Capítulo 1: Donde comenzó.
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Viajar al Norte no fue una de las mejores ideas que Robert Baratheon a tenido, mucho menos el creer que su gran amigo, Lord Eddard Stark, protector de Invernalia, aceptaría ser su nueva mano del Rey después de la muerte del anterior.
El padre de Lynette había decidido que su madre y hermanos viajarían en el carruaje. Este era cómodo y de grandes proporciones, una monstruosidad de dos pisos, tan grande que solo conseguía atrazar la marcha y aquello lograba molestar a la mayoría de jinetes que se quejaban de que cada vez hacía más frío y las putas parecían desaparecer del radar.
Muy a su pesar, el Rey estaba demasiado entretenido levantando las faldas de un par de putas, bebebiendo y comiendo todo lo que se le pasara por enfrente como para decir algo al respecto -algunas veces-.
El camino Real ya se hallaba cubierto por una fina capa de escarcha y aquello no pareció impedir la marcha, la cual era demasiado lenta y monótona. Cada vez se podía notar el cambio en el ambiente, hacía mucho más frío.
Algo de lo que Lynette no estaba acostumbrada.
Después de haber hablado y rogado por semanas a su padre, él le había permitido cabalgar con la condición de tener un guardia cuidando de ella, además de pedirle que en toda la marcha no levantara la capucha de su capa de suave lana. Su señor padre decía que no era normal que una joven cabalgara, y por ende, era peligroso que algún hombre borracho la viera.
Podía suceder un accidente.
Gracias a los Siete, Jaime Lannister fue el elegido en cuidarla.
Todo el mundo sabía de la especial fijación del Rey por la princesa Lynette, su hija de once primaveras. Tal vez por su parecido a él o porque no podía negarle nada a su pequeño servatillo.
Ciertamente, en el punto de su vida, no le molestaba que se preocupara por ella en extremo, le gustaba ser mimada por él, pero el hecho de saber que le daba toda la atención del mundo mientras que sus hermanos sufrían por la ausencia paternal, la hacía sentir extraña.
La tristeza la inundaba.
Así que como era de esperar, sus hermanos solían pasar el tiempo tratando de ignorarla, celosos de que su padre la quisiera más. Y aunque no era culpa de ella, no parecía importarles, además de que estaba el hecho de ser muy diferentes, ellos eran rubios y con ojos verdes como los de su madre.
Frecuentemente, cuando Lynette marchaba a Roca Casterly, se sentía gravemente fuera de lugar en el antiguo hogar de su madre. Todos eran rubios y de ojos verdes. Eran... deslumbrantes, pero en cambio ella era de cabello negro y unos sosos ojos azules que reflejaban nada más que frialdad. No lograba encajar en lo absoluto.
La princesa solía envidiar la apariencia de Myrcella, ella sí parecía una Lannister, una leona a toda regla, pero entonces recordaba que su padre venera su parecido a él, alegando que sus otros hermanos eran unos simples leones dorados, y simplemente, las preocupaciones se desvanecían.
El viaje había durado más de un mes, pero finalmente todo parecía dar frutos.
El carruaje en el que iban sus hermanos más pequeños y su madre, chirriaba y crujía con cada pozo o piedra en el camino. Los muros de Winterfell estaban cerca, faltaban unos cuantos minutos para llegar. Podía sentirlo en su burbujeante sangre que le advertía de algo desconocido.
Desde pequeña solía saber muchas cosas, no porque las memorice o pase espiando, nada de eso, solo eran simples presentimientos que iban aumentando conforme una creciendo.
—Su majestad —dijo Lynette. Su voz sonó quebradiza, como si fuera frágil y necesitara ser protegida.
No era así.
El adulto volteó a verla con una mueca, sus ojeras eran marcadas y oscuras. Su mirada como siempre, parecía vacía y carente de vida. Nunca había visto una mirada diferente en la de su padre, pero conforme pasaban los años, él parecía marchitarse con la misma fuerza que sus antiguas hazañas se iban alejando del presente.
