Capítulo VIII: En las llamas, ¿qué ves?

La primera vez que había visto a Zach el cielo también colapsaba sobre nosotros, impío y despiadado. Era julio, pleno invierno, y la lluvia golpeaba tan ferozmente contra los cristales del auto que temía que se rompieran en cualquier instante. Habíamos pasado el fin de semana con la abuela y regresábamos a casa. Era tarde y me inquietaba la tormenta que rugía afuera y que arrastraba ramas y hojas.

El estruendo del cielo se oyó más fuerte que nunca cuando el auto dejó de avanzar. No pregunté por qué. Debajo de las voces de mamá y de la tía Andrea, el motor continuó ronroneando:

«—No te detengas.»

«—Está solo.»

«—¿Y quién no?»

«— Su madre ha muerto. No podemos dejarlo, hace frío...»

«—Sería una muerte piadosa.»

Luego, y a pesar del disgusto, la tía salió y mamá me miró por encima del hombro: «—El frío te adormece, mi niña — me explicó. La voz de mamá siempre se oía tan vacía y quebrada...—. ¿Acaso no querrías morir así?».

Pocos segundos después, la puerta a mi lado se abrió y él entró. Con torpeza se deslizó en el asiento y se sentó a mi lado con la cabeza gacha y los hombros caídos. Era un niño delgado y pequeño, dos años mayor que yo —aunque esto no lo supe hasta poco tiempo después, cuando llegamos a casa y pregunté a la tía por él—, que se estremecía como un pobre cachorro abandonado a merced de Dios.

La tía le había dado su campera y él se escondía dentro de ella, temeroso, como si buscase desaparecer o como si el frío le hubiese calado tan hondo que la calidez del abrigo lo abrumaba. Su cabello era largo, rizado y oscuro, y de él, caían incontables gotas; tenía el rostro enjuto y la piel lívida y los dedos azules.

La tía le habló un par de veces, justo antes de volver a conducir, pero él no le respondió. Recuerdo haber pensado que era mudo y tonto, pero que la tía había hecho lo correcto en dejarlo subir con nosotras. Los perros no deberían morir solos. Los niños tampoco. Solo por ese pensamiento le tendí mis guantes.

—¿En qué estás pensando? —Zach me trajo de nuevo al presente. Tenía la atención puesta en el camino y manejaba con cuidado bajo la lluvia.

—En nada —mentí.

Sus ojos, dos jarros de miel, viraron un segundo hacia mí. Las gafas no escondieron el pequeño brillo infantil que jugueteó en ellos cuando me habló.

—Sabes que aún aprietas los labios cuando piensas, ¿verdad? —preguntó. Luego, volvió la mirada al frente. La lluvia empañaba el parabrisas.

No le respondí, pero tomé conciencia de lo que había hecho con mis labios y lo revertí de inmediato. No me gustaba que él me leyera como quien lee un libro por décima vez; que creyera conocerme luego de haber desaparecido por diez años, sin cartas, sin contacto.

—Tu tía debe estar realmente preocupada —observó, atrapando de nuevo mi interés. El viejo camino de tierra que llevaba a su casa se divisó debajo de nosotros y sacudió el vehículo. Estábamos llegando—. ¿Por qué no le avisaste que saldrías?

—Porque haría exactamente lo que hizo.

—¿Y puedes culparla?

—¿Quién dijo que lo hago? —lo cuestioné—. Solo es molesto.

Justo entonces, Zach estacionó y cualquier otra palabra que hubiese querido decirme, se esfumó cuando el motor dejó de murmurar. No me detuve a esperarlo, tampoco le agradecí por haberme traído, simplemente guardé la navaja y bajé de un salto. La mano aún me sangraba.

—¡Isa! —La voz de Andrea me llevó a levantar la mirada; traía el cabello suelto y los ojos rojos. ¿Había estado llorando? No fui capaz de preguntar porque antes de darme cuenta, ella ya estaba sobre mí, abrazándome—. Estaba tan preocupada —anunció. Su voz se oía quebradiza debajo de la tempestad—. No vuelvas a irte así. No sé qué haría si te perdiera a ti también.

—Estoy bien —dije. No correspondí su abrazo, pero tampoco la aparté cuando agregué—: Necesitaba salir.

