Capítulo III: De los monstruos no se puede escapar.

Cuando era pequeña y aún vivíamos en Carronte, visitábamos todos los fines de semana a la abuela. La casa de la abuela, mamá de mi mamá, se ubicaba a las afueras del pueblo, muy cerca de dónde hoy vive mi tía Andrea. Era una casa grande y antigua, de comienzos del siglo XX, que subsistía a pura fuerza de voluntad. Los techos estaban llenos de remiendos, las paredes goteaban cuando llovía y los pisos estaban manchados de grasa y hollín. No había agua corriente ni electricidad; a la abuela no le gustaba la tecnología y se negaba a dejar pasar a nadie que no fuera de la familia. Solía decirme que el pueblo estaba lleno de diablos y que debía tener cuidado, «solo puedes confiar en tu propia sangre, mijita». Por eso ella tampoco salía: comía lo que cultivaba, extraía agua del pozo que mi difunto abuelo había purificado y se iluminaba con las velas que ella misma fabricaba en sus ratos libres. No tenía muchos animales, solo una vaca lechera y unas cuántas gallinas de las que extraía huevos y carne.

Ir a la casa de la abuela siempre me había hecho sentir intranquila, especialmente por las noches. En retrospectiva, creo que de ella se alimentó mi miedo a la oscuridad. Los pasillos de la casa estaban llenos de estatuillas de ángeles y santos a los que mi abuela solía rezarles durante la madrugada; ídolos tan grandes que parecían moverse como niños y jugar entre paredes cuando nadie los veía. Me aterraban. A veces, me despertaba el murmullo de las plegarias de la abuela. Su voz, débil por la edad, se arrastraba por los pasillos y reptaba por debajo de las puertas. Mi habitación siempre se llenaba con su voz, con un tarareo, con palabras extrañas pronunciadas en un idioma igual de extraño. Mamá decía que era latín, que se lo habían enseñado a la abuela cuando era una niña en el convento en el que había crecido y que ahora, de grande, volvía a él como en un trance. A mí no me gustaba el latín, pero, aun así, me atraía hasta el punto de hacerme salir de la cama e ir lo más cerca posible para escuchar aquellas palabras ininteligibles, pero sacras. La mayoría de las veces me quedaba a una distancia prudente, en silencio, viéndola hincada, con la cabeza gacha y las manos juntas en posición de rezo. Me quedaba allí hasta que la veía bendecirse y volver a su habitación.

Una noche —la primera y última noche que pasamos en casa de la abuela—, no me despertó el fantasma de su voz, sino los chirridos de una gallina. Las gallinas de la abuela eran muy mansas, se dejaban acariciar y no te picaban cuando entrabas a su corral en busca de huevos. Gran parte del tiempo estaban libres y corrían por el patio. Recuerdo que me gustaba pasar la tarde jugando con ellas y que me entristecía cuando alguna desaparecía para la cena, así que, cuando esa noche la escuché gritar, salté de la cama y corrí hacia el pasillo. La abuela estaba allí, sostenía fuertemente del cogote a la gallina con una mano y, con la otra, sujetaba un cuchillo. Todos los ángeles la miraban con avariciosos ojos blancos y yo supe lo que iba a hacer incluso antes de que lo hiciera; antes de que me mirara y sonriera y la degollara mientras decía algo que no terminé de entender, pero que se oyó blasfemo y profano.

La cabeza de la gallina rodó hasta mis pies y tocó mis pequeños dedos desnudos. Luego de esa noche, tuve pesadillas durante semanas. A mis diecisiete años creí haberlo olvidado, sin embargo, cuando de la oscura noche emergió aquel pequeño y peludo cuerpo blanco, mi mente rodó al pasado y recordó los ojos naranjas y la sangre de la gallina; el conejo que descansó en mis pies también estaba lleno de sangre.

Durante un breve instante me negué a agacharme y a tocarlo, no obstante, supe, sin saber por qué, que eso era lo que quería quien estaba en la oscuridad, así que, sin pensarlo, lo hice. Quería que la presencia se fuera y si obedecerle mantenía, aunque sea, la distancia, entonces, que así fuera. Sin dejar de apuntar hacia la noche, flexioné mis rodillas y sujeté al conejo entre mis delgados dedos. Aún estaba caliente y su sangre, todavía fresca, manchó mi mano y se quedó debajo de mis uñas.

—¿Qué...?

La pregunta murió en mis labios cuando, cuidadosa, volteé al animal. Allí donde deberían estar sus entrañas había algo que sobresalía de la tajeada piel: una nota escrita en un trozo de cartón.

Tienes diez segundos para correr, Isa.

No tuve tiempo de preguntarme por qué me estaba sucediendo aquello ni a dónde debía ir, solo supe que debía correr sin mirar atrás. Eso fue lo que hice. Nunca había sido buena en los deportes, de hecho, solía fingir estar enferma para no asistir a las clases de educación física; algunas veces decía estar con la regla, otras me dejaba caer al suelo a propósito para quedarme en la banca, observando en silencio hasta que el reloj marcaba el momento de volver a casa. El profesor nunca se interesó demasiado y yo le agradecía en secreto. O al menos, eso hice hasta ese momento en el que mi vida dependió de mi propia resistencia y agilidad.

El corazón me golpeaba fuertemente el pecho y mis latidos reverberaban dentro de mi cabeza como en un partido de ping-pong. Apenas podía respirar; abría la boca y daba grandes bocanadas de aire, pero el oxígeno no parecía entrar en mis pulmones. Me sentía exhausta. Mis pies estaban cortados y embarrados; y mis piernas amenazaban con ceder ante cualquier impacto. Me negué a que eso sucediera incluso cuando oí sus pisadas detrás de mí. La oscuridad estaba tan cerca que podía jurar que sus grandes manos me asfixiaban y que el aliento caliente de sus labios acariciaba mi nuca y descendía por mi espalda en una desagradable premonición.

No quería que me tocara.

No quería morir, así que corrí.

Corrí.

Corrí.

Y corrí.

Sé que eso hice hasta que ya no pude hacerlo más; hasta que mis pies se enredaron y mi cuerpo cayó al vacío. Lo último que escuché antes de que la noche me engullera fue la voz de mamá: «Qué tonta eres, mi niña. ¿Acaso no sabes que de los monstruos no se puede escapar?». 

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