Capítulo IV: Niña caprichosa y problemática.
Entre abismos de conciencia había notado el calor de unas manos sobre mi piel desnuda y adolorida; y había soñado con miel fundiéndose en el océano azul al que siempre me había gustado ir. El cuerpo me pesaba y el mundo se movía y daba vueltas al ritmo de un viejo carrusel, que solo se detenía cuando volvía a dormirme. El aire estaba frío y me ardía al respirar. Supe que algo caliente y espeso me había llenado la piel, arrastrándome a lo más profundo del sueño entre jadeos y gemidos. Muy lejos de mí, oía mi nombre, pero era imposible responder; la lengua se me hizo de gelatina y la mente se me derritió en imágenes surreales que se fundieron en mi sangre. Nunca me había sentido así.
Estuve en un mundo extraño durante un tiempo que se sintió eterno. Cuando volví a despertar, no me sentí bien. El cielo, frío e incómodo, brillaba densamente sobre mí, llevándome a fruncir el ceño. Olía a desinfectante, a sal y a sol; y algo escocía en mi muñeca con inquieta insistencia. Torpemente intenté rascarme, pero me detuve en el primer intento. El cuerpo en verdad me dolía, ¿qué me había ocurrido? En ese momento no pude recordarlo, mi cabeza era un pozo negro en el que se ahogaban todas mis memorias. Me sentía inusualmente agotada —como si hubiese salido de una larga pesadilla— y deseaba, más que cualquier otra cosa, volver a dormir. La cama, aunque algo dura, era perfecta para ello, sin embargo, y aunque traté, fui incapaz de ignorar el molesto murmullo que divagaba como una peste sobre mí.
No entendía el completo decir de las oraciones; palabras como «estorbo», «molestia» y «cansancio» entraban en mis oídos bajo la voz de un hombre al que tardé en identificar como el imbécil con el que mi tía salía, de quién apenas sabía su nombre. De todas formas, ¿qué hacía él allí? Busqué abrir los ojos, pero la luz sobre mí se convirtió en un incordio cuando lo intenté. Aun así, lo logré tras varios parpadeos. Los objetos a mi alrededor tomaron forma cuando lo hice. No estaba en casa de la tía.
La habitación en donde me encontraba no era muy espaciosa, tenía el tamaño de un cobertizo y lucía antigua y luminosa. Las paredes eran altas y tenían un diseño de azulejos de cerámica desgastados que iban a juego con el piso. Un pequeño calefactor permanecía, apagado, en una esquina del dormitorio, muy cerquita de una puerta entornada de donde provenían las voces que, hasta entonces, continuaba oyendo. Lejos de mí, se oían las pisadas de los extraños, el pitido de las máquinas y el llanto de un bebé que reverberaba en las paredes.
El reloj que colgaba en la pared marcaba con su manecilla principal el número ocho y la luz del día se filtraba a través de las cortinas blancas de algodón, teñidas de un ligero amarillo por los años de uso y exposición. La ventana aguardaba cerrada. A su lado, y junto a una pequeña mesa de vidrio, se posicionaba una silla de hierro sobre la cual descansaba una campera de cuero y una cartera negra. Ambas eran de mi tía.
—Está sola, por Dios. —La dulce tonalidad de mi tía llegó a mí en una nota inquieta y temblorosa. ¿Estaba así por mi culpa? —. No seas insensible, por favor.
—Tía... —la llamé. Mi voz raspó mi garganta y sonó inaudible. Ella no me oyó—. Tía...
Sin respuesta, me forcé a incorporarme sobre la cama. Las suaves sabanas me pesaron más de lo que debían cuando lo intenté. Tenía los brazos vendados y los dedos llenos de pequeños cortes. Me miré el cuerpo y observé que traía puesto un camisón de hospital de un feo color azul y que no llevaba ropa interior. De mi muñeca derecha sobresalía una mariposa de alas verdes, por la cual, atravesaba la medicación que colgaba a mi costado. ¿Qué me había ocurrido? A simple deseo no evoqué una respuesta, sin embargo, cuando una punzada perforó mi cráneo y me obligó a bajar la mirada, noté, sobre la mesita de noche, una llave. «El ahorcado en la campana está...», recordé y el horror, en forma de pitón, trepó por mis pineras, se aferró a mi cintura y estranguló mi garganta con tal fuerza que me arrebató el aliento. Me iba a morir. Las imágenes cayeron una a una y me sofocaron debajo de sus ruinosos escombros. Sujeté mi cabeza —también vendada— y grité al igual que había gritado antes, en el bosque. De repente, volví a sentirme atrapada dentro del ataúd y comencé a ver sus ojos en todas partes. Los azulejos se transformaron en cruda oscuridad.
—¡No, no, no, no! —Me sacudí entre espasmos, haciéndome una bola en la cama mientras me cubría el rostro con las manos. ¿Por qué continuaba teniendo miedo?
—¡Isabel! —Escuché los tacones de mi tía avanzar hacia mí. Luego, noté sus largas manos tomarme por los brazos—. ¡Por favor, cálmate! ¡Isabel! —Ella se volteó—. Sam, ¡llama a la enfermera! ¡Rápido! —Escuché a Sam bufar y luego oí sus pasos alejarse—. Niña, vamos, cálmate. Ya todo está bien. No tienes que tener miedo.
—¡No es cierto! —le dije. Por primera vez la miré a los ojos. La tía Andrea lucía agotada, sus ojos verdes, habitualmente cargados de jovialidad, se perdían en la negritud de sus ojeras. Parecía turbada y cansada, y no llevaba ni un ápice de maquillaje. Desde que la conocía, jamás la había visto así—. ¿De dónde salió esa llave? —inquirí. Apenas me atreví a mirar en esa dirección—. ¿Quién mierda la trajo?
