CAPÍTULO 65


Me dolía absolutamente todo.

Desde la piel en contacto con las esposas, hasta la incomodidad en el trasero por estar sentada mucho tiempo en el suelo, junto con una tenue pero constante pulsación en la herida del brazo.

Lo peor era el sentimiento de impotencia y fracaso, además de la incertidumbre por lo que sea que estaba sucediendo allá fuera, y por lo que estaba por venir.

Desde que Lucian había decidido dejarme allí, (al parecer tenía cosas más apremiantes que castigarme en ese instante), el tiempo en el sótano transcurrió de forma diferente a como lo había experimentado hasta entonces; bien pudo haber pasado un día entero o unas horas, encerrada en compañía de la oscuridad sin recibir ni una sola noticia.

Claro que lo primero que pensé en cuanto se marchó fue idear un plan para escapar, pero cada intento que hice por liberar mis muñecas de aquellos grilletes terminó en frustración. En uno de mis desesperados intentos por soltarme, pensé en jalar con todas mis fuerzas sin que me importara destrozarme las manos, pues creía que más valía salir sin ellas que muerta con ambas; sin embargo, al intentarlo me esforcé por ignorar el dolor, pero este llegó a ser tan insoportable que también terminé por rendirme.

Poco después lo recapacité mejor. ¿De qué serviría librarme de aquellos hierros si ni siquiera tenía idea de cómo salir de la habitación sin que nadie lo notara? No dudaba que Lucian hubiera apostado a sus hombres en cada esquina de la casa, sobre todo teniendo en cuenta el problema en el que lo había metido.

No, liberarme por mi cuenta no funcionaría.

Además, estaba cansada.

Tan... cansada.

Por otro lado, no dejé de repasar cada parte del plan, cada movimiento y precaución que tomé con tal de no verme en la situación en la que me hallaba; si pude haber actuado diferente, si pude haber hecho algo que habría cambiado el resultado.

Simples oraciones, todas inútiles.

Como yo.

Lucian sabía lo de Helena y haría lo que fuera con tal de sacarla a ella del tablero. Le prestaría más atención a cualquier indicio de su presencia, sospechando de todo aquel que entrara o saliera del café. Puede que incluso pensara en vigilar a las posibles sospechosas, siguiéndolas hasta comprobar cuál de ellas era la persona que buscaba.

Me sentía un poco aliviada al saber que Will mantendría el chip resguardado en todo ese tiempo, y me consolé por el hecho de que al menos había logrado algo bien después de todos los errores que cometí; sin embargo, ¿cuánto tardaría Lucian en dar con esa información también? De inmediato me recriminé por haber involucrado a una persona inocente, dejándome llevar por el pánico. Rogué entonces para que por lo menos, tanto a Wilma como a Helena no les sucediesen nada.

No suficiente con eso, el rostro de cada una de las chicas y las palabras de Lucian se repetían en mi mente. No sabía muy bien qué pensar al respecto, ¿debía de sentirme dolida?, ¿traicionada? Por alguna razón nada de eso era lo que pensaba, pero tampoco pude dejar de rememorar tales escenas.

Fue en esta parte, junto con todo el miedo que sentía, que aparecieron recuerdos que, comprendí, ayudaron a mantenerme tranquila. Recuerdos que de haber estado en otra situación habría reprimido, pero que en esta ocasión los recibí con los brazos abiertos.

Recordé a Derek. Recordé el libro. Recordé las risas que compartimos en el café, a Wilma y sus comentarios mordaces, al igual que nuestras hermosas conversaciones. Todo lo que giraba alrededor de mis sentimientos en el local "Mininos" le di la bienvenida.

Pensé en la mirada que él siempre me dedicaba, su sonrisa torcida, sus escritos, su cabello rebelde y su estúpido gato blanco.

En general, eran pensamientos relacionados con Derek.

Pensar en él me tranquilizaba.

—Nunca creí que te interesara la poesía.

Mi cuerpo sufrió un sobresalto.

Enfoqué la vista en cada esquina visible de esa habitación, pero no distinguí ni una silueta, únicamente las sombras de las paredes. ¿Cuánto tiempo llevaba él ahí? ¿Cómo es que no lo había oído llegar?

A pesar del golpe de pánico, me esforcé lo suficiente por recuperar la calma, y fue así que reconocí un ruido: el pasar de las hojas de un libro.

El sonido provenía a mi izquierda, y cuando me concentré en esa dirección, entreví la silueta de Lucian sentado en una silla, oculto en las sombras como si de un espectro se tratara, y pasaba sus largos dedos por las hojas de un pequeño libro viejo.

Mi libro.