A veces se preguntaba como había sido su padre antes de Lyanna Stark, su antigua prometida, muriera. ¿Sería amable? ¿No resultaría tan mujeriego? Y según las antiguas lenguas, ¿había sido musculoso?
Cuando era joven había escuchado mucho de él, las historias que se contaban eran asombrosas. Su padre había sido una bestia en forma de persona en su época de juventud, o así era hasta que se convirtió en Rey y empezó a beber, comer mucho y a frecuentar todos los días la compañía de las conocidas prostitutas.
El Demonio del Tridente. El mismo que había acabado con la vida del último príncipe Dragón, quien en la historia, había secuestrado al amor de su vida y violado a la doncella Stark.
Una historia que no se contaba para dormir.
—¿Qué sucede, servatillo? —preguntó, ignorando la conversación que estaba manteniendo con uno de sus tantos vasallos— ¿Algo te molesta? ¿Quieres que cambie al aburrido león como tú guardia? Puedo encontrarte mejor compañía.
Robert gruñó como un ogro, sin siquiera ver la mueca de su tío, quien había permanecido en silencio lo más alejado posible de su padre.
Lynette casi nunca sonreía, no tenía razón alguna para hacerlo, pero se ayó así misma sonriéndole dulcemente; solía hacerlo cuando él la llamaba con aquel cariñoso apodo.
Su madre no solía ser amable con su esposo, siempre lo miraba con una cara larga y fría, aunque tampoco podía culparla, pero si ambos aportaran un poco de su parte, las cosas serían mucho más fáciles.
—Estamos por llegar —anunció con voz siseante, como una serpiente. Desde que había adoptado a su vieja serpiente, su voz había comenzado a cambiar, casi volviéndose como la de una víbora.
Pareció relajarse y una sonrisa embargó su regordete rostro.
Soltó una carcajada.
—¡Ya era hora! ¡Se me está congelando el culo! —bociferó, aunque dudando un poco le preguntó:— Pero hija, ¿cómo sabes eso?
Sonrió de lado, cualquiera se daría cuenta que esa sonrisa pronosticaba problemas.
—Puedo sentirlo —murmuró lo suficientemente fuerte para que la escuchara, sin borrar su sonrisa.
La miró con duda, pero él ya sabía como era, jamás hablaba mucho con las personas, solían huir asustados de ella y tampoco podía culparlos. Desde entonces, Robert había decidido resguardarla de las miradas indiscretas de la corte. Nadie hablaría de ella sin que tuvieran que pasar sobre la maza de acero que custodiaba su propio retoño.
Su padre intentó regresarle la sonrisa, pero solo consiguió obsequiarle una mueca. No pudo culparlo. Cabalgó lejos de él y se encaminó al lado de su hermano Joffrey. A veces cuando quería, solía ser un poco agradable, aunque no siempre.
Ella siempre supo que él estaba enfermo, no de una enfermedad como una gripe, sino algo más profundo, algo mental. Nunca mencionó nada al respecto, pero en ese momento, mirando los enloquecidos ojos que su hermano cargaba como maldición, pudo comprobarlo con mayor ahínco.
Había locura en su mirada. Una contenida bajo una mano de hierro.
—Hermano.
Este le dio una sonrisa torcida, pero no contestó a su saludo. Era algo normal en él, era un auténtico logro que sonriera a alguien que no fuera a su madre. Algunas veces, Joffrey solía desconcertarla con su mirada desquiciada y su sonrisa sádica, pero a pesar de todo, seguía siendo su hermano.
Jaime Lannister se mantenía en silencio cabalgando unos metros detrás de ella, resguardándola de cualquier posible peligro. Sabía que su tío siempre la cuidaría, porque a pesar de ser un hombre arrogante y narcisista, siempre fue muy amable con ella.
