Se despertó con la certeza de que ese día moriría. El agua llevaba mensajes de advertencia a través de ondas que perturbaban sus receptores. Sin saberse decaída o ansiosa, estiró sus músculos y en una agitación de sus aletas, salió de las ruinas que eran su casa. Deslizándose entre las calles vacías de una vieja ciudad, se dirigió al observatorio. Adentro la vida subacuática florecía entre muros resquebrajados e instrumentos obsoletos. De lo poco que aún permanecía funcional un visor de alta frecuencia era su siempre útil compañero. Tras ponerlo sobre sus receptores, lo dirigió al origen de las perturbaciones en busca de señales. Los invasores, que imagino de tierras lejanas, se sumergían en su planeta en diferentes medios, algunos bajaban recubiertos de segundas pieles, como individuos en la primera avanzada; otros por su parte, manipulaban desde la superficie vehículos y ciudades flotantes, repletos de individuos de su especie. Llegaban más que bien equipados, pero llegaban demasiado tarde. 

La observadora abandonó el visor, dió un último adiós a su viejo escondite y se perdió en las corrientes acuáticas, segura de que no tardarían en encontrarla, aún en la calma de las aguas más profundas. Era una pena que ya no quedaran otros como ella, con su muerte su especie llegaría al fin. Y los invasores que llevaban años yendo y viniendo, sin saberlo, habrían acabado antes de llegar con todo lo que querían conquistar.