—No lo entiendo, de todas las artes en las que te pudiste haber fijado, ¿te interesaste... por esto? —Se levantó y lentamente caminó hacia la luz con el libro abierto—. ¿Poesía?

Verlo sostener aquel regalo...

Era un vil ultraje.

Pedirle que alejara sus sucias manos de lo que era mío era malgastar saliva; no obstante, no pude apartar mis ojos de mi pequeño tesoro, y no dudé que la expresión que tenía era de anhelo. Lucian saltó la vista de mí al libro, mostrándose realmente sorprendido.

—¿En serio valoras esto? Dime, ¿siquiera llegaste a entender algo de lo que está aquí escrito? Lo veo dudoso.

Cerré los ojos tan solo un segundo, luego fijé la vista en otra parte, sin querer responderle.

Él siguió pasando las páginas, y cada sonido de la hoja era como si me enterrara de nuevo una cuchilla. Me negaba a la idea de que aquel hermoso obsequio había pasado a sus manos. Era mí regalo, mi libro. Y lo estaba usando a costa mía.

Por el rabillo del ojo noté que se acercaba y se agachaba a mi altura. Lo miré con recelo, y él mantuvo la vista en mí de forma escrutadora. Pasó el libro de una mano a otra, y no pude apartar mi atención de este por lo mucho que deseaba resguardarlo entre mis brazos.

—Poesía. Sí, creo que recuerdo un poco de eso. Me pareció reconocer un famoso poema aquí.

Llegó a una página en concreto, leyó en voz baja y asintió.

—Sí, lo recuerdo.

Y entonces, Lucian hizo algo que me dejó atónita, algo que jamás imaginé que haría.

Él empezó a recitar:

«Sacudimiento extraño

que agita las ideas,

como huracán que empuja

las olas en tropel.

«Murmullo que en el alma

se eleva y va creciendo

como volcán que sordo

anuncia que va a arder.

«Deformes siluetas

de seres imposibles;

paisajes que aparecen

como al través de un tul.

«Colores que fundiéndose

remedan en el aire

los átomos del iris

que nadan en la luz.

«Ideas sin palabras,

palabras sin sentido;

cadencias que no tienen

ni ritmo ni compás.

«Memorias y deseos

de cosas que no existen;

accesos de alegría,

impulsos de llorar.

«Actividad nerviosa

que no halla en qué emplearse;

sin riendas que le guíen,

caballo volador.

«Locura que el espíritu

exalta y desfallece,

embriaguez divina

del genio creador...

Hizo una pausa, aspiró brevemente y agregó como si saboreara la siguiente frase:

«Tal es la inspiración.

Usaba un tono claro, con una voz gruesa y solemne, tan concentrado en darle una entonación única a cada palabra, como si estas le provocaran diferentes sensaciones y todas igual de intensas.

El ritmo hasta el momento había sido lo más parecido a lo caótico, como si eso tuviera sentido, pero así fue como lo percibí. Demasiado emocional y fuera de control. De pronto, cuando volvió a hablar, cambió a un ritmo muy diferente: armonizado, lento y sereno.

«Gigante voz que el caos

ordena en el cerebro

y entre las sombras hace

la luz aparecer.

«Brillante rienda de oro

que poderosa enfrena

de la exaltada mente

el volador corcel.

«Hilo de luz que en haces

los pensamientos ata;

sol que las nubes rompe

y toca en el zenít.

«Inteligente mano

que en un collar de perlas

consigue las indóciles

palabras reunir.

«Armonioso ritmo

que con cadencia y número

las fugitivas notas

encierra en el compás.

«Cincel que el bloque muerde

la estatua modelando,

y la belleza plástica

añade a la ideal.

«Atmósfera en que giran

con orden las ideas,

cual átomos que agrupa

recóndita atracción.

«Raudal en cuyas ondas

su sed la fiebre apaga,

oasis que al espíritu

devuelve su vigor...

Tal es nuestra razón.

Y por fin, abrió los ojos.

«Con ambas siempre en lucha

y de ambas vencedor,

tan sólo al genio es dado

a un yugo atar las dos.

Regresamos al silencio, y él esperó a que respondiera algo, aunque nos supe adivinar qué quería que le dijera.

Porque, ¿qué se suponía que debía decir después de eso?

Al cabo de varios segundos, Lucian formó una sonrisa, y me habló como si fuera mi maestro y yo la sumisa alumna.

—He de confesar que Béquer no es mi primera opción para utilizar como referencia, pero si de romanticismo se trata, comprendo que sea el más fácil de entender.

Lo miré de forma extrañada.

—¿Qué?

Se irguió de nuevo, y se giró en dirección a un extremo de la habitación con las manos en la espalda, dejándome tan confundida porque ese no era el Lucian que había temido ver.