Los huesos los tenía agarrotados del frío y de tanto estar cabalgando, su ropa de montar se ajustaba demasiado a su cuerpo asfixiándola cada cierto tiempo, pero sabía bien que era para estar en la postura correcta. Además, los dioses sabían que Lynette no había tenido un verdadero baño por más de un mes.
Las pieles que le habían colocado eran calientes, pero pesadas. No entendía como los norteños podían vivir de aquella manera, era ciertamente molesto el tener que cargar con algo tan pesado como lo eran las pieles. Estas eran de un color marrón oscuro, de acuerdo con el color de su cabello y sus ojos azules, los cuales eran iguales a los del Rey; solo que los suyos eran eléctricos y no de un azul bebé.
Debajo de todas aquéllas pieles pesadas y molestas, tenía puesta su ropa para montar, la cual era del color de su casa y con un venado bordado en oro.
Sabiendo que en el Norte hacía frío, la princesa había mandado hacer bastantes vestidos, ropa para montar, botas y zapatos para no sufrir tanto por el cambio climático. Siempre le gustó prevenir, por lo que no sufrió tanto como los demás integrantes de su familia. Además, a su padre le pareció una buena idea.
No mencionó nada sobre los gastos, sabía que aquello no sería barato, pero no se negó, jamás le había dicho un no por respuesta. Jamás.
Todo iba bien hasta que fue llamada por su padre, quien con un grito atronador exigió que se colocara a su lado, dejando al pobre Joffrey atrás de él y este mismo no pudo evitar fruncir el ceño con molestia. Todos sabían que el Rey no tenía una conexión de padre a hijo con Joffrey.
Cuando Lynette llegó al lado de su padre, este despeinó su cabello y esta vez sí sonrió de verdad. Era como si estar cerca de su amigo de la infancia le diera una luz que hace mucho tiempo no veía en él.
Le agradó el cambio.
—¡Lynette! Mi pequeña servatillo, espero que estés preparada. ¡Que alegría verte! —rugió el Rey y trató de sonreír sabiendo que hace menos de veinte minutos había hablado con él. Aunque por su reacción, parecía que no le había visto en días— Acércate más hija mía, dijiste que estábamos apunto de llegar. ¡Serás la primera en conocer a mi buen amigo, Ned Stark!
La joven jinete hizo caminar a su caballo: Un corcel negro con las pezuñas peludas y de sangre pura y salvaje. Le daba un toque bastante asombroso.
—Será un placer conocer al guardián del norte después de tantos años —murmuró para sí misma.
Debía admitir que le agradaba la idea de conocer al Lord de Winterfell. Casi inmediatamente, un caballero anunció que estaban apunto de llegar.
—¡Mi hija ya me lo había anunciado hace algunos minutos! —rugió el Rey, orgulloso.
Las miradas recayeron en ella como varias cuchillas encajándose en su nuca. La joven no hizo el mínimo caso, muchos susurraban que era extraña y no podía culparlos porque en realidad, sí lo era.
El caballero que había anunciado que llegarían en unos minutos, se apartó avergonzado por ser tan lento en darse cuenta que estaban cerca del castillo. Una simple niña le había ganado.
Cuando llegaron ante las puertas del castillo de Winterfell, estas fueron abiertas con un estruendo y todos entraron con fuerza, intrepidez. El primero entrar fue el obsceno Rey, quien iba con paso rápido (bajo el pobre semental) y por muy poco, la princesa le seguía el paso.
Ambos iban flanqueados por las capas doradas que los acompañaron en el viaje.
Fnalmente, habían llegado al famoso castillo de Winterfell.
El centro del Norte.
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¿Qué les pareció el primer capítulo? Algo corto porque me fui directo al momento en que estaban llegando a Winterfell xD
¿Les gustó la forma de escritura? Se que tengo algunas faltas de ortografía, pero tampoco soy perfecta :3
Se que la canción no tiene nada que ver, pero me encantó 😂❤
Espero que les haya gustado, pronto subiré el primer capítulo.
Goodbye.
Atte.
Nix Snow.
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