35.- Fantasmas perdidos
En una noche despejada como sea, con la luna brillando esplendorosa, hubiera sido una ocasión ideal para hacer algún ritual, o tal vez salir a beber algo. Grace no era de las que buscaba la fiesta y el ruido, disfrutaba de las noches tranquilas en casa. Y aún así siempre se adaptaba, si Amicia quería salir, ella no se negaba y disfrutaba la noche a su lado. Pasó por su mente que quizá ese hubiera sido un mejor plan, salir y despejarse, beber y olvidar lo que estaba viviendo. Pero en verdad se sentía agotada, le dolía la cabeza y no quería arriesgarse a salir y que Abish vuelva a encontrarla. Odiaba tener que esconderse, pero era así como tenía que ser.
Aunque eso tampoco era cierto. Era lo que prometió, el sacrificio. No era lo que el Dán quería, pues si hubiera sido de esa forma jamás el espíritu las hubiese marcado. Todo cambiaría para siempre, ya no tenían opciones. No podía creer que habían pasado tantos años y que de pronto las cosas que creyó seguras no lo eran más. ¿Cómo podría ayudar a Abish? Ni siquiera podía acercarse a ella sin causarle dolor, por eso la evitó por tantos años. La única solución era romper el sello, y no había nadie ahí para hacerlo. Salvo por Aurea, pero la muchacha no estaba preparada para una hazaña como esa.
—Cariño, bebe esto.— La voz de Grace la despertó de aquellos pensamientos que la torturaban, que la hacían sentir como si el pecho fuera a estallarle de pura ansiedad. Hace un rato, cuando tocó una cucharilla, la puso al rojo vivo. Ya no era la niña que incendiaba todo cuando se dejaba dominar por la ira, pero una parte de ella siempre viviría en su interior. Por eso a veces le pasaba, calentaba y quemaba cosas con un simple roce. Amicia tenía mucho autocontrol, pero esa noche su mente parecía vagar en un limbo indescifrable de confusión y miedo.
—No... no te acerques mucho —le pidió, sintió su voz temblorosa. Obedeciendo a sus palabras, Grace puso la humeante tasa de té en un extremo de la mesilla—. No quiero tocarte y lastimarte.
—Sé que jamás lo harías.
—Hoy no sé qué me pasa —dijo, y suspiró agotada. Cogió su taza despacio y bebió. El líquido caliente a ese punto podría quemar la garganta de cualquiera, incluso dejar quemaduras en la lengua y labios. No para ella. Las de su clase no le temían al fuego y sus consecuencias, al menos no para ellas mismas. Siempre, aunque no quisieran aceptarlo, vivían con el terror de hacer daño a los demás. A lo que más amaban.
—Bebe con calma —le pidió con dulzura Grace—. Es un té relajante, dentro de poco podrás descansar, eso es lo que necesitas. Prepararé la cama para ti.
—Gracias, amor —contestó sonriendo de lado. El té de Grace era de los mejores. Nunca lo comentaba delante de Margaret pues esta diría que le iba a robar el negocio, pero como miembro del aquelarre Fáthlia era obvio que las yerbas eran su especialidad.
—Tranquila, ya regreso.— Haciendo caso omiso de sus advertencias, Grace se acercó a darle un beso en la frente. Amicia contuvo un instante su respiración, temiendo que su piel estuviera muy caliente. Y, por suerte, no pasó nada—. ¿Lo ves? Tú nunca podrías dañarme.
—Yo siempre termino arruinando todo, Grace.
—Basta ya, hablas como Cardini. Se te ha pegado su melodrama.
—Creo que fui yo quien le pegó el melodrama a Aurea —bromeó. O lo intentó.
Amicia y Aurea no tenían nada que ver. Ni siquiera le daba un solo curso, no había razón para ello. ¿Qué podría hacer una Fiurt en una clase de control de elementos? Y aún así congeniaron. Primero, porque asumió la tutoría de Sybil, y la pequeña bruja de fuego al inicio no hacía otra cosa que quejarse de su compañera de habitación que la sacaba de quicio. Hasta que un día, en medio de una rabieta, Sybil quemó a Aurea. No fue grave, pero la pequeña bruja blanca lloró mucho de dolor hasta que ella misma se sanó con ayuda de Clemence. Amicia no la conoció hasta ese momento.
Le pidió perdón en nombre del aquelarre, le explicó que a veces eso pasaba con las Bruanne, era difícil controlar su fuego pues este se relacionaba con las emociones. Pasó la tarde contándole cosas sobre Aliena, y quizá de ahí nació la famosa obsesión de Aurea con una bruja legendaria ajena a su aquelarre. Le pegó muchas cosas a Aurea sin querer.
Amicia vivía quejándose con Grace de los horarios, del cansancio, de la directora, de la vida, de la noche, del sueño, de todo. Y Aurea tomaba clases extra con Grace, así que la escuchaba con atención. Luego supo que la muchacha se la pasaba quejándose de todo y armando escenas dramáticas propias de la maestra Amicia. Que la admiraba lo tuvo claro siempre. Pero es que ella no tenía nada que admirar, era un puto desastre. Siempre lo fue, ni los años habían cambiado eso. No tenía ni un ápice de madurez para enfrentar los problemas de la vida, siempre tenía que ir por ahí armando desastres, soltando comentarios imprudentes, llamando la atención donde no debía. Ella no era buena, no era como Dalia.