—Por su parte, Edgar Allan Poe creía que la poesía era la manifestación más sublime del arte y del sentimiento humano, —se detuvo y contempló algo del suelo—. Para él, todo aquel que comprendiera y manejara con destreza el poder de las palabras, sobre todo con el uso de la lírica, tendría el poder de conmover hasta el alma más atormentada, sola e incomprendida del cosmos, —me miró por encima del hombro—. Una forma muy rebuscada de decir que también le apasionaba la poesía, ¿no te parece?

Me quedé sin habla. ¿Es que acaso se trataba de una trampa?

—En fin —siguió—, aunque puedo llegar a entender el interés que suscita la lírica en estos autores, esta no es tan intensa como las cosas que he descubierto dirigiendo este lugar. Expresar tus emociones por medio de palabras es satisfactorio, pero dejarte llevar por tus impulsos más primitivos y cumplir tus más oscuras fantasías... —suspiró—. Eso, no es comparable a ninguna otra.

No abandoné mi expresión confusa. ¿Poesía? ¿Emociones? ¿Impulsos primitivos y fantasías? ¿Es que acaso no se hablaba de otra cosa en esa casa?

—No lo entiendo, creí que vendrías a castigarme, ¿y quieres hablarme de poesía y... —formé una mueca de asco—, eso?

—Debo decir que gracias a «eso» como tú lo llamas tan despectivamente, he experimentado por un glorioso instante la manifestación máxima de las emociones, representada por medio del dolor y... lágrimas, —guardó una pausa—. Aunque me equivoqué. No fue suficiente.

Metió el libro bajo el brazo al tiempo que se agachaba para examinar aquella cosa del suelo. Me pregunté y no por primera vez, si aquel hombre aún conservaba un poco de cordura. Lo que estaba en el suelo era el suéter de Derek, el cual levantó con clara repulsión.

—¿Significa entonces que lo que vi no fue una verdadera manifestación? ¿O... es que necesitaba algo más?

Se dio la vuelta sosteniendo aquel suéter y regresó al área de la luz, para después examinar la mancha de sangre que había quedado a causa del corte de mi brazo. La contempló tan fijamente que no pude evitar preguntarme qué habría de interesante en ella como para acaparar tanto su atención.

—Tal vez nunca llegue a saberlo —murmuró.

Comenzaba a desesperarme, aunque no sabía si era porque se trataba de un tema absurdo al que yo no quería darle vueltas, o porque deseaba que todo aquello terminara de una vez.

—Sigo sin entender a dónde quieres llegar con todo esto —musité.

Acomodó el suéter alrededor de su brazo con demasiada lentitud, luego sostuvo de nuevo el libro y le dio un par de vueltas.

—Eres una excelente actriz, Samanta. Por mucho tiempo creí que lo tuyo eran solo las mentiras, y en parte así es. Sin embargo, cuando mandé a que revisaran tus cosas, una vez más me dejaste tan sorprendido que no pude evitar pausar todo lo que estaba haciendo y venir a visitarte para... —alzó el libro—. Hablar contigo sobre esto. Poesía.

Tardé en procesar sus palabras.

—¿El libro? ¿En serio me has recitado todo un monólogo porque te ha sorprendido que leyera un poemario?

—Cuando llegaste no evidenciaste ni una habilidad. Ni de escultura, pintura, música, mucho menos para la cocina. Todas las demás demostraron aunque sea una inclinación artística. ¿Pero tú? Tú eras un lienzo en blanco. Algo tan simple que se convirtió en un pequeño proyecto personal. Tu poca disposición a nuestras prácticas sexuales ha dejado mucho qué desear, así que lo tuyo tampoco es la seducción, aunque esperaba que eso se solucionara con el tiempo. Pero, ¿qué me dices de las mentiras? —apreté la boca y desvié la mirada—. Sí, eso sí que se te dio de maravilla. Fingir que eras otra persona, ignorar qué eres, incluso quién eres, con tal de conseguir una meta. Has estado engañando a todos con un papel, un personaje, y lo has hecho tan bien que incluso conseguiste engañarme a mí. Eso, tenía que felicitarte. Una, vez, más.

A pesar de que sus palabras sonaban convincentes, no me fiaba del todo. No creía que la verdadera razón por la que se encontraba ahí era porque le había llamado la atención el poemario y... todo ese absurdo tema con el que ya no me quería involucrar. Sin embargo, ya estaba cansada de intentar adivinar.

—Valoras esto casi tanto como tu ridícula caja y esa estúpida mochila. Lo valoras a tal grado, que si yo le hiciera esto... —arrancó una hoja y lo miré con desesperación—, una y otra vez me ganaría todo tu odio.

