Capítulo II: El ahorcado.

Sabía que no tenía opción. Había iluminado y observado su cuerpo con detenimiento a pesar de la repulsión, y no había encontrado nada en él; nada salvo una fina tela hecha girones, pendiente sobre su piel fétida y agujereada. La había observado tanto que comencé a verla: era morocha, delgada —muy delgada, mucho más de lo que yo lo era— y de huesos pequeños. Sus dedos eran largos y la piel de sus uñas se había retraído, haciéndolas parecer largas y filosas. Imaginé que era joven y bonita cuando adentré mis dedos en su boca.

La carne de sus labios se sintió como tocar un humus putrefacto al tiempo que su lengua, dura e hinchada, me impulsó a retraer la mano. Me contuve. Apreté su lengua contra el suelo de su boca y continué entrando en ella. Estaba fría. Algo se retorció en su interior. Me convencí de que era algún insecto para continuar.

—Por favor... —murmuré. No podía equivocarme. Jamás me lo perdonaría si lo hiciera—. Por favor.

Mis dedos la penetraron aún más. Tuve que hacer fuerza para llegar a su garganta, pero, cuando lo hice, me alegré. Fue un sentimiento primitivo el que se instaló en mí cuando rocé la textura del hilo, pero lo contraje tan pronto como apareció al mirar los ojos que me miraban presos de un dolor que ya no se podía sanar. No podía alegrarme. No enfrente de ella, por lo que, sujeté el hilo y salí de su interior, procurando ser cuidadosa.

El hilo y el ahorcado salieron húmedos de sangre. Ambos olían a muerte, aunque lo que más lo hacía era la úvula que había arrancado de su garganta cuando tiré del hilo. La carne interior de la mujer estaba negra y porosa; y me sentí mareada cuando el acertijo cobró sentido: la campana había sido real, anatómicamente real. Y el ahorcado sí me salvaría: era una llave.

No me detuve a admirar el artefacto de metal, tampoco lo limpié, simplemente iluminé el candado que colgaba sobre mí e inserté la llave. Las manos me temblaban. Pequeños espasmos me recorrían el cuerpo. Debía ser la adrenalina que corroía mi sistema y la ansiedad por salir de allí.

—¡Sí! —exclamé en el instante en que el candado emitió un clic—. Sí, sí, sí.

Corrí el pasador y empujé el metal. Tuve que golpear reiteradas veces hasta que la placa cedió. Cuando lo hizo, la empujé con las dos manos hasta que se abrió como una puerta y golpeó el suelo con un ruido seco. Apenas lo escuché porque la oscura noche me dio la bienvenida con una helada reverencia que me dejó petrificada en el lugar.

No me gustaba la oscuridad. Desde niña les había temido a los monstruos que viven bajos las camas y a las mujeres que lloran en la noche buscando a sus hijos. Mi madre me contaba esas historias, me decía que a las niñas malas las meten en un saco y las entierran tan profundo que ya nadie las escucha gritar. Me pregunté, al incorporarme, si por eso me habían enterrado a mí. La duda solo afloró un instante antes de caducar; no me importaba la respuesta.

Un aire frío sopló sobre mi cuerpo y me erizó los vellos de los brazos, recordándome que debía irme, que debía escapar. Después de todo, quien fuera que me había arrastrado hasta aquella trampa aún podía estar deambulando, dispuesto a encerrarme por segunda vez, así que, sin pensarlo, tomé la pequeña linterna, salí del ataúd e iluminé en rededor. El escenario ante mí me provocó un escalofrío.

—Dios...—murmuré cubriendo con una mano mis labios.

Al rededor mío había numerosas sillas y bancos de madera. Estaban gastados y carcomidos por el uso, las polillas y el tiempo; algunos estaban rotos, les faltaban tablas y las astillas sobresalían; sin embargo, había algo aterradoramente perfecto en su disposición, como si se tratase de la escenografía de una película de horror. Durante una fracción de segundo no pude escapar de la escena y pensé que estaba rodeada de fantasmas porque, pese a no haber nadie, me sentía observada por miles de ojos ciegos. Seguro estaba enloqueciendo.

Tragué saliva y di un par de pasos, evitando permanecer absorta. No era momento para ello. A un lado del cajón había un atril oxidado y debajo de mis pies, una alfombra carmín atenuaba la humedad del pastizal. ¿Por dónde debía ir? La cabeza me daba vueltas. El olor del cuerpo zumbó en el bosque como un enjambre maloliente que me acompañó incluso cuando me alejé unos pasos. Los ojos de la joven mujer parecieron hacer lo mismo. Había en ellos una súplica que no me animé a ignorar; estaba convencida que su espíritu me perseguiría si lo hacía porque entonces yo, que había usurpado su tumba y su boca, sería cómplice y no víctima. Solo por eso me acerqué otra vez.