Cuando terminó su taza de té, Amicia se paró y fue hacia su librero. No pudo evitarlo, sintió la necesidad de hacerlo. Miró a los lados, ni rastro de Grace. Así que cogió un libro, uno viejo, de tapa dura gastada. Era verde, no muy grueso. Un libro con los apuntes de Dalia sobre el viejo mundo. Amicia lo había leído ya tantas veces que se lo aprendió de memoria, pero no era información lo que buscaba en ese momento. Para abrirlo requería sangre Rowe, así que cogió el alfiler que siempre llevaba en su ropa y se hizo una pequeña herida. Un punto casi imperceptible, pero que fue suficiente cuando tocó la cerradura del libro. Lo abrió despacio, y entre sus hojas amarillas y gastadas encontró el recuerdo. La foto.
Ellos eran sombras que se iban. Fantasmas del pasado que seguían rondando en su alma, en su mente, en cada uno de sus recuerdos. A veces se iban un tiempo, se escondían en las sombras del olvido, esperando que un rayo de luz les iluminara el rostro, aunque sea un instante. Tiempo suficiente para desatar el caos en su interior, para hacerle recordar cada detalle. Los muertos no se iban realmente, eso cualquier bruja lo sabía. Se hacían uno con el todo y esa energía de lo que fueron siempre las acompañaba. Los fantasmas eran solo inventos de su mente, espejismos que recorrían la casa en busca de atormentarla con un pasado que ocultó por más de veinte años por el bien de todos.
Así que ahí estaban los fantasmas, mirándola sonrientes en una foto en blanco y negro. Pareciera que no supieran que estaban muertos, pues aún desde el papel irradiaban la energía de la juventud, las ganas de vivir y descubrir. ¿Cómo iban a saber ellos que la vida se les iba a escapar? ¿Qué no les esperaba grandeza, sino infortunio? Fueron la esperanza, la alegría, la rebeldía. Los transgresores, los optimistas, los que pensaron que eran ellos contra el mundo. Hasta que el mundo les recordó que de buenas intenciones no se vive, y que nada escapa de él y de sus sombras. Ellos miraban a la cámara y reían. Era increíble como un estado de felicidad pudo quedarse grabado para siempre en una foto perdida, la única quizá, la que no solo guardaba oculta en ese libro. También en su memoria.
Ella era una muchacha apenas. Miraba a la cámara y reía. Se podía ver en sus ojos brillantes una alegría única. Su cabello rebelde y ondeado parecía nadar con el viento, se veía tan perfecto así. Ella con un clásico uniforme de bruja, pero con la falda más arriba para mostrar con libertad sus largas piernas. Llevaba también la blusa desabrochada, desordenada. Y él era la imagen de la rebeldía misma. Sonreía de lado de una forma encantadora, con una sonrisa que podría enamorar a cualquiera. Que, de hecho, la enamoró a ella. Desaliñado, con la ropa algo rasgada, la chaqueta a punto de caerse, la camiseta blanca. Guapo como el solo, sosteniendo a su chica de la cintura con una mano, tocándola con cariño. Y la otra mano alzada, como un puño. Como hacían en las protestas antiguas, como en el viejo mundo. Todo en ellos era así. Protesta, reclamos. Contestarios que se ganaron problemas. En ese instante de la foto parecían más alegres que nunca, gritando con sus gestos que se iban a devorar al mundo. Oh, pobres niños... pobres muchachos...
Solo que en el tiempo en que ellos fueron ese símbolo de la anarquía, Amicia los vio como grandes ídolos. En ese momento ella ya tenía más edad que ambos juntos. Para ella eran unos niños en esa foto. Y aún así, inmortales. Bellos, eternos, libres. Así eran a veces los fantasmas de Dalia Rowe y Adel Grimm. La bruja y el cazador. Alguna vez fueron lo que más admiró. En noches como esa, cuando las lágrimas le cubrían los ojos al observar su foto, se convertían en ladrones de su alegría.
Su primer recuerdo era el rostro de Dalia. Sus madres, dos brujas Dulrá, murieron hace mucho. Una por enfermedad, la otra por tristeza. Suicidio, siendo específica. Y solo quedó Dalia para ella. La hermana mayor, la responsable, la perfecta, la niña prodigio. La primera que fue apta para ocupar un puesto de honor entre las Dulrá siendo menor de edad. En realidad, Dalia y Amicia nacieron para ser Dulrá. Se esperaba eso de ellas, era lo que tenían que ser. Nacieron para ser brujas de elite.
Y Dalia estudió. A la muerte de sus madres, ambas pasaron a la tutoría del aquelarre Dulrá, pero fue su hermana quien recibió la más esmerada educación. Porque Dalia fue la única bruja en varios siglos que dominó tres elementos. Fuego, tierra y agua. Ni la líder de las Dulrá era como ella. Todas sabían que Dalia sería grande, que iba a liderar el aquelarre. Por eso le mostraron tantos secretos desde joven, por eso la iniciaron antes que a muchas. Y esa misma educación esmerada fue lo que acabó convirtiéndola en la tormenta rebelde que luego ninguna Dulrá pudo controlar.
Para Amicia no había nada malo en Dalia. Ella era perfecta. Hermosa, jovial, inteligente, amable, fuerte. Era la mejor bruja y hermana del mundo. Amicia creía en cada palabra que saliera de su boca, no podía ser de otra manera. Por eso las recordaba con tanta claridad, Amicia no había olvidado. Nunca lo haría, y por eso ella también formaba parte de la élite Dulrá. Para recordarles las palabras de Dalia, para que ellas escucharan la verdad de la boca de su hermana pequeña.
—Este sistema no es correcto, Ami —le decía constantemente su hermana. Así, con calma y soltura, le explicaba asuntos complicados a una niña sin esperar que entendiera. Pero vaya que captó todo—. Las brujas hemos perdido nuestras raíces, nos hemos apartado del camino inicial que se planeó para nosotras, hemos roto la hermandad separándonos en aquelarres.