—Aun así...—Me miró. La tía tenía dos grandes ojos verdes que nunca se apagaban.

—Basta —le pedí—. Estás mojándote.

Por primera vez, ella pareció notar que la lluvia caía sobre nosotras, que estaba empapada y fría; cuando lo hizo, dio un pequeño brinco de sorpresa y tendió su mano hacia la mía —con aparente intención de tomarla y llevarme dentro como si fuese una niña pequeña—, sin embargo, cuando notó la sangre que corría hacia el suelo, palideció.

—¡Por Dios! —chilló—. Estás sangrando, ¿qué ocurrió? ¿Necesitas....?

—Solo me corté —expliqué. Luego, aproveché la distancia que se había creado entre nosotras y me metí a la casa—. Iré a darme un baño.

—Claro... —la escuché decir, casi a media voz.

Ángulos, esquinas, vértices..., recorrí mi cuerpo en el espejo como quien contempla un abismo, en silencio y absorta. Era un diagrama de líneas rectas, de heridas y cardenales que tardarían días en desaparecer. Si mamá pudiese verme, se enfadaría conmigo. Ella amaba mi cuerpo; y verlo así, tan delgado y destruido, le causaría un visceral rechazo.

A ella le gustaba tanto verme que, algunas veces, cuando me veía desnuda frente al espejo del pequeño baño del departamento que alquilaba en la capital, entraba y me observaba en auténtico silencio, como hipnotizada. Luego, suspiraba, volviendo de ese espacio en su mente que siempre compartía conmigo, y me decía que mi cuerpo era el suyo y que mi belleza había embebido la de ella; que, de la misma manera que un cáncer consume al hombre y lo reduce a huesos y escamas, yo la había consumido, haciéndola vieja y ruin. «Debería odiarte por haber devorado mi juventud», afirmaba, acercándose, deteniéndose detrás de mí como una sombra alta y esquelética, «debería odiarte, pero te amo. Te amo tanto. Eres mi creación más hermosa, Isa».

Yo nunca supe si también la amaba, pero me quedé a su lado porque no había nada más. Hasta ese día.

De repente, dos tocadas a la puerta me hicieron voltear.

—Pequeña, ¿te falta mucho? —Era la tía Andrea quien habló dulcemente—. Serviré la merienda.

—No tengo hambre —dije.

—Aun así, deberías comer un poco —aseguró—. Te preparé el chocolate como te gusta, con merengue y canela.

Me tomé un momento para responder. Había un pozo en mi estómago, en donde el miedo se había arrastrado y la rabia se había reventado contra las paredes una vez tras otra, incluso mientras me bañaba y pensaba en papel y voz, me había sentido inquieta. Además, tenía sueño y el cuerpo me dolía, sin embargo, pese a todo eso, me obligué a aceptar:

—Saldré en cinco.

—¡Perfecto! Te esperaremos en la sala.

Luego, sus pasos se perdieron detrás de la puerta.

Me pregunté a quiénes se había referido, pero la duda no subsistió demasiado y se marchitó y cayó al suelo junto a la sangre que aún vertía mi mano.

Carmesí.

Rojo.

Vino.

Me quedé un tiempo mirándola.

Vino.

Rojo.

Carmesí.

Diluí la sangre en el agua; la vendé de blanco y salí.

Cuando atravesé el marco de la puerta que conducía a la sala, lo volví a ver. Zach estaba seco, llevaba una camisa de manga larga — que le quedaba ancha y lo hacía ver flaco como un galgo— y estaba descalzo junto a la chimenea. El fuego crepitaba y él, sin inmutar de mi presencia, parecía perdido en las llamas.

—¿Qué ves? —pregunté. Él se sobresaltó con mi voz.

—¿Eh?

—En las llamas —repetí—. ¿Qué ves?

Zach acomodó sus gafas y volteó la mirada al fuego. Después de un instante en el que pareció ir y venir en sus pensamientos, volvió a mí.

—Dragones —dijo, sonriente, y un pequeño recuerdo tironeó de la comisura de mis labios. Lo ignoré—. ¿Tú qué ves?

No lo sabía, por eso me acerqué.