Sabía que yo no la tenía cuando escapé del ataúd; la había dejado fundida en el candado porque poco había pensado sobre ella cuando fui libre. El hecho de que estuviera ahí, a mi lado, solo podía indicar que aquella oscuridad me había seguido y que aún me acechaba. Si no la detenía, me comería otra vez.
—¡Dime! —insistí.
La tía pareció desconcertada ante mi tonalidad desesperada y permaneció en silencio durante una fracción de segundo en la que trastabilló sin saber qué decir. Luego, se encogió de hombros.
—No lo sé, Isa —vaciló—. ¿No es tuya?
Me sentí exasperada al oírla e intenté levantarme de la cama. Al hacerlo, los huesos me dolieron como si mil espinas se hubiesen enterrado en ellos, perforando mis músculos y entumeciendo mis nervios. El piso estaba frío.
—¿Qué estás haciendo? —Andrea intentó detenerme—. Estás herida, debes permanecer en cama.
—No pienso quedarme —espeté al tiempo que la alejaba y me quitaba la intravenosa—. Tengo que ir a la policía. Ella aún está allí.
—¿Ella?
—El cuerpo.
—¿Qué cuerpo? —me preguntó. Parecía tan desconcertada que no pude evitar, por un momento, sentirme mal por ella. Aun así, avancé hacia la puerta—. Isa, ¿de qué estás hablando? Estabas sola cuando te encontraron.
Aquello hizo que me detuviera. Volteé para mirarla.
—¿Me encontraron? —El vacío tomó forma en mi conciencia. Recordé el conejo y la nota; recordé haber corrido a través de la oscuridad hasta que tropecé y.... —. ¿Dónde? ¿Quién?
—¿No lo recuerdas? —Ella acarició mi mejilla en un gesto compasivo y yo chasqueé la lengua. No lo recordaba—. Estabas tirada a un lado de la carretera principal, a un kilómetro de la gasolinera. Tuviste suerte de que el hijo de los Bluthm te encontrara.
—¿El hijo de los Bluthm....? —pregunté. El apellido cosquilleó sobre mi lengua y me hizo sentir una extraña añoranza a la que no encontré razón, pero que se albergó debajo de mi miedo con la intención de renacer. Ahora no era el momento.
Andrea asintió y yo supe, por la manera en la que entreabrió sus labios, que tenía intención de continuar hablando, no obstante, en ese mismo instante, interrumpiéndonos, la puerta de la habitación fue abierta por una mujer anciana, de tez oscura y ojos pardos. La señora vestía un sencillo uniforme de enfermera y traía el cabello recogido en un perfecto moño sobre su cabeza. Una placa anunciaba su nombre: Sara.
—Veo que solo se trata de despertar frenético —dijo mientras adentraba su delgado cuerpo en la habitación. La rubia se apartó para dejarle espacio—. Es normal luego de un consumo excesivo de sustancias. No deberían preocuparse. Se le pasará en algunos minutos.
—Pero... —La tía quiso rebatir, pero yo la interrumpí.
—¿Sustancias? —interrogué. Aquella afirmación me había desestabilizado—. ¡Yo no consumo! ¿De qué mierda está hablando?
—¡Isa! —La tía se alarmó. No le gustaban las groserías—. Ella está muy nerviosa —le explicó a Sara—. Disculpe su vocabulario, por favor.
—Descuide, experimentamos situaciones así con más regularidad de la que nos gusta admitir. Los jóvenes son cada día más mitómanos —explicó de manera cansina. Tras ello, tomó mi muñeca con cierta brusquedad y midió mi pulso. Su tacto era frío, pero eficiente y me hizo sentir una muñeca de trapo. Cuando terminó, me miró y yo resguardé mi mano contra mi pecho—. Respecto a usted, no debería mentir sobre algo que puede desmentirse fácilmente.
—No sé de qué está hablando —la abordé. Me sentía extremadamente perdida y ansiosa. El pecho comenzó a arderme y me costó respirar—. ¿Por qué carajo me trata como si fuera una puta drogadicta? ¡Fui secuestrada! ¿Por qué mierda no está aquí la policía? ¡Hay un maldito loco suelto!
—Isa... —La tía me miró con ojos tristes—. No tienes que mentir. No estoy enojada contigo. Sé que no eres una drogadicta, solo eres joven y estás triste. —Tendió su mano hacia mí—. Ven, regresa a la cama. Todo irá bien.
—¡No me toques! —dije, retrocediendo. Me tuve que sujetar de la pared para no irme al suelo—. Esto está muy mal. Yo no consumo.
—¿Y qué hay de la hierba que escondes bajo tu cama? —La voz de un hombre me hizo desviar la mirada hacia la puerta. Era Samuel. Con todo lo que estaba ocurriendo, no había notado su figura, grande y oscura, a un lado de la puerta—. Tu tía no tiene por qué pasar este momento por culpa de una niña caprichosa y problemática, así que deja de avergonzarla y vuelve a la cama. Molestas a los otros pacientes.
Quise decirle que no me hablara así, que solo era hierba, que ni siquiera la consumía a diario, que me hacía bien cuando me sentía sola y pensaba en mamá, pero no pude. La habitación se volvió pequeña, el aire se tornó espeso y me fatigué. ¿De verdad habían encontrado drogas en mi sistema? ¿Eso era un efecto adverso? Me sentí una tonta cuando me desplomé. La tía fue quien me sujetó.
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