»Esa no era la intención de las brujas legendarias, lo que ellas hicieron fue dividirse el trabajo para hacer más fácil la enseñanza en las especialidades de la magia que cada una dominaba. Hermana, esto no se suponía que fuera así. Las brujas éramos una hermandad, estábamos todas unidas en la diversidad. Nos tomábamos de las manos para hacer magia con la energía de la luna, eso se ha perdido. ¿Te has dado cuenta? Fue la luna la que nos dio la magia, y sin embargo no hay ni un solo aquelarre que le dedique cultos a ella. Hicimos de las brujas legendarias nuestras diosas, pero yo sé que ninguna estaría contenta con el resultado. No querrían vernos separadas.
»¿Tienes idea de lo que hacen las Briathar? Protegiendo la mente de los ricos, ocultando sus secretos y sus porquerías. Esa gente es un asco, Ami. Son como los hombres poderosos del viejo mundo que usaban y abusaban de las mujeres, de nuestras hermanas. Pero ahí van ellas, dándoles sus servicios, cuidando de sus mentes. El apadrinamiento tiene que ser la forma más nauseabunda que tenemos las brujas de vender nuestros talentos al mejor postor. Mira a las Fiurt, todas unas avaras. Ellas no eran así, Ami. Lo he visto, lo he leído también. Vivían de lo que Madre de la tierra y la Diosa del mar les proveía, no pedían ningún pago por sus servicios. Ahora pecan de ambiciosas amansando una fortuna a cambio de sus rituales de sanación, se las pegan de puras y sagradas, pero a escondidas guardan el dinero y lo prestan con grandes intereses. No honran a Aziza, la avergüenzan.
»Podría nombrarte las barbaridades que cometen cada uno de los aquelarres, pero solo mira el nuestro. Las Bruanne son en su mayoría humildes, y en lugar de dejarlas acceder a nuestros secretos para que sean más poderosas, les cerramos el paso. ¿Qué legado quieren honrar? ¿El de Aliena? La bruja nos golpearía de ver lo que le hicimos a su nombre, de ver que nos asemejamos más a aquellos horrendos hechiceros antiguos que ocultaban los secretos del mundo en sus torres de magia. Eso hacemos, escondemos información. No es justo para nadie, parece que solo alimentamos una farsa. Las brujas hemos cambiado, puede que nos hagan creer que seguimos siendo las hermanas de antes, que estamos unidas. Y si, quizá las más jóvenes entienden ese sentimiento. Pero las líderes, las que dirigen nuestro mundo, lo hacen todo mal.
»Ami, las cosas no tienen que seguir siendo así. En el pasado está la clave. En las cenizas del mundo que se fue está la verdad para que este sistema caiga. Aquelarres, niveles, secretos, padrinazgos. Las brujas nos liberamos del sistema opresor que nos dañaba, pero nos inventamos otro que también nos oprime. Y te juro, hermana, que yo voy a destruirlo.
Recordaba esas palabras, ese entusiasmo. Esa convicción que tenía su hermana de que podría cambiar el mundo solo con su voluntad. O volver a sus raíces. Dalia parecía obsesionada con el viejo mundo, hizo amplias investigaciones desde su adolescencia y le dejó gran parte de ella antes de irse para siempre. Porque ahí fue el punto de quiebre, el momento en que todo se torció. Cuando encontró aliados para su propósito.
Dalia crecía rebelde y desenfadada, alejándose cada vez más de ella. Amicia notaba sus ausencias, pero la esperaba siempre para tener todas las novedades de ella. Porque Dalia podía desear con todas sus fuerzas conocer el viejo mundo, pero no encontraba quien le diera alas. No hasta que conoció a Adel Grimm y se enamoró de él. De un cazador encantador que cayó prendado de aquella bruja rebelde. Una vez, incluso, la arrastró a una cita con él. Y Adel llevó a su hermano menor, a Richard. Así se conocieron, y no volvieron a verse hasta años después, cuando Rick llegó con una bebé en brazos rogándole ayuda para salvarla.
Adel dio forma a las fantasías de Dalia. En ese tiempo Amicia lo veía como un héroe maravilloso, como un cazador formidable. Divertido, listo, genial. Años después, Amicia aprendería a odiarlo. Quizá porque tuvo que encontrar un culpable de la desaparición de su hermana, no le quedó de otra. Porque después de todo fue él quien ayudó a armar toda aquella expedición para viajar al sur y luego al viejo mundo. Él juntó voluntarios, algunos cazadores que estaban tan entusiasmados como él. Adel quería encontrar el origen de los vampiros y licántropos, buscar una forma de detenerlos, algo que quizá se perdió entre el saber del viejo mundo. Estaba tan convencido como Dalia de que todo el sistema estaba mal y solo ellos podrían encontrar la respuesta para lograr una sociedad mejor.
Amicia se recordaba entusiasmada con esa expedición, pues Dalia le contaba todo con lujo de detalles. Se enteró que varias brujas decidieron escapar con ella y seguirla. Supo que incluso un chico norteño se había unido a la expedición. Recordaba que eso le impactó, pues en aquel entonces era más raro que los norteños salieran de su país, y cuando Dalia le contó las injusticias que se vivían, Amicia entendió por qué ese chico huía. Hace poco se enteró que ese chico del que alguna vez escuchó hablar no era otro que Charsel Cardini, padre de Aurea.
