Capítulo VII: Zach, el pequeño niño de ojos raros.

Algunas veces, cuando era niña y el viento de la noche se convertía en el triste aullido de los sauces llorando contra mi ventana, me mantenía en vela esperando a mamá. La oscuridad siempre era más absoluta y abominable cuando ella no estaba; de su vientre de obsidiana nacían cabezas aladas que se arrastraban por los suelos y reptaban, torpes y ruidosas, por el techo de la pieza, babeando hambrientas sobre mí. 

Escucharlas me estremecía las entrañas y me obligaba a permanecer en silencio, muerta de miedo, debajo de las delgadas mantas de hilo. 

Así pasaban las horas.

La ausencia de mamá no era extraña, mucho menos lo era su presencia pasada la madrugada. Tampoco era impropio de la rutina escuchar el monofónico y estridente sonido del claxon de un coche justo antes de que ella llegara, sin embargo, en la oscuridad, mientras escuchaba el murmullo de mi nombre en una lengua hedionda, lo olvidaba por completo. El tiempo se vuelve otro cuando uno es niño, leí una vez.

Pero, más tarde o más temprano, mamá siempre llegaba. Cuando lo hacía, oía en mis propios huesos el golpe de la puerta principal cerrándose a sus espaldas y el ruido de sus tacones cuando los dejaba caer contra el frío suelo de madera de la sala. De manera automática, fingía dormir, pero debajo de las mantas, seguía sus pasos por las empinadas escaleras que llevaban al segundo piso. Al oírla allí, justo detrás de la madera, apretaba los ojos.

Mamá entornaba ligeramente la puerta antes de entrar y se acostaba a mi lado en completo silencio. Luego, cuando mi cuerpo se movía a causa de una torpe inquietud infantil que delataba mi desvelo, ella sonreía sobre mis cabellos y me llamaba mentirosa. 

Sus labios olían a vino y a cigarrillos caros, y sus ojos, bajo la tenue luz del amanecer, lucían rojos y cansados. Yo nunca veía a mamá dormir. «Sabes —me decía, casi en un susurro, como si fuera el doblez de un pensamiento—, las niñas buenas esperan a sus madres dormidas. Las niñas buenas —repetía—, se comen a los monstruos que atormentan sus noches». Después, me dejaba acurrucarme sobre su brazo, cerca de su corazón.

En aquella posición, justo encima de las marcas rojas que con el pasar de los días se tornaban lilas y violetas, podía sentir el perfume de un extraño en la piel desnuda de su cuello; un perfume que era fuerte y amaderado, y que, por nada del mundo, olía bien en mamá.

Fue ese mismo perfume el que me rodeó como el humo rodea un incendio; y fue ese mismo peligro el que sentí por todo el cuerpo cuando en el bosque reverberaron sus pasos. Sin embargo, en vez de huir, lo tomé y todo pasó como secuencia proyectada: mi bolsillo, el filo del arma, el giro, la oscuridad y su voz.

—¡Por un carajo, Isa! —gruñó y yo retrocedí con los ojos bien abiertos y el corazón en un puño. Le había dado, su brazo sangraba y la pequeña navaja que siempre llevaba conmigo estaba empapada con su sangre—. ¿Qué mier...? —Lo oía y a la vez no; había un panal zumbando en mis oídos, debajo del miedo y la adrenalina. Me temblaba la mano y me sentía febril, y no pude retener mi cuerpo cuando se abalanzó de nuevo sobre él—. ¡Para, soy yo!

Su mano sujetó firmemente la mía por la muñeca y la levantó sobre mi cabeza. Intenté forcejar, tenía que huir, pero él atrapó mi otra mano justo antes de que pudiera golpearlo. De manera tal, y de un momento a otro, me había transformado en un conejo atrapado por las orejas, luchando inútilmente para que no me arrancaran las patas.

—Isabel —repitió mi nombre y me obligó a enfrentarlo. Su voz no era amenazante, pero sí firme y solo por eso lo miré a los ojos—. Soy yo.

Y, en efecto, era él. No era una criatura deforme salida de una pesadilla, mucho menos era un extraño de apariencia desgastada y retorcida, sino que era él. Era Zach, el pequeño niño de ojos raros y lentes redondos con el que solía jugar durante mi infancia. Solo que ahora ya no era un niño, sino un joven de facciones delgadas y barba incipiente.

—¿Zach...? ¿Por qué...? —Mi lengua se tropezó con las palabras. Estaba confundida, ¿qué hacía él allí? ¿Acaso él era el responsable de mi tortura? Me estremecí al pensarlo y mi rostro debió evidenciarlo porque él frunció el ceño, confundido. Si era él, debía irme de allí de inmediato—. ¡Eres un puto enfermo! ¡Suéltame!

Como si lo hubiera pateado, Zach me soltó.

—Lo siento —me dijo. La sangre de su brazo manchó su mano cuando él sostuvo la herida—. No quería asustarte, aunque tampoco pensé que intentarías asesinarme.

No respondí. Tampoco bajé la navaja.

—Mira, no sé qué te sucede, pero no quiero hacerte daño —aseguró torpemente. Si era un asesino, era también un muy buen actor porque parecía honestamente desconcertado—. Fui a casa de tu tía para saber cómo estabas después del accidente y ella me contó que habías escapado. —Zach hizo un gesto de dolor, pero no se miró la herida. Luego, continuó hablando—: Me dijo que seguramente habías vuelto al bosque porque crees que hay un loco suelto y ojo, lo entiendo, pero déjame asegurarte que ese loco no soy yo.

—¿Y simplemente debo creerte? —ironicé. No tenía pensado bajar la guardia—. ¿Cómo sé que no intentas engañarme?