Gruñí.

—Tú ya tienes mi odio.

—Uno que aún confío que sea temporal, —suspiró—. Poesía, ¿con qué otra sorpresa ibas a impresionarme la próxima vez? Supongo que ya nunca lo sabremos. No te das una idea de lo decepcionado que estoy, de las expectativas que tenía puestas en ti. Tantas oportunidades que pudiste haber aprovechado, una vida artística de la que te hubieras sentido orgullosa. La representación más gloriosa de lo que hacemos aquí. Lástima que siendo una actriz tan talentosa escogiste el papel equivocado —observó sus dedos, aquellos que habían tocado la mancha de sangre—. El papel de una heroína —bufó—. ¿Enserio? ¿De verdad esperabas convertirte en eso? ¿Y para qué?, ¿redimirte de tus propios pecados? Eso está muy por encima de tus posibilidades, y tú siempre lo has sabido.

No respondí.

No solo era por el hecho de que él tenía razón en cierta parte; nunca había sido una heroína, ni siquiera había pretendido serlo. Pero, tal vez muy en mi interior había intentado perdonarme por lo que había hecho, compensar el daño y las mentiras que había pronunciado. Y ahora me encontraba ahí, encadenada, adolorida y sintiendo lástima de mí misma.

Era hora de que me rindiera, de que me hiciera a la idea de que no solo yo, sino todas las demás, quedaríamos encerradas en ese lugar, hasta que él decidiera otro destino para nosotras. Ya nada tenía sentido, ¿y qué más daba? Lucian iba a ganar, él era demasiado impredecible y calculador, además de que tenía los recursos para salirse con la suya. Nosotras ni siquiera habíamos podido confiar las unas en las otras. No teníamos nada.

—Veo que por fin lo comprendes —su voz se volvió más amable, como si de verdad sintiera lástima por mí—. Nunca tuviste oportunidad, e intentar convencer a las demás a que guardaran las mismas ilusiones que tú fue un desperdicio de tiempo. De todas formas, ¿qué les esperaba allá afuera? Una vida monótona y vacía de sentido. Gente simple que se limitaría a juzgarlas y rechazarlas.

Sus últimas palabras me golpearon con fuerza.

Y me dolió darle toda la razón.

—¿Y aun así elegiste ser una herramienta desperdiciada? —sentí el calor de su mano cerca de mi rostro, y antes de que me diera cuenta de lo que hacía, llevó un mechón de pelo detrás de mi oreja—. Si tan solo te hubieras permitido ver lo que yo veo, habrías comprendido por qué quería hacer contigo lo que planeaba.

Estuve a punto de confesárselo todo. El dibujo de Lia, la participación de Dafne, la estrategia de Helena para pasar desapercibida, la cámara y la tarjeta de memoria con Will.

Pero...

De pronto, una especie de ira me invadió. Una ira que no esperaba sentir, pero que se encendió con cada gramo de mi ser. No supe qué fue exactamente lo que la encendió, todo lo que él decía era cierto, pero conforme dieron los segundos, más convencida estaba de que esa misma lástima y sentimiento de fracaso, se estaba convirtiendo en un poderoso sentimiento de rencor, odio y coraje.

Sí, Lucian tenía razón, pero por ningún motivo, se lo daría a entender. Nunca jamás le permitiría darle la razón.

Lucian dejó posar su mano en mi mejilla, ignorante a los pensamientos que se agolpaban en mi mente. Cuando se alejó, depositó el libro junto con el suéter en la silla, y cuando habló de nuevo lo hizo sin ningún rastro de la falsa empatía que empleó momentos antes.

—Vendré una última vez cuando te sientas lista para darme toda la información que haga falta, —se giró por completo para marcharse—. Confío que para ese entonces, seas más flexible a cooperar. No me gustaría emplear contigo los recursos que tengo en mente, pero lo haré si me obligas a ello.

Avanzó hacia la salida.

Y lo detuve.

—Tienes razón, yo no soy una heroína, —apreté los dientes y me armé de valor—. Pero nunca me interesó serlo y mucho menos cumplir con tus estúpidas expectativas sobre el arte. Si he llegado a mentir y ser una gran actriz, no es porque tú me enseñaras a hacerlo, simplemente nunca tuve opción. Fui una estúpida al creer que podría distraerte mientras organizaba un plan para ayudar a escapar a las demás, debí haber ideado algo mucho mejor que eso —di una pausa—. Pero ya no me importa lo que planeas hacer conmigo. Átame el tiempo que quieras, azótame hasta que mi piel quede al rojo vivo o arráncame la lengua, porque de mí no vas a sacar nada —sus agudos ojos se cruzaron con los míos, y dije lo último con todo el veneno que pude reunir del mundo—. Si me matas, al menos moriré sabiendo que nunca te saldrás con la tuya.

