Y de nuevo, la sensación abrasadora de algo quemándome la piel.

—Y ahora dime, Samanta —yo comencé a suplicarle que se detuviera—. ¿Qué puedes decirme de Lucian Jones?

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