Melomano
Los amantes de la música se juntaron en un pequeño circulo apretado alrededor de una arpista, que tocaba breves melodías clásicas en una de las veredas del Parque Central de Nueva York. Con expresión extremadamente espiritualizada en su cara, abnegadamente rasgueaba las cuerdas del voluminoso instrumento antiguo.
Un señor de edad, de aspecto culto, con un perrito blanco, también estaba en el círculo junto a los otros. Ni bien la arpista acababa un tema musical, el señor, comenzaba a retroceder cortésmente, persuadiendo a su pequeño can de volver a casa, pero este, después de hacer un par de pasitos cortos con cada nuevo fragmento musical, se quedaba petrificado.
El dueño intentaba tímidamente tirar de la correa de forma delicada pero un poco más fuerte cada vez. Sin embargo, su amigo frenaba con todas sus patitas, negándose categóricamente a moverse. El señor, sin desear molestar al auditorio y perturbar la armonía general, otra vez bajaba dócilmente los hombros y se quedaba escuchando el siguiente fragmento hasta el fin.
Este entretenimiento, obviamente, al público le cayó bien. Todos a cada rato, con mucha alegría, daban monedas a la arpista para que ella no dejara de tocar.
Ella, atribuyendo francamente el interés por la música clásica solo a su manera inspirada y a su acertada elección del repertorio, continuaba poniendo los ojos en blanco y balanceándose, entrando ya en un verdadero trance.
Así, se repetía constantemente. Tan pronto como el arpa se acallaba, el dueño, aprovechando la momentánea tregua, daba uno o dos pasos para irse, pero cuando
comenzaba a sonar una nueva melodía, el perrito se petrificaba como un zombi.
El culto señor sonreía modestamente y se agobiaba como si quisiera pedir perdón, pero se sometía una y otra vez a la voluntad de su melómana mascota, respetando evidentemente las propensiones musicales de su pequeño, pero testarudo amigo.
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