Charsel, Adel y Dalia. Pronto ellos tres se hicieron inseparables. Charsel, el que buscaba la libertad para su pueblo, un hijo de esclavos. Adel, el que quería salvar al mundo de las criaturas de Annevona. Dalia, la que quería destruir la estructura de la sociedad de las brujas para conseguir volver a sus orígenes. Ellos y otros partieron felices y entusiastas al sur, jurando que volverían. Ni uno solo regresó con vida, salvo Charsel. Qué extraño era todo eso o, mejor dicho, qué coincidencias tan peculiares. Parecían todos simples piezas en un juego, todos puestos en su lugar para hacer su parte cuando toque. Incluso ella.
Piezas de un gran juego, eso eran. Lo comprendió cuando el Dán la marcó para ser danae de Abish. Debió tenerlo claro antes, cuando esa bebé llegó en los brazos de Grimm y no tuvo alternativa que sacrificarse por ella. Sabía que hizo lo correcto, pero también sabía que ya no había tiempo y tenía que encontrar una forma de liberarla de aquel sello. Amicia había guardado el secreto, había luchado por el legado de su hermana. Y todo lo hizo mal. Era ya una mujer mayor que se sentía un completo desastre que no había logrado nada en la vida. Pero el Dán nunca la vio así, aguardó para mostrarle el camino que trazó para ella. Lo tenía ya al frente, y no podía seguirlo. No hasta solucionar el asunto del sello. Ya encontraría una forma de ayudarla, de momento no sabía ni cómo empezar.
Antes que Grace apareciera, Amicia se secó las lágrimas y devolvió la foto a su lugar. La observó un instante más, buscando hacer que esa imagen perdurara más tiempo en su memoria. Aunque doliera. Porque ver a los fantasmas sonrientes era volver a sentir aquella felicidad de la juventud que se fue para no volver más. Que se fue y dejó un hondo abismo en su alma que se había llenado de dolor. Esos fantasmas sonrientes y felices dolían. Porque Amicia fue feliz, porque tuvo una hermana que la amó. Y ya nada de eso existía, solo sombras. Ellos se perdieron en el viejo mundo, se deshicieron poco a poco en el tiempo. Solo vagaban en su memoria. Ahí eran inmortales.
***************
La luna en todo lo alto iluminaba aquel lado del bosque. Se colaba entre los árboles formando sombras y siluetas que a él le gustaban. Prefería sentir la energía de la luna, lo revitalizaba, hasta podía ser reconfortante. Por eso, mientras se alimentaba con cuidado, se acomodó de tal forma que podía sentir la luz de la luna acariciando su rostro.
Petrus prefería cazar como lobo, pero comer en su forma humana. Eso cuando tenía tiempo, a veces necesitaba un bocadillo rápido y no le quedaba de otra que comer como un salvaje. En realidad eso tampoco tenía nada de malo, ya que en él todo era salvaje, era su naturaleza. Los lobos solitarios como él solían alimentarse como bestias, devorando la carne de sus presas, deleitándose con sus vísceras, lamiendo sus huesos. Petrus no era la excepción, pero a veces era bueno disfrutar de la comida por más tiempo. Saborearla, experimentar un poco. Y a él le gustaba cocinarla con piedras calientes bajo tierra, añadiendo algunas yerbas o frutos para saborizar. La experiencia le había enseñado como usar con condimentos de acuerdo a la carne de cada presa. A veces la carne humana podía ser un poco dura y era necesario cocinarla por más tiempo. Eso no le quitaba lo exquisito.
Desde el ataque en Etrica que tenía antojo de humano. En el bosque solía encontrarse con manadas de los suyos y brujas fugitivas, pocos eran los humanos a su alcance. Pero mientras más se acercaba a Etrica, más fácil era conseguir presas. Después de un par de años sin probar carne humana nadie podía culparlo de que de pronto los hiciera parte principal de su dieta. La cuestión era mantenerlos frescos, no podía alimentarse con calma tan cerca de la civilización humana. Tenía que secuestrar, llevarse a alguien inconsciente y luego matarlo sin dañarlo mucho. No le gustaba la carne moreteada.
La cuestión era que, considerando la situación en la que estaba, Petrus tardaría en volver al centro del bosque. Se había internado bastante, eso era cierto. Horas de camino de lo que los humanos llamaban el límite, donde los cazadores no se aventuraban. Iba a tener que mantener ese ritmo hasta que pueda volver a Etrica por Aurea. Necesitaba tenerla pronto.
Desde que la vio en medio de aquel ataque donde pudo morir supo lo que tenía que hacer. La salvó porque esa hembra era suya, era la hembra que estuvo esperando desde que sus ojos vieron el mundo. Su instinto se lo gritaba, su cuerpo también. Todo le gritaba que tome a esa niña de una vez, que no pierda el tiempo en marcarla. Pero ella estaba muy débil, muy frágil. No podía romperla aún, quería a su hembra más resistente para poder preñarla y tener descendencia al fin. Eso no le impidió tocarla un poco, saborear su piel y marcarla. Si así de deliciosa era siendo una pequeña, pensó, de seguro que de mujer sería en verdad arrebatadora.
Lo comprobó cuando al fin después de tantos años de haberla marcado la tuvo al frente. Pasó años pendiente de ella, esperándola. Imaginando la gloria que sería tenerla, saber que poseería a una Asarlaí real. Así que cuando ella envió a un objeto animado a pedirle que la deje en paz, no pudo soportarlo. Ella no tenía ningún derecho a apartarlo, no tenía ningún derecho en realidad. Era suya, no tenía voluntad. Si quizá pensó que era libre tenía que darle una lección para que aprenda quién era su dueño.
