Capítulo V: Mi inspiración.
Durante los dos días que pasé en el hospital, la tía Andrea me cuidó y permaneció conmigo la mayor parte del tiempo, incluso cuando le dijeron que podía irse a descansar, ella no lo hizo. «Es mi sobrina —dijo—, ¿cómo podría dejarla sola?». Andrea era una buena mujer; en realidad, siempre lo había sido. Recordaba que, cuando aún era una niña, me compraba dulces y me llevaba regalos a escondidas de mi mamá. Jamás la había visto enojada, ni siquiera cuando mamá, justo antes de irnos del pueblo con la idea de nunca más volver, la acusó de «rompehogares». Quizá era por eso por lo que me inquietaba su compañía y que, sin querer, tendía a ser grosera y malhablada cuando estaba frente a ella. Incluso en aquel momento, cuando la veía levantar la mirada del libro que tenía entre sus manos para sonreírme, compasiva, deseaba que se fuera. ¿Eso me convertía en una mala persona? No quise saberlo.
De todas maneras, tampoco tenía sentido pensarlo y, aunque lo hubiese querido, no tuve la oportunidad porque dos tocadas a la puerta atrajeron nuestra atención. Era Sara.
—Pareces estar más tranquila —observó al verme. Traía entre sus manos una tablilla de anotaciones y un bolígrafo—. Aunque era de esperarse. Lo que te ha sucedido responde a los efectos adversos de la intoxicación, así que no deberías alarmarte. El mareo, las alucinaciones y la fatiga son habituales luego del policonsumo.
No respondí. Me sentía burlada y asqueada ante aquella acusación que tomaba la apariencia de verdad. Nadie me había creído cuando conté, en calma, lo que me había ocurrido, ni siquiera la tía Andrea, quien solo me dijo: «las drogas pueden hacer que la gente vea cosas donde no las hay, Isa. Si alguien te hubiese hecho daño, sería la primera en defenderte. Lo sabes, ¿no es así?». No le creí, pero tampoco insistí en ello; sabía que era difícil creerme, aún más después de lo que había sucedido con mamá...
Además, no tenía sentido continuar discutiendo en torno a algo que ya había sido decretado y archivado. Según había escuchado, poco después de mi arrebato colérico y desquiciado, la versión de mi ingreso a emergencias —y la versión que tenía la policía, gracias a Samuel— era que me había salido de casa a medianoche, me había drogado sola en el bosque y, fruto de los alucinógenos y la oscuridad, había fantaseado una persecución que me llevó a caerme y rodar hasta la carretera. Así justificaban no solo los múltiples golpes y cortes que tenía alrededor del cuerpo, sino también las drogas que detectaron en mi sangre: morfina y opioides. Al parecer, la versión de un secuestro en Carronte resultaba delirante para un pueblo pequeño y se caía por varias razones: no había marcas de forcejeo en mi habitación y solo mis huellas desnudas estaban en el lugar donde el hijo de los Bluthm declaró haberme encontrado.
—Asimismo, ya está el resultado de la tomografía que te realizamos para descartar una hemorragia intracraneal o un daño axonal —continuó. Por un momento olvidé que Sara, la enfermera en jefe del Memorial, seguía allí—. El traumatismo provocado por la caída fue moderado y, por lo visto, solo se ha tratado de una conmoción que no debería pasar a mayores. —Sus ojos pardos se alzaron hacia mí—. Eres bastante afortunada.
Alcé una ceja. ¿Me estaba hablando en serio? Todos creían que era una loca y si no fuera por la llave que aún descansaba sobre la mesa de noche, también habría comenzado a creerlo.
—Sea como sea, el doctor ha decidido que pases esta última noche en observación. Si todo está en orden y continúas sintiéndote bien, mañana en la mañana volverás a casa.
Ante mi silencio sepulcral, Andrea habló. Tenía una gran sonrisa en el rostro.
—Gracias, enfermera.
—No hay de qué —dijo—. Hasta mañana.
Y sin más, salió.
—¿Lo has oído, Isa? —La tía se acercó a mí. Se veía muy alegre con la noticia—. Mañana volverás a casa.
***
La casa de la tía, al igual que la de la abuela, quedaba a las afueras del pueblo y solo se llegaba a ella través de un sendero de tierra y polvo que se inundaba cuando llovía. A diferencia de la casa de la abuela que era grande y fantasmal, la casa de la tía era pequeña, cálida y colorida. Tenía una fachada de ladrillos roja, un techo inclinado cubierto de tejas de madera envejecidas y una gran chimenea en medio de la sala principal. A su alrededor, había un gran sillón de terciopelo verde y una televisión vieja que funcionaba de milagro. La tele siempre estaba prendida; a la tía no le gustaba el silencio. Me había dado cuenta de eso la primera noche que pasé con ella, cuando me despertó la suave melodía de una canción de jazz que provenía de su cuarto.
—Gracias por traernos, Sam. —La tía le sonrió amablemente a su novio, quien aparcaba la vieja camioneta doble cabina frente al porche de la casa—. No sé qué haría sin ti. ¿Quieres pasar a tomar un café? Aún queda...
