El Dios Del Odio.
No hubo respuesta. Jennifer se volvió para mirar atrás.
Había un hombre vestido de blanco y oro.
Ella saltó hacia atrás. Era un hombre mayor, con la cara ancha y arrugada y un pelo canoso que se apartaba de su rostro hacia atrás como si le diera el viento. Un grueso bigote con una pizca de negro se fundía con una barba blanca corta. Y llevaba una corona dorada en su cabello
blanquecino.
Esos ojos... eran antiguos, la piel que los rodeaba surcada por profundas arrugas, y bailaron gozosos mientras el hombre sonreía a Jennifer y se apoyaba un cetro dorado en el hombro.
Sobrecogido, Jennifer cayó de rodillas.
—Te conozco —susurró—. Eres... eres Él. Dios.
—Sí —dijo el hombre.
—¿Dónde estabas? —preguntó Jenifer.
—Siempre he estado aquí —dijo Dios—. Siempre contigo, Jennifer. Oh, llevo mucho tiempo observándote.
—¿Aquí? No eres... el Todopoderoso, ¿verdad?.
—¿Honor? No, de verdad está muerto, como se te dijo. —La sonrisa del anciano se ensanchó, auténtica y amable—. Yo soy el otro, El Dios de las emociones. Me llaman Odium.
***
Todo se volvió blanco. Jennifer se encontró de pie en una mota de nada que era el mundo entero, con la mirada alzada hacia una llama eterna que lo abarcaba todo. Se extendía en todas las direcciones, empezando roja, pasando al naranja y por fin
haciéndose de un blanco refulgente.
Entonces, de algún modo, las llamas parecieron arder hacia una profunda negrura, violeta y furiosa.
Era algo tan terrible que consumía la propia luz. Era caliente. Una irradiación indescriptible, un calor intensísimo y un fuego negro, ribeteado de violeta.
Poder.
Ardiente.
Abrumador.
Era el chillido de mil millones de guerreros en el campo de batalla.
Era el instante del contacto más sensual y el éxtasis.
Era el lamento de la pérdida, el gozo de la victoria.
Y sí que era odio. Un odio profundo y palpitante, una presión que anhelaba fundirlo todo. Era el calor de un millar de soles, la dicha de todo beso, las vidas de todos los hombres combinadas en una, definida por todo cuanto sentían.
Incluso abarcar solo la más minúscula fracción de ello aterrorizaba a Jennifer. Se sintió diminuta y frágil. Sabía que si bebía de aquel fuego negro, líquido, crudo, concentrado, se transformaría en nada al instante. Los universos enteros del multiverso se volatilizaría, tan intrascendente como el humo rizado de una vela recién extinguida.
El fuego se disipó y Jennifer se halló de nuevo tendida en el suelo, fuera de la Fortaleza de la Fiebre de Piedra, mirando hacia arriba. En el cielo, el sol parecía
apagado y frío. Todo parecía helado por comparación.
Odium se arrodilló junto a ella y lo ayudó a incorporarse.
—Venga, venga —dijo—. Igual me he pasado un pelín, ¿verdad? Había olvidado lo intenso que puede ser. Toma, bebe un poco. —Tendió a Jenifer un odre de agua.
Ella lo miró, patidifuso, y luego alzó la vista hacia el anciano. En los ojos de Odium distinguió aquel fuego negro y violeta. Muy muy al fondo. El ser con el que estaba hablando Jenifer no era el Dios, sino solo un rostro, una máscara.
Porque si Jennifer tuviera que afrontar la auténtica fuerza que había tras esos ojos sonrientes, se volvería loca.
Odium le dio una palmadita en el hombro.
—Tómate un minuto, Jennifer. Te dejaré aquí. Tú relájate. Es... —Se interrumpió, frunció el ceño y se volvió de sopetón. Buscó algo entre las rocas.
—¿Qué pasa? —preguntó Jennifer.
—Nada. Solo la mente de un anciano jugándole una mala pasada. —Dio un golpecito a Jennifer en el brazo—. Volveremos a hablar, te lo prometo.
Desapareció en un parpadeo.
La chica simplemente se quedó en silencio en aquel lugar... tratando de recuperarse, sin embargo le estaba contestando incluso tan siquiera pensar con claridad.
Solo sabía algo... no tenía formas de oponerse a él.
Continuará...
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