Anafagia.
Ana estaba sentada en su sitio de siempre, el último puesto de la última fila de la clase. Era la típica renegada a la que todos rechazaban en conjunto, y no es que fuera algo abiertamente notable, pero el hecho de que no le hablaran y de que nunca tuviera con quién hacerse en los trabajos de grupo decía mucho de su situación en la clase.
Apenas sonó el timbre para cambiar de clase, Ana se levantó de su escritorio, cogió su maleta y se acomodó la sudadera que solía llevar todo los días, la cual le cubría los brazos y la cabeza por completo. Ana empezó a caminar por los pasillos comiéndose la uñas y mordisqueando las yemas de sus dedos. Ésto último hacía que siempre mantuviera sus dedos húmedos y en ocasiones pelados por el roce de los dientes. Y así avanzó por los pasillos largos y grises, con su mirada perdida y temblorosa, con la tez pálida, como si estuviera ansiosa por algo.
Decían que era una muchacha depresiva, que se cortaba los brazos y las piernas. ¿Si no que otra razón habría para que nunca mostrara nada de piel? Ya muchas chicas le habían visto mientras se cambiaba después de gimnasia, y sabían que la mayor parte de su delgado cuerpo estaba cubierto en gran parte por heridas y cicatrices de todo tipo.
Ana llegó hasta su casa y entró a su cuarto, pasando de la comida que le habían dejado sobre la mesa. Odiaba los almuerzos fríos y cubiertos con servilletas. Se desnudó, contemplando frente al espejo el horror de su anatomía. Era cierto: se cortaba, se había daño y esa era la razón por la que su cuerpo lucía de tal forma.
Pero no estaba deprimida, jamás lo había estado.
Ana removió sus cajones y se sentó sobre su cama estando aún semidesnuda. Continuó hurgando un poco más entre el desorden hasta que encontró su bolsa especial. Dentro habían una toalla, un recipiente de plástico, un cúter y una bolsa de plástico que le servía de protector para no ensuciar su cama.
Ana preparó todo, y luego de asegurarse de que la puerta de su cuarto tenía llave, se dispuso a hacer lo de siempre.
El ritual consistía en tomar el cúter esterilizado, y sentándose cuidadosamente sobre la bolsa de plástico ya extendida sobre la cama, empezar a hacer cortes hasta formar un cuadrado sobre la piel, esta vez sobre su muslo. Ya casi no le quedaban zonas sanas que cortar, así que debía aprovechar al máximo cada pedazo de piel.
Así se quedó un rato, cortando sobre los cortes que había comenzado a hacer minutos antes, hasta que pudo remover un buen pedazo de carne. La sangre caía escandalosamente sobre el plástico extendido, pero no había problema, no se desperdiciaba nada. Ana siempre la filtraba hasta el recipiente para beberla junto con el trozo de carne cercenado cuidadosamente.
Ana no estaba deprimida, solo estaba hambrienta.
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