Gracias a la marca pudo encontrarla fácil dentro de ese mar de gente que era Etrica. La rastreó y se la llevó. Verla traicionándolo lo enfureció, comprobar luego que en realidad no era así impidió que la matara. Porque él no iba a tocar algo que ya había sido corrompido, y si ella no era suya entonces ningún otro ser en el mundo tendría derecho a tocarla. No iba a regalar lo que le pertenecía por nada. No logró darle una lección, al contrario, por poco y ella le da una verdadera paliza con enerkinesis. Eso, lejos de espantarlo, logró que su deseo por ella sea más intenso. Mientras más difícil sea poseer a esa hembra, más satisfactorio sería su triunfo.
Lo poco que saboreó de ella lo dejó con deseos de mucho más. Si de niña ya era una delicia, como mujer se le antojaba como lo más exquisito que podría tener. Fantaseaba constantemente con profanar su cuerpo, por cogérsela sin ningún obstáculo, probar cada parte de ella y escuchar sus gritos. No importaba si eran de placer o de dolor, eso a él no le interesaba. Aurea tenía que ser suya, engendrar a sus hijos hasta que ya no pueda más. Él la usaría hasta que no quede nada de ella, la sometería a todos sus sucios deseos y no la dejaría ser libre jamás. Eso claro si ella no lo marcaba con enerkinesis antes, y considerando su debilidad, eso no sería posible. Aurea era una cobarde.
Esa noche, mientras comía y pensaba en ella, sentía que había algo fuera de lo común. Al principio no lo percibió con claridad, pero conforme corrían las horas la sensación se hizo más real. Estaba siendo observado. Así que solo se dedicó a esperar, porque quien quiera que lo esté buscando se manifestaría en cualquier momento. Petrus estaba convencido que no había rival para él en ese bosque. Salvo Wolfgang, pero él andaba ocupándose de sus manadas y no podía querer nada con él. Cuando llegue el momento haría frente a lo inesperado. Algo que, por cierto, tenía una interesante y fuerte energía de las sombras. Algo que en lugar de repelerlo le parecía hasta atrayente.
Dejó los restos de la cena a un lado y caminó. Mantenía su forma humana mientras andaba, y esperó que aquella presencia lo siguiera. Al llegar a un claro fue que la vio. Estaba parada en medio, esperándolo. Lo miraba fijo, y al hacerlo, sonreía de lado. Vestía de negro de pies a cabeza, aunque su cabellera mostraba las raíces claras. La noche era oscura a pesar de la luz de la luna, y aún así notó la palidez de su piel, sus uñas largas, su gesto sombrío. Un halo de energía negra la acompañaba. Petrus sonrió. Una nigromante. Oh no. La nigromante. Era ella, no había de otra.
A sus oídos llegó que Wolfgang tenía problemas con ella, pues se las estaba ideando para romper los lazos naturales y adueñarse del control de algunas manadas. También escuchó que ningún descendiente de Iseut habían caído en sus sombras, incluso varios de ellos se presentaron ante él a preguntarle cómo proceder. Les dijo que solo mantuvieran la distancia, no se sabía si en algún momento lograría tener el poder para someterlos. Pero la nigromante llegó hasta él, y tenía que mantenerse cauteloso. No estaba en su naturaleza atacar a alguien que representara tan bien a las sombras, pero tampoco iba a dejar que lo sometiera.
—Te estuve buscando —dijo ella con la voz suave. Parecía sisear en realidad, como una serpiente. Así le sonó, aquello era más oscuridad que una vida real. Se estaba consumiendo en las sombras, pero no lo suficiente.
—Y aquí estoy —contestó con calma—. ¿Qué es lo que quieres, nigromante?— Al oírlo, ella amplió la sonrisa. Ya no le parecía tan agradable.
—Si, ese es mi nombre.
—No, eso es lo que eres. ¿Acaso has olvidado tu nombre? ¿O no tienes permitido saberlo?— La nigromante no contestó. Pero sí borró su sonrisa. Así que era eso, no era el enemigo real. Era una sierva, un señuelo. Aún así gozaba de gran poder, cosa inusual en una lacaya.
—Eso a ti no te incumbe.
—Ya veo —contestó mientras la seguía analizando. Había algo más, algo en su pecho. Afinó sus sentidos en busca de la señal, y no la encontró. Esa nigromante no tenía corazón, se lo habían arrancado del pecho—. Interesante...—murmuró. Y fue él quien acabó sonriendo, desconcertando a la nigromante.
Petrus sabía algo de eso, era lo que se contaba en lo oscuro del bosque. A lo largo de su vida tuco contacto con algunas brujas rebeldes que se consideraban a sí mismas seguidoras de Annevona. Eran buenas para pasar el rato y gozar de ellas, no hacían problema por algunos rasguños o mordidas, como si amaran el dolor. Y algunas hablaban de más, él también quería saber. Por eso Petrus sabía que para que una bruja oscura llegue a ser nigromante primero tenía que pedir un favor a Oscuridad perpetua, pero no cualquier favor. Tenía que ser un llamado del alma, algo que desee con todo fervor, con una fuerza abrazadora capaz de destruir lo que sea. No solo decirlo de la boca para afuera, sino sentirlo en serio. Y eran pocas las almas capaces de algo como eso, eran contadas las personas capaces de quemar el mundo entero sin importarles nada más con tal de cumplir sus deseos. Eso la dueña de las sombras lo sabía bien, así fue como entró en Annevona. Y así era como entraba a las nigromantes.