Desde la distancia su cuerpo lució aún más pequeño y quebradizo, y el ataúd le quedaba demasiado grande para ella sola. Durante un breve instante, me compadecí. Me habría gustado tener la fuerza de llevarla conmigo, pero no la tenía y me asqueó pensar en tomarla entre mis manos.

Un animal aulló en la noche, haciéndome saber que no tenía tiempo para quedarme viéndola, así que, humedecí mis labios, arranqué un trozo de tela de mi pijama y le cubrí los ojos con él. Sabía que el rigor mortis no me permitiría bajar sus párpados y que aquella era la única manera de velar su sueño eterno.

«Volveré. Lo prometo».

Luego, cerré el ataúd. Un último gesto antes de irme. Ella no sería la carroña de ninguna perra.

Comencé a caminar, aunque sin saber hacia dónde. Lo único de lo que estaba convencida era de que, mientras más caminara, más me alejaría del ataúd y, por ende, de mi secuestrador. Estaba demasiado oscuro, frío y tenebroso; y los pies comenzaron a dolerme algunos cuantos minutos después, los había lastimado con las piedras y las raíces de los árboles que se levantaban de la tierra mojada. La noche anterior había llovido. En Carrote siempre llovía, así que el suelo estaba pantanoso y el barro manchaba mis piernas hasta las rodillas.

—Maldita sea —espeté.

La luz de la linterna tan solo iluminaba unos pocos metros por delante de mí, lo suficiente para evitar que cayera de bruces al suelo y me lastimara las rodillas. Me rodeaban un perpetuo silencio que solo se interrumpía por el ulular de los búhos y el aleteo de los insectos. Estaba lleno de mosquitos.

Pasó cerca de una hora antes de que lo escuchara. Lo primero que ocurrió fue que la linterna comenzó a fallar. La sacudí y golpeé las baterías, pero la luz solo recuperó su fuerza durante algunos breves minutos antes de comenzar a parpadear otra vez. Me molesté por ello. La noche estaba lejos de terminar y sin luz acabaría varada, muerta de frío y llena de ronchas. Necesitaba llegar a algún sitio pronto, pero ¿a dónde? El pueblo parecía haber sido devorado por Natura y más de una vez había temido estar caminar en círculos. ¿Nadie había notado mi ausencia? ¿Nadie había salido a buscarme? Uli debería haberlo hecho. A él le importaba.

Oí el crujir de una rama a mis espaldas y volteé de prisa. Detrás de mí no había nadie.

No era la primera vez que un ruido me sobresaltaba desde que había escapado, no obstante, sí la primera en la que realmente me había sentido en verdadero peligro; que había notado la presencia de algo pisando detrás de mí, acechando desde la negritud. Debí haberle hecho caso a mi instinto porque, cuando volví a oírlo, lo oí mucho más cerca. No tardé ni un segundo en darme la vuelta y gruñir:

—¡Sea quien seas, lárgate!

Sujeté la linterna firme entre mis manos. Aunque, para mi sorpresa, apenas temblaba. Al igual que un soldado en plena línea de batalla se afianza para recibir a la muerta, yo estaba anclada al suelo y miraba atentamente hacia la oscuridad. Si algo se movía, lo vería —tenía que verlo— y me defendería. Correr solo le daría ventaja sobre mí o al menos, eso fue lo que creí...

Las ramas volvieron a crujir.

—¡Hablo en serio, maldito enfermo!

Mi voz trastabilló en mi lengua cuando hablé y me odié por ello. No podía permitirme estar aterrada. Si tenía razón con lo que había visto en el ataúd y era miedo lo que quería ver, temblar o palidecer era un error. Debía ser dura, pero, era más fácil decirlo que hacerlo. Me sentía como un cordero en fila para el matadero. La adrenalina me había secado la boca y no dejaba de relamerme los labios. Además, ¿qué se suponía que haría si alguien se abalanzaba sobre mí? En lo más profundo de mi mente, rezaba para que aquello no sucediera; era demasiado pequeña para ganar en un forcejeo.

Lentamente comencé a retroceder sin apartar la mirada. Sabía que allí había alguien. Lo que no sabía era que ese alguien lanzaría algo hacia mí y que sería ese mismo algo lo que me haría soltar un grito. Justo ante mis pies, lo vi.

Era otro cuerpo. 

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top