El calor me saludó cordialmente cuando me hinqué frente a él. Era ameno y reconfortante, y me hizo sentir a gusto verlo. Las llamas crepitaron de un tronco a otro, una y otra vez, en armonía, como si fueran pequeñas bailarinas de ballet que se arremolinaban dulcemente y que giraban sin cesar. Durante unos instantes, fueron campesinas en época de cosecha, despreocupadas, afables... Sin embargo, me quedé enmudecida, fascinada cuando la actuación cambió. El cielo gritó en la oscuridad y el fuego respondió con furia. De repente, ya no era un campo, ya no era Giselle, sino Myrtha, oscura e implacable, danzando en su tumba...

—¿Entonces? —insistió.

—Ballet —dije, incorporándome.

La función había terminado.

Él miró de nuevo las llamas, en un inútil intento de ver lo que yo había visto. Luego, percatándose de que no podría, me observó sentarme en el sillón de dos cuerpos, frente a la mesa ratona en donde la tía había dispuesto unas porciones de torta de vainilla y galletitas saladas.

—Hace un rato —Zach volvió a hablar, pero tropezó con sus propios pensamientos—, ¿realmente creíste que yo podría...? ¿Qué yo te haría...?

—¿Daño? —Él asintió en silencio, dubitativo—. Aún lo creo.

—Eso no es justo, soy tu mejor amigo de la infancia —aseveró—. Hacíamos todo juntos, ¿cómo podría pensar en lastimarte? Es una locura.

La respuesta me pareció ridícula y contuve el malestar irrisorio que se abrió paso en mi rostro tomando una galleta. La mermelada chorreó en mi dedo cuando la unté.

—A nivel mundial, casi un sesenta por ciento de los asesinatos contra mujeres son perpetrados por hombres con quienes ellas tenían alguna clase de vínculo cercano —expliqué—. Parejas, amigos, compañeros de clase, de trabajo... No es una locura.

—No lo sabía.

—Además —continué—. Estabas siguiéndome, en silencio.

—No lo hacía —rebatió. Su rostro se descompuso ante mi acusación—. Bueno, sí, lo hice, pero no porque quisiera hacerte daño, Isa, sino porque estaba preocupado por ti.

—¿Justo hoy?

—No, desde ese día. Creí que habías muerto —explicó a media voz; las palabras ahogadas por el rechazo de la realidad—. Estabas tan pálida, tan sucia... Cuando tu tía me llamó para avisarme que te habían dado el alta, quise venir a verte. Tenía que borrar esa expresión tuya que se grabó en la noche.

—¿Ese día? —repetí, confusa—. ¿De qué mierda estás hablando?

—De cuando te encontré a un lado de la carretera. —Algo en mi expresión debió haber delatado el desconcierto que se enredó en el interior de mi cabeza porque Zach agregó—: ¿Andrea no te lo dijo?

—¿Decirle qué? —La tía Andrea apareció a mis espaldas. Sostenía una bandeja con tres tazas de chocolate caliente que, con cuidado, apoyó sobre la mesa ratona. Su rostro afable se había contraído ligeramente—. ¿Zach?

Zach entreabrió sus labios, pero yo lo interrumpí, poniéndome de pie.

—Me dijiste que fue el hijo de los Bluthm quien me encontró en la carretera, no Zach —espeté—. ¿Por qué me mentiste?

Inesperadamente, la tía sonrió. Algo le había causado gracia.

—No te mentí, Isa —dijo. Su voz suave como siempre—. Zach es hijo de los Bluthm. O bueno, del señor Bluthm en todo caso.

—Eso no es cierto. Zach lleva el apellido de soltera de su madre, Cortés.

—Así fue hasta que cumplí doce —explicó el de cabellos oscuros, haciéndome voltear en su dirección—. Ahora soy un Bluthm.

—No lo entiendo..., ¿cómo sucedió eso?

—Es una larga historia. —Zach pasó una mano por su cuello, inquieto—. No querrás oírla.

—Sí quiero —repliqué.

La tía rió cuando volví a tomar asiento y el asombro veló, durante un instante, el rostro de él. Luego, me imitó, rendido.

—Creo que los dejaré para que hablen —advirtió y nos cedió a cada uno una taza con chocolate—. Estaré en mi habitación si necesitan algo.

Cuando Andrea desapareció, entendí que en Carronte había tantos pecadores como la abuela me había dicho.  

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