Por supuesto, pedía algo a cambio. Su propia alma, si esta era preciada y poseía gran poder o energía pura, era un excelente sacrificio. También se podía sacrificar lo que más se amaba, la vida de inocentes puros. Muchos de ellos. Así se pasaba a ser una sierva de las sombras, y por eso mismo eran pocas quienes llegaban a ese punto. Como la bruja que tenía al frente, quien en realidad servía a alguien más poderosa que ella. Y esta era un canal para la energía, solo eso. Su maestra, quien quiera que sea, le había arrancado el corazón y había hecho de ella un cadáver viviente solo gracias a las sombras. Si la nigromante vivía era solo porque su corazón estaba a salvo en algún lugar, probablemente lo tuviera la misma que le hizo eso. Lo que le inquietaba era que la nigromante fuera un vehículo hecho para el sacrificio, incapaz de actuar sin una orden, sin recordar su vida anterior o qué la llevó a entregarse a las sombras. Y a pesar de todas esas limitaciones tener tanto poder, al punto que a él no le producía rechazo, sino respeto. Algo que no había sentido en mucho tiempo.
—No pretendas adivinar mis intenciones, lobo —le dijo la nigromante con cierto desprecio.
—Lo cierto es que no tengo idea de qué pretendes. Me temo que has intentado ya arrastrar a tu servicio a los descendientes de Iseut, y no lo has logrado. ¿Hay alguna razón por la que pienses que conmigo será diferente?
—Ninguna —admitió—. No serán las sombras lo que te atraigan a mí. Te daré todo lo que desees —intentaba tentarlo. El viento movió sus ropas, le dejó ver parte de su blanco cuerpo. Uno que no le atraía en lo más mínimo.
—Si lo que te interesa es conseguir un poco de energía sexual con una criatura oscura, mejor olvídalo. No me gusta lo podrido, prefiero la carne fresca. No te ofendas, pero solo me cojo a las vivas.
—Qué gracioso eres —le dijo después de soltar una risita aterradora. Una que parecía de ultratumba, ni siquiera sonaba real. Era monstruosa—. Me alimento de sombras, no de sexo. Aunque tengo siervas que sí la usan. Podrías yacer con cada una de ellas, las disfrutarías.
—No tengo interés de momento. Y no pienso unirme a tu séquito, no hay forma de que me convenzas de eso.
—¿Seguro? —preguntó sonriente. Algo sabía de él, por eso parecía tan segura de poder tentarlo.
—No tienes lo que quiero.
—Puedo poner a la Asarlaí en tus brazos si eso es lo que quieres. Solo te advierto que no podrás usarla por mucho tiempo. Profana su cuerpo, pero deja su alma intacta. Esa es nuestra.
—Ohh...— Sí que sabía de sus deseos más profundos y oscuros. De lo único que anhelaba en la vida.
—La vamos a sacrificar de todas maneras, eso tenlo por seguro. Con o sin tu ayuda. Pero sería conveniente que estuvieras ahí para gozar de ella antes de que cortemos su cuello y la desangremos hasta la muerte. Sería incluso más poderoso que lo hagas mientras muere. Qué sublime conjunción de energías sería, el sacrificio sería más poderoso de lo que queremos —lo dejó perplejo. Esa perra estaba loca, y definitivamente estaba equivocada con él.
—Nigromante, dile a tu maestra que la próxima vez no envíe a una novata que solo domina la magia mental en lo superficial —le soltó con desprecio—. Es cierto, la Asaralí es todo lo que deseo. Es, de hecho, lo único que quiero en este mundo. Y si la bruja mentalista que me leyó fuera un poco más lista, sabría que un macho como yo no va a dejar que le hagan daño a su hembra. Menos que gentuza como ustedes la use. Ella es mía. Su cuerpo, su alma, su vida entera. En serio no pudiste pensar que me iba a rendir si me la entregabas, ¿qué clase de macho sería si no puedo someter a mi hembra las veces que desee y por mi cuenta? Aurea es mía, y ustedes no la van a tocar. Así me cueste la vida —le amenazó. Su voz se hizo cada vez más profunda y gutural, sintió sus dientes crecer, listo para desgarrar a quien se le pusiera al frente. Pero habló en serio, cada palabra fue dicha con convicción. Aurea era suya, ¿quiénes se creían esas perras brujas para tocarla?
—Ah, pero cómo eres tonto —se burló la Nigromante, como si sus palabras no le hubieran afectado. En realidad, fingió que no le molestaron sus amenazas. Pues conforme hablaba notó su gesto adusto, sus ojos cargados de rencor—. A nosotras no nos importa quien tome su cuerpo, porque su alma seguirá siendo blanca y pura. La energía sexual bien usada enaltece a la bruja, no la profana.
—No me repitas cosas que cualquiera sabría, bruja. No soy un niño al que tengas que educar —le dijo con molestia.
—Te ofrecí un trato, pero lo has rechazado y pagarás las consecuencias. Puedes seguir aquí vociferando que la bruja es tuya, pero no la has tocado. Nunca la tocarás. Cuando vuelvas descubrirás que otras criaturas han gozado de ella.
—¿Disculpa? —frunció el ceño, sintió que la rabia lo dominaba. ¿Qué tanto sabía aquella bruja? ¿Quién espiaba en Etrica para ella? ¿Por qué parecía tan segura de las andanzas de Aurea?
—La Asarlaí trabaja para los vampiros. Y será cuestión de tiempo para que el rey de los vampiros la...— No terminó de hablar, en cuanto dijo eso, Petrus rugió enojado. Y ella solo se burló, se rio en su cara. No, Ethelbert no podía tocar lo que era suyo. No se atrevería. Primero tendría que matarlo para tocar a su hembra, eso era ley. Ninguna criatura podía tocar lo que le pertenecía, ninguno de esos hijos de Mstislav tenía derecho a su hembra. Los despedazaría él mismo si era necesario.