—No tengo tiempo para eso —la interrumpió él sin apagar el motor—, pero vendré a verte en la noche.
—Claro. —Cierta desilusión oscureció el semblante de la rubia. Por cuidarme apenas había pasado tiempo con él; de alguna manera, me sentía responsable—. Haré la cena para ti, ¿qué te gustaría cenar?
Sam se encogió de hombros con desinterés. Ni siquiera había apartado la mirada del volante cuando le habló:
—Lo que quieras.
Al observarlos, no entendía cómo ella no se daba cuenta de que él era, en realidad, un mal hombre que se aprovechaba de su monótona soledad para llenar el vacío de la propia. ¿Por qué continuaba mirando con ojos de cordero a quien no dudaría en cortarle la cabeza? ¿En eso te convertía el amor? A veces creía que las mujeres se tornaban tristes animales cuando se enamoraban de hombres como Samuel. Para mi suerte, nunca me había enamorado.
—Isa. —Sam se había ido y la tía me miraba—. ¿Tú tienes hambre?
Si era honesta no la tenía, pero, al verla, mentí:
—Claro.
Su rostro recobró el color. ¿Por qué era feliz sirviendo a otros?
—¡Perfecto! —se animó al tiempo que abría la puerta principal. La casa olía a lavanda y miel—. Te prepararé un aperitivo. ¿Por qué no vas a darte un baño mientras tanto?
Asentí a su petición y encaminé hacia la puerta de vidrio que conducían al patio trasero, donde estaba mi habitación. La casa era pequeña y originalmente solo tenía una habitación —la de mi tía—. Rediseñar el cobertizo para que me fuera funcional como dormitorio había sido idea suya luego de tenerme una semana durmiendo en la sala. «Eres una adolescente, por supuesto que necesitas tu espacio —me había dicho—. Ya verás que lo resolveremos». Al día siguiente comenzó con las reformas y en poco tiempo el cuarto quedó de un estilo minimalista que me hizo sentir muy cómoda. Se lo agradecí durante días.
Cuando salí, me detuve frente a la puerta del dormitorio. Sabía que habían revisado mi habitación y que no habían encontrado nada fuera de lugar, pero, aun así, cuando sujeté el picaporte, comencé a temblar. Una oleada de inseguridad me abordó completa y me secó la boca. No quería estar allí, sin embargo, cuando lo oí, no dudé en entrar. Lo había echado de menos.
Uli saltó hacia mi pecho y yo lo tomé entre mis brazos con suavidad. Enseguida comenzó a maullar mientras se frotaba contra mí. Él había pensado en mí; no había dudas sobre ello.
—También te extrañé —le dije acariciando su cabeza—. Lamento no haber vuelto a casa.
Uli me miró con su gran ojo anaranjado y, como si me entendiera, maulló dulcemente. Era un gato inteligente y gordo, que reaccionaba a su nombre y que me esperaba para dormir conmigo. Tenía un precioso y brillante pelaje negro que lo asemejaba a una pantera.
—¿La tía te cambió el agua y te dio de comer? —pregunté y lo dejé sobre la cama destendida.
El cuarto lucía exactamente igual a como lo recordaba: los estantes repletos de libros que rescataba de las librerías de segunda mano, la computadora apagada sobre un pequeño escritorio de madera y algunos peluches feos sobre la vieja alfombra de algodón; pero, detrás de todo, habitaba algo extraño; algo que estaba en el aire y que me observaba desde los rincones.
—¡Isa! —La voz de la tía me arrastró fuera de mis pensamientos—. ¿Estás ahí?
—Voy —advertí. Cuando salí, la tía estaba en la puerta—. ¿Qué sucede? Aún no me bañé.
—Lo sé —respondió. Traía algo en su mano: una pequeña caja de regalo—. Para ti.
—¿Para mí? —inquirí—. ¿Por qué?
Andrea se encogió de hombros. Parecía tan confundida como yo.
—Tocaron a la puerta y lo dejaron sin más —explicó—. Debe ser de algún vecino. Aunque parece algo sofisticado, ¿no crees?
En efecto, era una caja preciosa, de color negro con detalles dorados y un delicado moño del mismo color. Al costado había una dedicatoria escrita a pluma y tinta:
Para Isa. Mi inspiración.
—Ábrelo y me dices qué es —me pidió. La tía no se dio cuenta de que el color se había borrado de mi rostro como quien cae al abismo sabiendo que se va a estrellar—. Tengo que volver a la cocina.
Y tras decir eso, me sonrió y se fue.
Durante unos segundos me quedé muy quieta, sosteniendo aquella pequeña caja entre mis manos sin dejar de preguntarme por qué, de entre todas las personas, me había elegido a mí. Luego, regresé a la habitación y cerré la puerta a mis espaldas. Uli me miró con curiosidad cuando me dejé caer junto a él con las manos llenas. No quería abrir la caja, pero, aun así, lo hice porque no tenía otra opción. Un fuerte aroma a cedro me rodeó cuando desaté el moño. El papel cedió de inmediato y la voz se fue de mi garganta tan pronto vi lo que había adentro.
Era un frasco.
El frasco era de vidrio.
Dentro del vidrio, un ojo.
El vidrio se estrelló y yo también.
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