Los campos de algodón
MEMENTO
Autora: Clumsykitty
Fandom: Marvel, AU.
Parejas: principalmente Stony. Otras más.
Derechos: muero de la risa. Nada más que ésta idea.
Advertencias: historia que viene a raíz de Halloween y en mi país, el Día de los Muertos. Inspirada en la Mansión Winchester, el cuento El taxidermista de Pisa, una historia que alguna vez vi o leí cuyo título no recuerdo, la película La Mansión y mis ganas de escribir de este género.
Gracias por leerme.
Los campos de algodón.
1859.
Vicksburg, Misisipi, Estados Unidos.
Anthony Edward Stark abrió sus ojos con un enorme bostezo, fastidiado del viaje en el carruaje luego de usar el tren. Realmente no quería decepcionar a su señor padre, cerrando él mismo aquel contrato con los excavadores cuando por todos lados se susurraba de una próxima guerra. Siendo un nativo del Norte, no podía descartar aquello, pero se mantenía optimista en que el Sur no se levantaría en contra del gobierno. Era risible. Pero las diferencias estaban haciéndose cada vez mayores entre los estados cercanos a Canadá y aquellos fronterizos con México que, dicho sea de paso, tampoco estaba en buenos términos internos. Todo mundo parecía deseoso de pelear por unos títulos de tierra, de poder, de beneficios.
Había alquilado una casa, que por alguna extraña razón solamente había podido conseguir cerca de los campos de algodón, una de actividades más fuertes del Sur. En su natal Nueva York todo era más industrial, gozando de las maravillas que aparecían provenientes de varios rincones del mundo, particularmente de Francia, Inglaterra y de Alemania. La Revolución Industrial los estaba llevando a un nuevo mundo, pero ahí, en esas tierras a las que entraba con un calor infernal, todo parecía haberse congelado en el siglo pasado. Esclavos sin derechos, mujeres siendo humilladas, la religión tomando el control de las decisiones de los ciudadanos. Y ahora se había metido a la boca del lobo solamente para que el hombre de alta sociedad conocido como Howard Stark, su padre, dejara de recriminarle el gastarse la fortuna familiar en inventos que nadie quería.
-Hemos llegado, Lord Stark.
Quiso corregir al chofer en cuanto al título, pero recordó los consejos de su tía Margaret de no olvidar que en el Sur todavía se creían siervos de la corona inglesa y que así se comportaban. Tampoco debía agradecer a los sirvientes, era mal visto. Eso le iba a volver loco. Bajó, sacando un pañuelo con que limpiarse el sudor, notando que su traje gris claro estaba maltratado por el clima tropical de Misisipi. Todo un fastidio, se dijo para sí, tomando su sombrero y bastón del asiento contrario al suyo dentro del carruaje para echar a andar hacia lo que sería su casa por las breves semanas que ahí estuviera. Era de tres plantas con una arquitectura neoclásica muy pulcra, casi toda de blanco con pequeños detalles en color verde menta. Muy discreta, aunque algo alejada de las mansiones de sus clientes. Sospechó que el ser del Norte lo había enviado lejos pero no haría caso a esos desdenes de algodoneros religiosos esclavistas.
-Lord Stark, soy Munroe, su ama de llaves -se presentó una madura y rolliza mujer de color, haciendo una reverencia sin mirarle, ataviada en esos trajes de servidumbre blancos de telas delgadas con una pañoleta roja cubriendo sus ensortijados cabellos negros.
-Munroe... -calló unos segundos. No agradecer ni saludar de mano a sirvientes. Qué asco de gente sureña- Me gustaría beber algo fresco.
-Enseguida, milord.
Luego de recargar energías en una cómoda salita y beber una deliciosa limonada fría, quiso salir a dar una vuelta a caballo para conocer los alrededores de Vicksburg. Estando tan cerca de los campos de algodón como de los campamentos de los esclavos, era una buena oportunidad para ver de primera mano qué tan ciertas eran las crónicas de los periódicos neoyorkinos sobre la vida de estas pobres almas cuyo único pecado había sido tener la piel oscura. Aquellas tierras poseían su encanto natural, los enormes campos de agricultura, pero sobre todo los de algodón lucían como si las nubes mismas hubieran bajado a posarse sobre los pastos y se quedaron ahí. De no ser por el calor que le agobiaba como buen norteño acostumbrado más al frío, lluvias y nieve, en verdad hubiera alabado esa naturaleza, más tenía que usar el bendito pañuelo cada docena de metros.
