Capítulo VI: No hables con extraños.
El suelo de mi habitación se convirtió en un mosaico de cristal, en donde los pedazos punzantes reflejaron la luz ambarina del techo y se convirtieron en espejos de mi estupor. Estupor que heló mis extremidades y que me mantuvo en el lugar, inmóvil. El ojo me miraba con tal intensidad que calaba en lo más recóndito de mi alma; sabía que era real, sabía que parpadeaba y que me veía a través de su pupila recalcitrante. Había algo en él que se extendía más allá del nervio que coleaba a sus espaldas; algo que gateaba hacia mí y que se aferraba a mis piernas para recordarme dónde había estado y lo que aún estaba afuera.
Intenté calmarme, pero fue inútil y no fue hasta que Uli se abalanzó hacia el ojo, con una intención mordaz de comérselo, que pude reaccionar. No podía dejar que lo hiciera, que se lastimase.
—¡Nono! —chillé y se estremeció con mi voz. Justo ahí, cuando volteó a mirarme, lo tomé entre mis brazos y lo encerré en el ropero.
Luego regresé la mirada hacia la escena y, sin poder evitar el ligero temblor en mis manos, junté uno a uno los fragmentos esparcidos por el suelo. Tras ello, vacié una cajita que tenía con anillos sobre el escritorio y tapé el ojo con ella sin devolverle la mirada; sabiendo que, aún oculto, continuaría mirándome. Uli no dejó de maullar ni un solo minuto, pero no lo liberé hasta que estuve convencida de que no se haría daño, de que lo único que quedaba en el suelo era ese líquido transparente e intenso que había conservado el ojo.
—Shh. Lo siento... —Lo sujeté—. Te compraré atún. Lo prometo. Solo cálmate.
El gato se acurrucó contra mí y yo recuperé la nota que había caído junto al frasco. Estaba húmeda y me inquietó tomarla. "Mi inspiración", volví a leer. La sensación fue tan horrible y desconcertante como la primera vez. No lo entendía. La caligrafía era tan hermosa como la del ataúd; ligera y precisa como la de alguien que acostumbra escribir a tinta. ¿Eso era esa persona? ¿Un maniático excéntrico? Desconcertada la volteé: "No me gusta que hables de nosotros con extraños. Se más considerada" leí y un escalofrío me recorrió cada una de las vértebras. ¿Así se sentía una amenaza? El estómago se me contrajo al tamaño de una nuez. Necesitaba hacer algo. Sabía que la policía no me creería porque Samuel no lo hacía. Me imaginé la escena; me imaginé yendo a la estación con el ojo y la nota, y la inquietud se volvió rabia cuando creí escuchar al novio de mi tía decir «¿Un ojo? ¿A qué pobre animal se lo has arrancado, pequeña niña trastornada?». Luego regresaría a casa y el extraño me comería por hablar.
En esas suposiciones supe que no tenía otra opción: debía resolverlo por mí misma. Reuniría tantas pruebas que no podrían ignorarme, que Samuel tendría que comérselas una a una y atrapar a quien me estaba haciendo esto, a quien había lastimado a esa chica en el bosque... La chica, me repetí. Debía encontrarla. Si lo hacía, su carne hablaría a mi favor. Además, no la había olvidado: sus ojos habían acuchillado los míos por las noches y sus piernas se habían enredado con las mías en las sábanas del hospital.
Sin perder tiempo, escondí el ojo en el cajón de mi mesa de noche —no quería que Uli lo devorara en mi ausencia o que la tía Andrea lo descubriera por accidente— y tomé un abrigo junto a mis llaves antes de salir de la habitación. Volvería al bosque.
Fuera observé con cuidado a la tía por la ventana de la cocina. Escuchaba jazz y revolvía la preparación de una torta. Lo supe porque cuando la probó, sonrió como una niña pequeña, como lo hacía siempre y sentí un leve remordimiento por irme, pero fue solo eso, la picadura de un mosquito que desapareció tan pronto como seguí avanzando.
Tuve cuidado de no hacer ruido cuando rodeé la casa y salí por una abertura en el tejado. El sol se ocultaba detrás de algunas nubes dispersa y no pude evitar mirar hacia arriba y respirar profundo tras caminar algunos cuantos pasos por el viejo camino de tierra que conducía a la carretera principal. Carronte siempre parecía tan sigiloso, tan muerto y a la vez tan libre en su propia soledad, que era eso, creo yo, lo que mantenía a las personas aquí e incluso una vez se iban, Carronte nunca se iba de ellas. O al menos era eso lo que veía a mamá pintar. «Lo que somos y de dónde somos siempre encuentra la forma de salir —me decía sin apartar la mirada del lienzo. Sus manos estaban negras, manchadas de carbón, su cabello recogido y el cigarro humeando en un cenicero de metal—. Cuando eso suceda —continuaba, casi riendo—, asegúrate de arrastrarlos a todos contigo, mi niña».