—Nadie toca lo que me pertenece —amenazó él. La nigromante sonreía triunfante.
—Ya verás que sí. Los vampiros, nosotras, los espíritus. Esa bruja nos pertenece a todos, menos a ti. Qué tortura la tuya. Y no te preocupes, me encargaré de que sepas los detalles de su iniciación sexual. Rechazaste nuestra ayuda, y solo por eso no dejaré que sea tuya jamás.
—Eso está por verse, perra bruja. Encontraré tu corazón y me lo tragaré, ya te acordarás de mí cuando te retuerzas de dolor en sangre podrida.
—Inténtalo —lo retó—. Sería interesante verlo.
—No puedes someterme, bruja. ¿No te has dado cuenta? Nada de lo que digas me hará retroceder, estoy lejos del alcance de tus sombras. No me me asustas.
—Para todo hay razones, Petrus. Los de Iseut eran como Dye, salieron a él. Nunca se sometieron, no se podía. Si abrazaron las sombras fue por voluntad propia. Y tú, como muchos otros, caerás.
—Nunca.— La nigromante cometió un error, se metió con el licántropo equivocado. No lo tentó como debería, y tampoco creía que hubiera una forma. Ellas querían matar lo que deseaba, no iba a aceptar aquello.
—Esto es un adiós entonces. Pagarás, no tengas dudas de eso —dijo ella. Se iba ya. Fue a él con la intención de arrastrarlo a su lado, pero solo consiguió un enemigo. Y conforme las sombras la ocultaban para arrastrarla lejos de ahí, Petrus sentía rabia. De nada serviría lastimar su cuerpo podrido, tenía que darle por otro lado.
—Adiós, y no olvides preguntarle tu nombre a tu maestra. A ver si la próxima te presentas ante mí en condiciones, no como una simple lacaya.
—Cierra la boca —contestó ella rabiosa.
—Tu rostro se me hace muy familiar, nigromante. Dile que te cuente. Que te diga lo que fuiste. Prueba tu lealtad a la dama de la oscuridad. Si después de saber la verdad aún quieres servirla, entonces serás una sierva fiel y no una triste recadera.— La nigromante no respondió. Se ocultó en las sombras y se fue.
Lo último que Petrus vio fue su rostro desconcertado. Le dejó una interrogante en el aire, algo que no la dejaría tranquila. Se sonrió, porque sin querer le estaba dando un golpe a la maestra de la nigromante. Porque si sus suposiciones eran ciertas, y ese rostro familiar le pertenecía a quién creía, entonces las cosas no le iban a resultar como querían con su sierva más fiel.
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Quería creer que los dos estaban mirando la misma luna en ese momento. Que ella los conectaba. Era poco lo que podía ver en esa clara noche, la suerte estuvo de su lado cuando lo pusieron justo en esa celda. Justo en el lugar en el que madre Killa lo iluminaba con su energía. Cierto que no era mujer ni bruja, que quizá ella ni siquiera posaba sus ojos en él. O quién sabe, puede que ella esté bien enterada. Después de todo, los espíritus se comunican entre sí por más distantes que estén. Poco importaba que ella estuviera ahí arriba en lo más alto del cielo, su existencia le permitía saber de todo y de todos. Quizá ella sabía de su padecimiento. Sabía de quién era padre. Y sabía de sus errores.
Charsel miró al cielo y suspiró. ¿Serviría de algo decir sus oraciones? Si estaba despierto a esa hora contemplando la luna, imaginando que su bebé la miraba en ese momento, era porque el sueño no acudía a él. Cansado estaba. Exhausto en realidad. Pero el temor, la incertidumbre y la culpa no lo dejaban cerrar los ojos. Así era noche tras noche, apenas unas cuantas horas podía cerrar los ojos. Luego se consumía poco a poco en trabajos forzados, en maltratos y comida mal hecha. Pareciera que el mundo se empeñaba en agotar su cuerpo y destruir su espíritu. Quizá ya lo había logrado.
—Gran madre —susurró mirando el rostro velado de la luna. Su velo era su luz, el que impedía que cualquier mortal la conozca en verdad—. Que eres todo lo que fue, lo es que y lo que será. Si puedes escucharme, dile algo a ella. He rezado por años, madre, a todos los espíritus de este mundo. A la creadora, a la Madre de la tierra y al Padre del cielo. Al Sol, y ahora a ti. Ya no sé a quién acudir. Incluso a aquel le he hablado, pero él es sordo. Por favor, madre. Dile a ella que la amo, que la extraño. Que me cansé de callar, que la necesito. Dile a mi hija que no quiero morir sin ver su rostro una vez más. Pero dile que huya, que hice mal, que fui débil. Dile que no la envié a su salvación, que la envié a su ruina. Y si no puedes hacer eso, por favor, cuídala. Ilumínala, dale tu fuerza. En nombre de todo lo fuiste, eres y serás. Protege su espíritu.
Cuando calló, Charsel tuvo la certeza que no podía hacer más. Oró con fervor, y quería creer que el espíritu de la luna lo escuchaba. Fue tan tonto, tan insensato. Tan desesperado estuvo por salvar lo que más amaba en el mundo que fue muy tarde cuando se dio cuenta de su error. No debió enviarla al sur, no debió entregarla al aquelarre Fiurt de Etrica. Y ya era muy tarde para arrepentirse.