Sus ojos se quedaron prendidos en los capullos blancos, con manchas sobre ellos de las sombras que las nubes en lo alto proyectaban formando siluetas interesantes. Había a lo lejos figuras encorvadas cargando cestos, esclavos trabajando. Detuvo el caballo, mirando la escena y tratando de comprender qué estaba sucediendo ahí, qué les daba tanto poder a los "lores" dueños de los campos que podían mantener un grueso número de afroamericanos obedeciéndoles. Una respuesta era la religión extremista que se vivía en Misisipi. ¿Ignorancia? ¿Miedo? ¿Costumbre? Perdido en esos pensamientos no notó a otro jinete aproximarse rápidamente en dirección contraria hacia él, con un trote tranquilo. Le prestó atención hasta que le vio con claridad.
Un hombre alto, cuerpo atlético de cabellos rubios y ojos azules como ese cielo sobre ellos. Usaba un sombrero típico, blanco con una banda negra, de ala redonda como amplia. Un traje de tres piezas como el suyo, aunque en lino blanco con un corbatín negro que hacía juego con la banda del sombrero. Su caballo era de pelaje dorado con crines claras. Anthony levantó su mentón, limpiándose por enésima vez aquel jodido calor sureño del cuello y frente, esperando a lo que sería su primer contacto con uno de los "suyos". Había llegado la hora de probar la hospitalidad sureña.
-Buenos días, en el nombre de Dios -saludó cortés y mirada inquisitiva su interlocutor- No me parece conocida su figura, caballero.
-Porque no la es, caballero -replicó sin poder evitar ese bendito humor suyo- Buenos días, acalorados, diría yo.
-Tiene acento del Norte. ¿Neoyorkino?
-Tiene acento del Sur. ¿Misisipiano?
El rubio le dedicó una mirada, pero luego torció una sonrisa, pegó sus piernas a los flancos de su cabello para erguirse sobre la montura y tenderle la mano.
-Steven Grant Rogers, mi padre es el Coronel Joseph Rogers, dueño de estos campos de algodón.
-Anthony Edward Stark, si mi madre no miente, mi padre es Howard Stark, empresario.
-Ah... Lord Stark. No nos habían enterado de su llegada.
-Lord Rogers, recién que puse un pie en estas cálidas tierras. Estaba dando un paseo para refrescar mi agobiada mente por el trayecto tan pesado.
-¿Por qué no viene a nuestra casa? -ofreció muy educado el rubio- Un visitante que no ha sido apropiadamente recibido es un insulto para el Sur. En Vicksburg somos gente de bien, que sigue la palabra del Señor. Por favor, Lord Stark, venga conmigo, será nuestro invitado de honor.
-... con tan bonito discurso es imposible negarse. Soy todo suyo, Lord Rogers.
Con una sonrisa que le hizo sentir extrañamente feliz, el rubio le indicó el camino por el que había venido para llevarle a su mansión. Los caballos anduvieron a paso tranquilo mientras ellos atravesaban esas enormes extensiones de campos de algodón con algunas miradas curiosas de los pocos esclavos que llegaban a cruzarse en su camino, miradas furtivas según el gusto de Anthony quien se mordió la lengua para no hacer uno de sus comentarios, su tía Margaret había sido muy puntual al respecto. Ahí, en el Sur, no tendrían paciencia para sus excentricidades, mucho menos para sus gustos peculiares, debía cuidarse. Y mucho.
-¿En que tanto piensa, Lord Stark?
-En que deberíamos llamarnos por nuestros nombres.
-Apenas nos conocemos.
-Soy un foráneo atrevido.
Steven rió, sacudiendo su cabeza, tiró de las riendas, acercando su caballo al del castaño quien le miró curioso por ese gesto.
-De acuerdo, no me pareces alguien peligroso, Anthony.
-Tal definición dependerá de lo que consideres peligroso, Steven.
-Mmm, es bueno esto de llamarnos como viejos conocidos.
-¿Y qué tal si lo somos?
-No deberías leer tanta charlatanería de espiritistas, Anthony. Dios nos advierte del peligro al dejarnos seducir por las artes oscuras.
-Bueno, Dios no habla mucho conmigo.
-Me atrevería a decir que no quieres escucharlo -Rogers le guiñó un ojo.
-Realmente puedes ver a través de mí -bromeó el otro.