Hubo un largo silencio.

Esperé a que se diera la vuelta, furioso y exigiendo de una vez por todas que le dijera todo lo que sabía. Aguardé expectante a que eso sucediera.

Pero entonces, preguntó.

—¿Matarte? —lentamente, regresó a acercarse a mí—. ¿Quién te ha dicho que planeo asesinarte?

Abrí la boca y lo miré confusa.

Él esperó a que me explicara, no parecía haberlo dicho en tono de broma.

—Tú... mataste a Emily. Hiciste el trato con ella y cuando intentó escapar, ordenaste... —su expresión me dejó perpleja—. ¿N-no fuiste tú?

No afirmó ni negó nada, sólo se quedó ahí, esperando a que continuara, o tal vez estaba pensando en... ¡ni idea de lo que estaba pensando! Pero si algo me decía su expresión era que, en efecto, nunca había sido el causante de ello.

—Pero, si no lo hiciste tú —farfullé—, ¿entonces... quién?

¿Quién?

Permaneció en silencio mientras yo digería lo que acababa de entender. Mantuvo la misma máscara indescifrable hasta que comprendió que me había quedado sin palabras; no obstante, también pareció querer agregar algo, pero antes de que un sonido saliera de su boca, lo interrumpió el tenue sonido de una vibración.

Lucian sacó su teléfono de uno de sus bolsillos, y contempló un instante la pantalla antes de llevárselo al oído.

—¿Sí? —una pausa—. ¿Estás seguro? —me lanzó una mirada extraña en una fracción de segundo antes de darme la espalda—. Excelente, voy en camino, —se dirigió hacia la puerta, donde se detuvo una vez más, atento a la voz del otro lado de la línea—. No me interesa, avísame cuando él esté por llegar y hazle entender que esta vez no toleraré ningún truco. ¿El resto ya empezó con el asunto del traslado?... Bien.

Colgó. Miró por última vez el aparato antes de guardarlo nuevamente en el bolsillo.

Cuando abrió la puerta, la luz del pasillo exterior alumbró el contorno de su silueta, y justo antes de marcharse dijo algo que me dejó pensando por largo tiempo.

—Quiero que quede claro una cosa, Samanta —giró la cabeza en mi dirección. La luz en contraste con la oscuridad del sótano provocó que la mitad de su rostro se viera envuelta en sombras—. No me gusta desperdiciar mis recursos, no es bueno para el negocio. Y ustedes me sirven más vivas que muertas.


Sus palabras me habían dejado en un verdadero lío. ¿Qué es lo que había querido decir? ¿Que él nunca había asesinado a Emily? ¿Cómo era eso posible? Helena había afirmado que sí, ¡habían encontrado su cuerpo debajo del lodo! ¿Sería probable que ella estuviera viva todavía? No, estaba segura de que era su cuerpo el protagonista de esa foto. Pero entonces, ¿qué es lo que había pasado en realidad?

«Quiere confundirte», pensé. «Está jugando contigo y por alguna razón, él... él...»

No sabía qué creer.

De algo estaba segura y era que no me fiaba de Lucian, no obstante, la manera en que lo había dicho dejaba muy en claro que no se trataba de un engaño. ¿Cómo entonces era posible que él no estuviera implicado?

—Debe haber una explicación —solté, sin darme cuenta que lo había dicho en voz alta.

Debía haberla, puede que Lucian se hubiera referido a no matarla con sus propias manos, pero probablemente había dado la orden. Y, no obstante, sus últimas palabras contradecían ese argumento. Sí, yo en verdad creía que Lucian podía llegar a ser un asesino, pero también sabía, que había sido sincero al decir que para él éramos herramientas a las que quería sacarle el máximo provecho. Entonces, ¿en qué debía creer?

¿Era o no el asesino de Emily? ¿Y de ser negativa la respuesta, qué podría significar?

Debía decírselo a las chicas, Helena tenía que saberlo. No sabía por qué, pero aquello era una información importante que no podía llevármelo a la tumba.

Porque sí, aunque Lucian afirmara lo contrario, yo estaba mentalizada a morir.

Pero aún tenía que descubrir qué había ocurrido,y el único que poseía esas respuestas, era el propio Lucian.

Cuando la puerta se abrió de nuevo muchas horas más tarde, mantuve la cabeza baja.

—Te propongo algo —dije antes de darle tiempo de hablar o hacer lo que sea que planeaba hacer—. Yo te haré unas preguntas y tú me responderás con la verdad, a cambio podrás hacer lo mismo conmigo. Deben ser preguntas del mismo valor, ¿qué dices?