Veinte fueron los que partieron a la expedición al sur. Charsel aún atesoraba en sus recuerdos aquellos días felices. El entusiasmo, el idealismo, la alegría y las ganas de descubrir y cambiar el mundo. A veces soñaba con ellos. Con el rebelde Adel. Con la sarcástica y maravillosa Dalia. Y con Aitanna. Siempre soñaba con ella, y a veces no era bello. Porque en sus sueños ella siempre escapaba. O llegaba a tocarla, y pronto se le escurría de las manos. Se deshacía a veces como humo, a veces con dolor. Clamando su ayuda. Rogándole que protegiera a su bebé. O reclamándole por haberla entregado.
Veinte se fueron, y de ellos solo quedaban fantasmas perdidos. Ni siquiera Aitanna existía más. Al menos no como la recordaba. En su mente se había transformado en un fantasma aterrador, en un espectro que amaba, pero que lo atormentaba. Si, veinte se fueron. Pero en el continente cuatro sabían la verdad. Rick, el hermano de su querido amigo Adel. Amicia, la hermana de Dalia, la que se arriesgó en conseguir la clave para salvar a la niña del poder que le hacía daño. Y para desgracia de todos, Wolfgang. El lobo que quizá no cerró la boca. El que esperó paciente para mover sus fichas, pues él tenía la fuerza y la larga vida necesaria para actuar a su antojo y conveniencia. Lo peor no era eso, sino que, de los cuatro, quien acabó arruinando todo fue él mismo.
Años habían pasado, y Charsel entendía que nada fue eventual. Que la llegada de la maestra Clemence justo a Senzagul y justo en la época en la que Aurea estaba en peligro de ser descubierta jamás fue una mera casualidad. Ella ni siquiera debería haber llegado ahí, Clemence no tenía nada que hacer en Senzagul. Era norteña, pero no la necesitaban. Ya había otra Fiurt que se dedicaba a sanar. No, Clemence fue ahí con un objetivo y no se fue hasta conseguirlo.
Se aprovechó de su desesperación, pues cuando la gente del poblado empezó a hablar de las luces de una Asarlaí temió no poder ocultar a su hija de esas hienas. Aurea estaba incontrolable, hacía enerkinesis de forma involuntaria incluso cuando dormía, por eso la gente dijo ver luces en el cielo. Charsel no podía escapar de ahí, las murallas estaban vigiladas. Él solo tal vez, pero no podía arriesgar a su niña. Si se quedaban en Senzagul la descubrirían, tenía que sacarla como sea. Como caída del cielo le pareció la llegada de Clemence, con ella llegaba también la oportunidad de que su hija creciera en un ambiente libre de opresión y además sea instruida. Por eso lo hizo, por desesperación y porque deseaba lo mejor para ella.
Al tiempo se dio cuenta que algo malo pasaba. La correspondencia de Aurea no lo alentaba. Le pidió a Clemence que contacte a su hija con Amicia o con Rick, que ellos iban a entender. Les escribió cartas que al parecer nunca llegaron. Ninguno de sus mensajes llegó a los aliados que podrían proteger a su hija, y la bruja blanca hizo caso omiso a sus súplicas. Nunca llevó a Aurea con ellos, nunca les contó a ellos quién era Aurea. No, eso no pasaría jamás. Muy tarde descubrió que las Fiurt de Etrica se habían adueñado de su hija.
Envió cartas contándole la verdad a Aurea. Ninguna le llegó. De alguna forma ella solo recibía noticias alentadoras de su parte, pues su pequeña contestaba feliz de saber que él estaba bien y le contaba como le iba en la escuela. Ella no sabía nada. Su máximo esfuerzo fue pagar el correo marino y contarle al fin su situación, pero sospechaba que si esa carta llegó a sus manos de seguro no llegó completa. Aurea nunca sabría que sus salvadoras, las Fiurt que le tendieron la mano, no eran tales. Eran brujas viles que querían usar su energía y su luz manteniéndola en la ignorancia.
Encerrado como estaba, Charsel no podía hacer nada más salvo esperar su muerte. O que la suerte al fin se ponga de su lado. La única persona que conocía y que últimamente escapó de la ley Férrica era Leonard. Ni siquiera sabía si el niño había llegado más allá del País del norte, por eso nunca le pidió que buscara a su hija y le contra la verdad. Lo alentó a huir, y esperó que sea lo suficiente astuto para escapar de la persecución. Nada más.
La noche avanzaba y Charsel ya no podía ver la luna. Solo cerrar los ojos e imaginarla. A su niña Aurea, a la muchacha que creció, a la bella mujer que era ya. Tan linda, tan parecida a su madre, pero con sus ojos y su astucia. Una pilla, como fue él en su juventud. Los sueños con Aurea no eran terribles, a pesar del miedo que sentía de saberla lejos y en manos de monstruos. Ella no era un fantasma perdido como sus amigos y su amada. Era un espíritu libre y bello que nadaba entre la luz del mundo. Ella era su luz. Por eso Charsel se atrevía a soñar con ella. Si moría, quería que fuera así. Soñando con su hija, sosteniéndola en sus brazos y fundirse en su luz hasta hacerse uno con el todo.
Pero no había esperanza en el mundo, ni hombre, ni bruja, ni espíritu que escuchara sus ruegos.
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#SeDesmayaDesmayadamente
Hola XD Hace mucho que quería llegar a este capítulo y kfjvskjnk estoy muy emocionada. Espero les haya gustado, pues han pasado varias cosas interesantes. Teorías que quizá se confirman, y nuevos datos a tomar en cuenta.
En multimedia, Nigromante
Gracias por sus comentarios y votos <3 Si no lo has hecho aún, te animo a que comentes. Eso no solo me haría feliz, el feedback me ayuda a mejorar la historia y crecer <3
Hasta la próxima
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