—Porque jugábamos juntos cuando teníamos seis, ¿quizá? No lo sé, Isa, ¿por qué querría matarte para empezar? —preguntó—. No soy un asesino. Me asusta la sangre, ¿recuerdas?

Me acordaba. Por extraño que pareciera, lo hacía. Recordaba claramente su expresión de horror cuando una mañana los perros salvajes asesinaron a las ovejas y encontramos sus cuerpos despedazados en el patio de su casa. Recuerdo haberme quedado junto a una pobre oveja moribunda a la que le habían desgarrado el lomo mientras Zach aguardaba, con los ojos cerrados, al punto del desmayo, que terminasen de juntar los cuerpos.

—Eso pudo haber cambiado —puntualicé.

—¿En serio lo crees?

Miré la navaja que aún sangraba y luego lo miré a él, y, a modo de prueba, me corté la palma de la mano con tanta prisa que Zach no pudo detenerme. El dolor fue apenas agudo y me robó un pequeño gemido lastimero.

—Por Dios, Isa, ¡estás demente! —exclamó y fue incapaz de mirarme. Su rostro se había tornado del color del marfil y su voz bajo al tono de un susurro enfermizo. Lo había desestabilizado por completo—. No tenías por qué hacer eso. Con verme era suficiente.

—Tenía que estar segura —afirmé. Luego, apoyé la palma contra mi cuerpo para limpiar la sangre que corría por mi palma—. Aunque sigo sin confiar en ti, ¿cómo me encontraste?

—Te vi entrar en el bosque —explicó—. Luego seguí el camino de ramas rotas y te vi...

—¿Los escuchaste? —De repente poco me importó cómo me había encontrado, solo quería saber que también los había oído y que el terror, como a mí, le había abrumado las piernas y la razón.

—¿Escuchar qué?

—Los gritos.

—¿Cuáles gritos?

—Los que salían de esta cosa —contesté enseñándole el parlante.

Él lo tomó con cuidado y, como si fuera un objeto extraño, lo examinó entre sus manos durante algunos segundos. Tras ello, me miró confundido:

—¿Es tuyo?

—No —espeté y se lo arrebaté de las manos—. ¿Cómo va a ser mío?

Zach se encogió de hombros, casi como si se estuviera disculpando, y yo supe que conversar con él era una pérdida de tiempo. Después de todo, si él estaba involucrado de alguna manera con lo que me sucedía —con el cuerpo, las drogas, las notas o los gritos— era estúpido e imprudente de mi parte continuar insistiendo; pero aún más lo era permanecer a su lado. Fuera o no inocente, debía salir de allí.

Justo entonces, una gota se estrelló en mi nariz anunciando el despertar de la tormenta. Sin rechistar, y sin guardar la navaja, comencé caminar. En casa pensaría cómo continuar, pero ahora lo que debía hacer era salir de allí.

—Oye, ¿a dónde vas? —Zach pareció desconcertarse con mi partida. Aunque poco me importó; las voces aún seguían arrastrándose por mi mente y la nota del parlante escocía en mi bolsillo—. Isa.

—A casa.

—Iré contigo —anunció—. Puedo llevarte.

—No me subo al auto de extraños.

—No soy un extraño.

—Sí lo eres.

—¿Y qué piensas hacer? —me interrogó y yo continué avanzando. El bosque lentamente se iba convirtiendo en un hueco profundo y oscuro, y Zach iluminó el camino con su celular. No le agradecí cuando lo hizo—. ¿Vas a caminar? Te llevará más de una hora.

—Sí, ¿y?

—Que puedo llevarte —repitió. No le respondí. Si lo hacía, continuaría insistiendo—. Por favor. Sé que tienes miedo de que sea un asesino...

—No te tengo miedo —lo interrumpí, molesta—. Ni a ti, ni a nadie.

—Entonces, déjame llevarte —continuó—: Si quieres, puedes seguir empuñando esa navaja mientras manejo. Si hago algo extraño, me apuñalas. Otra vez.

No me detuve para responderle, simplemente continué caminando, fingiendo que él se había desvanecido entre las hojas. Sin embargo, algunos cuantos minutos más tarde, cuando la carretera se tornó visible entre focos y destellos, la tormenta que tanto había murmullado sobre nuestras cabezas decidió por fin descender.

—Ve con cautela. —La voz de Zach fue apenas audible.

Las gotas caían fuertemente sobre mi rostro y el ruido de sus golpes acallaba el motor de los pocos autos que pasaban frente a nosotros. La bajada se volvió un infierno cuando mis pies se enterraron en el fango y mi cuerpo luchó por mantener el equilibrio.

—Mierda —murmuré. El barro me llegaba a los tobillos.

—Ten cuidado.

—No me digas... —empecé a decir, pero, prohibiéndome terminar, la tierra se desarmó debajo de mis pies y mi cuerpo se deslizó algunos centímetros. Por inercia cerré los ojos cuando presentí la caída, pero ésta nunca llegó, pues Zach me sujetó del antebrazo y me retuvo en el lugar.

—¿Estás bien?

—Sí —respondí. Luego, y como si la cercanía le hubiese quemado o como si temiese que lo volviera a lastimar, se apartó—. Gracias.

—No hay de qué.

Una vez abajo, vi, a lo lejos, una vieja camioneta estacionada a la orilla de la carretera que parpadeó cuando Zach la desbloqueó. Sin esperarlo caminé hacia ella, abrí la puerta del copiloto y me senté. Cuando él entró, lo apunté.

—Si no me llevas a casa, te mato.

—Lo sé.

Después, me sonrió. 

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