La idea me había surgido durante esas horas a solas, cuando recordé uno de mis momentos con Derek en el café. No era el mejor de mis planes, y obviamente corría el riesgo de que se negara, pero por algo debía intentar.

—¿Qué tal si... empezamos directamente con tu espalda amoratada?

Me quedé helada.

En ese momento, la habitación se iluminó.

El brillo repentino me cegó al principio, pero no tardé en adaptar mi vista a él.

Y encontrarme con el rostro surcado por una veintena de cicatrices de Barb, observándome como un niño a su pastel, o por decirlo de otra forma, como una bestia sedienta por probar mi sangre.

Pero eso no fue lo que me hizo quedar en pánico.

No fueron sus manos, ni el hecho de que las utilizaba para acariciar un largo látigo de cuero entre sus enormes dedos.

Lo que hizo que me paralizara y experimentara un miedo atroz, eran las paredes. Las tétricas paredes normalmente a oscuras, estaban iluminadas.

Y en todas, se encontraban colgadas de manera ordenada, una excesiva cantidad de látigos de cuero.

A algunos ni siquiera les habían limpiado la sangre.

Barb se deleitó al contemplar mi expresión, dejando que aquella imagen se metiera hasta lo más recóndito de mi mente para no olvidarla nunca.

—¿Sorprendida, princesa?

Fue como si las cicatrices de mi espalda se encendieran al rojo vivo, y el recuerdo de mis gritos, del dolor y la humillación me vinieron de golpe. Mis ojos viajaron por ese museo diabólico, provocando que mi espalda ardiera por el simple hecho de verlas, como si pudiera sentirlas perforándome la piel.

—¿Qué tal si iniciamos arrancándote ese hermoso cabello rubio? Siempre me he preguntado cómo se vería ese lindo pelo en un tono más oscuro.

El miedo me impidió hacer otra cosa que tragar en seco.

Barb, el perro de castigo de Lucian, dio un par de pasos más, y se aseguró de que mis ojos siguieran el movimiento de sus intimidantes manos que no habían dejado de acariciar el látigo.

—El señor Luc no está —intenté sonar segura, pero estaba demasiado aterrada.

—Eso no es un impedimento para que nos divirtamos un poco —dio tres pasos más, y me sentí tan petrificada que ni siquiera tuve fuerzas para echarme hacia atrás.

Barb recorrió con la vista el largo de mi cuerpo, el cual todavía se encontraba desnudo a excepción de las partes cubiertas por mi ropa interior y del pelo. Fui consciente de cada una de esas partes externas, pero mis ojos no podían apartarse de esas paredes.

Esas horribles paredes de pesadilla.

—El señor Luc no está presente, ¡no consentirá que hagas...! —me tomó del pelo y me jaló hasta obligarme a ponerme de pie, movimiento que a causa de mi posición y del miedo, provocó que me moviera con torpeza y que hizo que sintiera como si me arrancara mechones enteros junto con pedazos de carne.

—Mírate, esa es la expresión que tanto quiero ver —Barb era alto, y me jaló con toda su fuerza hasta obligarme a quedar de puntillas—. Indefensa y por completo a mi merced. Me pregunto cuánto tardarás en gritar en cuanto te lance el primer latigazo. Con el señor Luc soportas uno o dos, ¿pero conmigo? —dio un fuerte tirón y solté un quejido—. No durarías mucho. Así que lo interesante será cuando comiences a suplicar. Tengo pensado estrenar un par de juguetes contigo.

Me debatí como pude, me quejé y sentí que me ardían los ojos por la desesperación. Barb contempló cómo me retorcía hasta que pegó su cuerpo al mío, acorralándome contra el poste y arrancándome un graznido cuando mis manos quedaron aplastadas por culpa de los grilletes.

—Ver correr la sangre por tu espalda, hacer que te muerdas tu propia lengua como aquella primera vez. Ponerte de rodillas y meterme entre esas lindas piernas mientras tomo tu delgado cuello, para luego apretarlo con mis dedos... —gruñó—. Cuánto muero por sentir eso.

—Suéltame.

—Sí, puedo imaginármelo perfectamente. ¿Pero quedaría satisfecho? ¿O necesitaré... más? —su mal aliento me llenó las fosas nasales—. Espero que seas de las que aguantan, porque no sabes lo ansioso que estoy por comprobarlo.

Sin darme ningún tipo de tregua, dirigió la correa del látigo a mi parte baja, y abrí los ojos aterrorizada cuando sentí cómo buscaba introducirlo en mi entrada.

—Suficiente.