El calor infernal continuó como un vigilante celoso de aquel par a caballo, pero Anthony se sintió mejor en la compañía agradable, aunque muy correcta de Steven. De su boca supo que el Coronel Rogers era uno de los algodoneros más importantes de Misisipi, que había participado en anteriores conflictos bélicos que le dieron esas hectáreas de cultivo y el rango para vivir cómodamente junto a su bella aunque enfermiza esposa Sarah, la cual le había dado un único heredero. Un rasgo que ambos compartían. Haciendo caso omiso del hecho de que era también un lord cruel con sus esclavos y que además solía participar activamente en los oficios de misa de los domingos como el abanderado de la razón sureña respecto a los derechos de la gente blanca maltratando a la gente de piel negra, el Coronel Rogers era todo un caballero.
Por su parte, Anthony le contó sobre su padre, Howard, un empresario dedicado a la comercialización de los productos europeos en América, además de impulsar a cuanto inventor tocara a su puerta. Era un fiel creyente de los beneficios de la Revolución Industrial como el pensamiento positivista del progreso y el orden. Se había casado con María Stark, su madre, a quien conoció en un baile de la alta sociedad neoyorkina. Tenía una tía, hermana de Howard, llamada Margaret Elizabeth, solía decirle de cariño Tía Peggy, que era de armas tomar, escandalizando a medio mundo con ideas bastante provocativas, como que las mujeres tenían los mismos derechos que los hombres.
La charla hizo que el camino fuese menos tedioso y corto en percepción del tiempo, cuando llegaron, ambos jóvenes ya platicaban como si fuesen amigos desde niños. La mansión Rogers era enorme, con esa arquitectura neoclásica y enredaderas decorando las columnas. El blasón familiar estaba sobre el portón principal, con servidumbre de color en sus uniformes de manta y algodón desgastado moviéndose como sombras silenciosas, apenas si levantando la mirada. Anthony tuvo que enviar su mente muy lejos de ahí para no soltar alguna observación crítica que le valiera la expulsión total de Misisipi y perdiera el contrato que le había prometido a su padre antes de las vísperas de otoño. Tenía que demostrarle que era digno de tomar las riendas de Industrias Stark.
-¡Madre! ¡Tenemos visita!
Sarah Rogers, efectivamente era hermosa, una belleza enfermiza que la hacía parecer una delicada flor que el clima del lugar no consideraba. Su mirada bondadosa le agradó como su voz delicada, rota. El castaño juraría que esa sonrisa practicada ocultaba la dura vida que llevaba, no podía ni mover un dedo cuando un esclavo se acercaba para facilitarle las cosas, y por lo que escuchó de Steven, no salía de la mansión para no "empeorar" su estado de salud. Quizá el sol y el viento era lo que necesitaba esa mujer, pero una hora más tarde, Anthony comprobó la razón que hacía de la mansión Rogers un sitio asfixiante.
El Coronel Rogers.
Hombre tan alto como su hijo y que conservaba cierta complexión atlética que el tiempo había engrosado para hacerle parecer como un oso, gobernaba su hogar como sus campos de algodón, con puño de hierro. Steven adoraba a su padre, lo admiraba si podría decirse. También Sarah Rogers pero su mirada decía que esa fascinación había perdido su brillo por cosas que solamente el matrimonio le hubiera revelado tiempo atrás. Teniendo a la Biblia como su máxima fuente de inspiración para sus discursos, era el típico Sureño dueño de cientos de esclavos. El castaño se sintió incómodo ante su presencia, con esos inquisitivos ojos azules analizando cada movimiento suyo al igual que sus modales en la mesa a la que fue invitado para la cena.
-¿Industrias Stark, eh? Creo que he escuchado de ellas, apoyan al bravucón de Lincoln.
Y por supuesto, no era partidario de las ideas progresistas del Norte, menos de Abraham Lincoln y su propuesta de abolir la esclavitud. Anthony agradeció la cena al igual que desaparecer de ahí. No le habían pasado desapercibidas las marcas en manos, cuellos o brazos de los esclavos de la mansión, marcas viejas de latigazos, quemaduras y sogas. Ese fanatismo religioso como su actitud de militar condecorado iban a darle dolor de cabeza si pretendía hacer amistad con su primogénito del cual estaba orgulloso. Y el castaño quería tener esa amistad. Tanto o más como el bendito contrato, el cual oró porque se retrasara lo suficiente para al menos de disfrutar de otro paseo por los campos de algodón, escuchando los sueños de un joven que no pertenecía a ese lugar.
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