***
Tras caminar cerca de una hora hasta la senda principal, me sentí algo exhausta. El cuerpo aún me pesaba; lo sentía tenso y fatigado, pero no me iba a detener, ya había caminado con mucho más dolor encima. Además, el tiempo no estaba a mi favor y el cielo había comenzado a nublarse en tonos grises. El olor a lluvia no me extrañó, pero por primera vez, deseé que no lloviera.
La tía Andrea me había dicho que el hijo de los Bluthm —de quien no me había olvidado, pero sobre el que no quería pensar hasta dar con la chica del ataúd— me había encontrado a un kilómetro de la gasolinera, así que, cuando apareció ante mí el cartel que anunciaba su proximidad, comencé a caminar más lento, presentado mayor atención al bosque naciente en busca de los indicios de mi caída.
Tardé poco más de media hora en encontrar el lugar. Ramas rotas como huesos, tierra desgarrada como carne y barro esparcido como sangre conformaban el recuerdo de aquella noche. Durante algunos momentos, me quedé de pie, observando las marcas de los neumáticos y las pisadas de los extraños, intentando imaginar cómo debía verse mi cuerpo semidesnudo tendido en el barro. «Patética», pensé y me repugnó darme cuenta de que así me había visto, de que había podido tocarme e inyectarme... Miré mi brazo. Debajo de la ropa y del vendaje estaban los hematomas y los cortes; y allí, en la fosa del codo, la perforación de su aguja... Me apresuré a negar con la cabeza. No debía pensar en eso, sino en avanzar.
No me costó tanto subir como sí lo hizo orientarme. Todo el bosque parecía una tienda de espejos que se proyectaban entre sombras y susurros. Mientras más me adentraba, leyendo el camino de los árboles quebrantados y la tierra levantada por los pasos de mi huida, más me escocía en las palmas una inquietud. ¿Qué haría si lo hallaba? ¿Si él estaba allí, esperándome? Saqué el llavero que se balanceaba en el bolsillo de mi campera y lo apreté fuerte entre mis dedos. No me convertiría en una presa. No de nuevo.
Infundida de un nuevo valor seguí y seguí durante lo que me pareció una eternidad. El silencio era tal que creía oír mis propios latidos retumbar contra mis huesos, rompiéndose cada tanto por el silbar del viento y las alas de una mariposa. Estaba impaciente y temía haberme perdido. ¿De verdad había corrido en línea recta? Sujeté mi cabeza. Aún me dolía. ¿Acaso debía volver?
—Carajo...
No quería irme, pero al cielo lo engullía la tormenta, tornándolo completamente gris y la luz comenzaba a desvanecerse. Si me quedaba, el bosque me tragaría, pero si me iba, quizá nunca la volvería a encontrar. La tormenta lo borraría todo a su paso; su sangre, sus huellas, su putrefacción.
—Mierda, mierda, mierda —mascullé y, en el preciso momento en el que giré mis talones, la oí. La oí tan fuerte que me estremecí desde la médula. Tenía una voz aguda y quebradiza, que parecía desgarrarse con cada alarido que propiciaba. Se oía como un pobre cerdo apuñalado, que chillaba y se retorcía de dolor en manos de su asesino.
—¡Por favor, por favor! —gritó no una, ni dos, sino incontables veces —. No lo hagas, seré buena.
Sus suplicas se calvaron en mi cuerpo e inundaron el bosque. Se oía cerca. Muy cerca. No podía quedarme quieta, debía hacer algo, lo que sea para ayudarla. Sin pensarlo, corrí en su dirección. Con cada paso, su voz me perforaba aún más la razón. ¿Qué estaba sucediendo?
—Lo prometo, seré... ¡No! ¡No! —Luego, un largo gritó de total horror al que le siguió el silencio de la muerte.
—¿Dónde estás? —pregunté, casi a media voz.
No me animé a gritar por ella y cuando llegué, una parte de mí se alivió de no haberlo hecho. Frente a mí, justo donde su voz habitaba, no había una mujer, sino un parlante. Un pequeño y estúpido parlante negro que chilló cuando me detuve frente a él. Las piezas cayeron una a una, haciéndome sentir completamente ingenua. Era una trampa, otro juego. Había caído de nuevo.
Todo se puso rojo: tenía que salir de allí, de inmediato. Sin embargo, algo me retuvo y me hizo avanzar. Sobre el parlante, adherida a él, había una nota.
"Espero que te haya gustado la melodía, mi preciosa Isa. La hice pensando en ti".
En ese instante no me horrorizó saber que la caligrafía era la misma que me perseguía desde esa noche ni tampoco su mensaje; lo que me heló la sangre fue oírlo detrás de mí.
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