Barb se alejó de golpe y yo tropecé hacia delante por inercia. Poco después recuperé mi lugar acuclillada con la espalda pegada al poste y haciéndome lo más pequeña posible. Mi pecho subía y bajaba, y mi cuerpo temblaba tanto, con mi propio pulso atronándome los oídos. No por milésima vez me pregunté por qué aún no se me había detenido el corazón.

Porque aquella escena...

Por los amantes, aquel lugar era la mismísima muerte.

Las paredes no dejaban de gritar por sangre. Mi sangre.

—Es suficiente, Barb. Puedes irte. De ahora en adelante yo me haré cargo.

Barb me daba completamente la espalda, sosteniendo en un puño aquel horripilante látigo. Al verlo opté por cerrar los ojos, pues no soportaba la tétrica visión de esas paredes, además, quería borrar de mi memoria aquel momento en el que cuero acarició la entrada de mi entrepierna.

Mi cuerpo, sin embargo, no pudo dejar de temblar.

No lograba escuchar nada, pero había una pesadez en el aire, como una bomba que estuviera a punto de reventar. Tal vez estaba demasiado conmocionada como para pensar con claridad, pero casi podía jurar que Barb permanecía sin moverse, sin ninguna intención de obedecer, y aquello también me sorprendió. Él nunca desobedecía una orden directa de Lucian ni tampoco demoraba en hacerlo.

—Te recuerdo que todavía tienes un pendiente conmigo, Barb. No me hagas perder el tiempo.

Escuché un gruñido gutural, y por fin lo sentí abandonar la habitación.

No me atreví a abrir los ojos, no con esas paredes mirándome, no mientras mi cuerpo no dejara de sufrir por aquella pesadilla.

—¿Estás bien? —preguntó Lucian.

Estaba demasiado asustada como para responderle.

—Lamento lo anterior, no debiste ver eso —lo escuché moverse hasta donde me encontraba, y me encogí todavía más—. Ahora, dame tu brazo.

Él no esperó a que le respondiera. Aunque mis manos estaban encadenadas por atrás, sujetó mi brazo donde él había enterrado su cuchillo. Aquella herida ya ni siquiera me molestaba, pero su contacto me hizo sobresaltar. Al principio fui incapaz de procesar lo que estaba ocurriendo ni lo que él se proponía, pues aún estaba petrificada. Pero entonces, cuando el aroma de un antiséptico me llenó las fosas nasales y un picor cubrió mi brazo, no pude evitar abrir los ojos de nuevo.

Todo había vuelto a la oscuridad.

Giré mi cabeza en todas partes, abriendo excesivamente los ojos para cerciorarme de que no estaba volviéndome loca.

No había luz, no había látigos. Sólo sombras.

Las tenebrosas sombras que, a comparación de lo que había visto, se me hicieron menos terroríficas.

Cuando Lucian terminó, aún percibí el ardor en mi piel a causa del alcohol, y como si lo anterior no hubiera sido lo suficientemente desconcertante, acercó su boca y sopló con delicadeza sobre la zona.

Fue justo ahí que me miró a los ojos.

El recuerdo de él atendiendo mis hematomas la semana que nos conocimos vino a mi memoria, pero lo borré al instante. A esas alturas, no conseguía comprender a dónde quería llegar con eso, y me sentí tan perdida cuando vendó mi brazo hasta darse por satisfecho.

—Nunca ninguna de ustedes había visto mi colección —se levantó con el botiquín en la mano—. Siéntete afortunada de ser la primera.

—¿Qué demonios fue eso?

—La gente educada prefiere decir gracias.

Parpadeé, incapaz de creer que en ese momento le había nacido soltar un chiste.

—¿Qué...? —carraspeé. Tuve que tragar en seco varias veces hasta que encontré la voz—. ¿Por qué me curaste?

—Dejarte morir por una infección iría en contra de todo lo que te he dicho, —cerró la caja y la dejó en la silla—. Y Barb se presentó voluntario para ayudarme con tu pequeña terquedad con respecto a la información que todavía te guardas, —oír ese nombre me devolvió al recuerdo de las paredes, provocándome otro escalofrío—. Aunque como dije, no era la intención develarte lo que viste, normalmente prefiero mantenerlo en el suspenso. Pero al menos espero que te sirva de recordatorio que no estás en posición de negarte a cooperar.

Lucian me dio tiempo a que dijera algo, tal vez esperaba que me pusiera a chillar y berrear por las amenazas impregnadas en sus palabras, pero a decir verdad, estaba demasiado asustada como para siquiera reaccionar.

Finalmente comprendió que había entendido el mensaje a la perfección, porque al cabo de un rato, sacó algo de la caja.

Y me enseñó la inconfundible cámara de Miriam.

Oh no.

—Es increíble cómo un aparato tan pequeño e insignificante puede convertirse de la noche a la mañana en un símbolo de la diferencia entre la vida y la muerte, —giró la cámara y esta reflejó el brillo del único foco que permanecía encendido en la habitación—. O dicho de otra forma, entre Barb y un castigo no tan severo. En cualquiera de los casos, está en tus manos elegir cuál de las dos opciones es la mejor para ti —arrastró la silla a la luz, y con suma elegancia se sentó en ella, quedando frente a mí como si fuera algún tipo de juez—. Última oportunidad, Samanta. ¿Qué fue lo que le entregaste a Helena? ¿En dónde demonios está?

Nos mantuvimos la mirada por largo tiempo. Sí, estaba asustada, intimidada, me temblaba todo y sentía cómo si se me saliera el corazón con cada latido. La angustia por lo que significaba que él tuviera ese aparato en su posesión me carcomió las entrañas y apreté la mandíbula porque tuve un repentino deseo de gritar, llorar, morir.

Era el fin.

Pero en vez de ello, en vez de desahogarme y darle lo que quería, pasó algo completamente diferente.

Tardó en llegar, sin embargo, de la misma manera en que lo había sentido con anterioridad, la misma ira que había experimentado resurgió, sólo que con mucha más intensidad.

Y dije lo primero que se me cruzó por la cabeza.

—Vete a la mierda.

Él no respondió, ni siquiera se mostró sorprendido, pero el silencio que le procedió fue evidencia de lo mucho que le había enfurecido.

Y me daba igual.

—Idiota. Imbécil. Hijo de perra. ¡Pedazo de escoria y mota de mugre! —comencé a jadear, pero no por falta de aire, sino porque de pronto, sentía que ya nada me podía parar. ¿Lucian había dicho que no quería matarme? ¡Pues me encargaría de hacerle cambiar de opinión!—. ¿Arte? ¿Te importa el arte? Pues bien, ¡esto es lo que opino de tu arte! —lancé un escupitajo—. ¿Desde cuándo arrastrar a mujeres a una vida de sexo por dinero, castigo y dependencia emocional se considera artístico? ¡Ni en tus más jodidos sueños! —apreté los dientes, y le hice frente a esos ojos helados como si pudiera matarlo con los míos. A esos horribles ojos—. He soportado a hombres con fetiches extraños; clientes a los que les he permitido orinarme encima solo para complacer una fantasía estúpida; ¡he visto a las demás hacer cosas que no querían hacer para evitar que las castigaras con tu ira! ¿Arte? Esto no es arte. ¡Es una locura! Aprovecharte de la gente sólo para satisfacer un deseo sexual morboso y pretender que lo haces en nombre del arte, aliviando así algún asqueroso y repulsivo sentido animal, eso, ¡eso solo lo piensa un degenerado!

Ni yo misma daba crédito a lo que estaba diciendo. ¿De dónde provenía? ¿Qué me estaba pasando? Y aun así, gritárselo en la cara, decir lo que pensaba, amantes... era liberador. Tan liberador.

No dudé en seguir hablando:

—¿Jugar con las emociones? ¿Y con qué fin? ¡¿Qué crees que vas a ganar cuando encuentres lo que sea que estás buscando, eh?! ¿Crees que obtendrás una medalla o algo? ¿Un reconocimiento al mejor artista del año? ¡Por favor! ¿Es que aún no te has dado cuenta? Te van a olvidar, ¿por qué sabes qué, amigo? ¡A nadie le importa si has dado con una gran e intelectual revelación artística!

"Todo lo que haces nunca será suficiente para nadie. ¡Nada será suficiente! Ni siquiera para ti —los ojos de Lucian refulgieron de una ira contenida, una que igualaba a la mía—. ¿Así que quieres dar con la máxima manifestación artística? ¿El límite de las emociones? Pues adivina, no, lo, hay. Tú y tus creencias ridículas pueden metérselas en donde te quepa ¡y dejarnos en paz! ¿Qué opinas de eso, Lucian? »

Hubo un largo silencio, interrumpido únicamente por mi agitada respiración.

Él no dijo nada, pero no fue necesario. Por primera vez desde que lo conocía, supe perfectamente lo que pensaba. Su postura, sus ojos, todo en él gritaba lo que tenía en mente.

Se levantó, tomó la caja, el suéter con el libro y se marchó.

No pasó ni una hora antes de que lo volviera a ver.

—Duérmela.

Lo miré sin entender.

Un segundo después, algo me cubrió la nariz y me perdí en la inconsciencia.

Cuando abrí de nuevo los ojos, sólo vitinieblas.

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