Un Misil en mi Placard
Sospechen cuando algo es muy perfecto, porque por lo general siempre esconde algo proporcionalmente malo. Ying Yang le dicen, todo lo bueno tiene algo malo.
Tenía la vida perfecta, una profesión honorable, una modesta casa en Flores, y una esposa amorosa y complaciente. Desde que nos conocimos en la facultad de medicina jamás nos separamos, y siempre tuvimos confianza ciega en el otro. Cada uno tenía su vida, su cachito de privacidad, sus salidas con amigos, y sus conferencias propias de la especialidad que habíamos elegido. Pediatría en su caso, cirugía en el mío.
Aún así, de un tiempo a acá, comencé a sentirme intranquilo con algo. No sabía qué, solo había algo que me molestaba y no me dejaba dormir en las noches.
Nuestros horarios a veces no coincidían, dado que yo muchas veces he tenido cirugías de emergencia. No era el caso de Martina, ella trabajaba en la consulta para el hospital Garrahan, raras veces tenía complicaciones. Y cuando coincidíamos y aún no era la hora de la cena, solíamos hacer cosas de recién casados, a pesar de llevar tres años de nupcias, aprovechando que aún no teníamos hijos.
Refugiados sobre el diván, buscándonos como siempre hacíamos, agitados por nuestras formas. Algo ocurrió, una extraña sensación, un presentimiento me atacó de nuevo. Esa horrible sensación de angustia que venía atacándome desde hacía un tiempo.
Tuve que dejar de hacer el amor en el momento, simplemente no podía seguir, y no por un impedimento físico, de esos que requieren de una pastilla, ni siquiera llegué a los cuarenta, ese no era el problema. Era esa horrible sensación de que algo no andaba bien. Me disculpé con Martina y me dirigí a mi habitación por ropa limpia para ducharme.
Tomé mi ropa y cuando iba a cerrar el placard tuve la extraña sensación de que algo sobraba ahí dentro. Inspeccioné a fondo pero no vi nada más que nuestra ropa. Despejé esos pensamientos de mierda y me fui al baño.
Pero seguía intranquilo, ya bañado fui en busca de un abrigo, hacía frío. Nuevamente abrí el placard y lo observé con detenimiento. Encendí un cigarrillo, sí, es raro ver a un médico fumando, pero tenía miedo.
Y ahí lo vi. Estaba camuflado por la oscuridad del fondo del placard, era un cargador de una nueve milímetros. Pero, ¿qué hacía el cargador de un arma en mi casa? Yo no tenía un arma, ¿era posible que Martina haya comprado una pistola sin consultarme?
Revolví todo en busca del arma, saqué toda la ropa afuera, vacié los cajones sobre la cama y nada. Revisé minuciosamente los bolsillos de cada prenda. Nada. Y no había dejado nada dentro del ropero, solo quedo ese cargador. Estaba ahí, más que un cartucho de balas, era un misil en mi placard. Y no supe que pensar, claramente era munición policial, y claramente Martina tenía contacto con los uniformados al trabajar en un hospital público.
De chico me enseñaron que un matrimonio es un modelo para armar, pero nunca para desarmar. No por nada el cura dice "lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre". Pero en este caso vi cómo se desmoronaba esa vida perfecta que más de un colega me envidiaba.
Tomé el cargador y salí de la habitación, Martina ya se había vestido y estaba en la cocina cortando verduras para la cena. La miré tristemente, me dolía lo que estaba a punto de hacer, pero si servía de alivio a mi inseguridad estaba dispuesto a correr el riesgo.
—Martina —llamé su atención y ella giró su cabeza—. No hay más tiempo que perder —levanté el cargador y ella se puso pálida—. Podías simplemente haberme dejado, no era necesario que me hicieras esto.
Contrario a la reacción que esperaba de ella al ser descubierta, sonrió. Dejó de picar verduras, se limpió las manos con un repasador y se acercó hasta mí. Tomó el cargador y lo miró con nostalgia.
—No sé qué me pasó ese día, fue un momento de debilidad. Me ingresaron un chico de la calle descompensado, me lo trajo un policía que no dejó de mirarme un solo segundo mientras atendía al chiquito. Después se lo llevó y al otro día volvió con flores, en agradecimiento por la atención que le había dado al nene. Desde ese día comencé a verlo más seguido por el hospital, y...
—¿Cuántas veces fueron? —quise saber.
—No sé, pero siempre tuvo claro que yo era casada y que lo nuestro nunca iba a prosperar. Y el cargador... Lo olvidó el día que discutimos porque lo dejé. Creo que me amaba, ¡pobre! Para mí siempre fue un cacho de carne, estaba muy bueno el condenado, pero era muy pendejo para mí.
—¿Acá también? ¿Acá también lo hicieron? —titubee.
—Es que en ese momento... No sé, creí que estaba lejos de vos, creía que era yo la engañada y por eso no sentí culpa alguna. ¿Alguna vez me engañaste?
—Nunca, pero te lo acabás de ganar.
Besé su cabeza y salí de mi casa, subí a mi auto y disqué ese número que muchas veces estuve tentado a marcar y nunca lo hice por respeto. Por no desarmar ese modelo para armar, que claramente ya era trizas.
—Laura, soy Román. ¿Sigue en pie esa cena casera que me prometiste en la consulta?
—¡Hola! Hasta que al fin aceptás. Claro, ¿por qué no? Te espero, ya te paso la dirección por mensaje. Pero, ¿pasó algo?
—Nada de que preocuparse. Ah, y una cosa más. Haceme un lugarcito en tu cama, porque esta noche no pienso irme a ningún lado.
—¡Guau! —exclamó mi paciente al otro lado de la línea, sorprendida por mi repentina desfachatez—. Ya, en serio. ¿Qué pasó para que cambies de opinión de un momento para otro?
—Un misil en mi placard, eso paso. Después te cuento bien.
Esa noche marcó el fin de mi matrimonio con Martina, sin embargo, seguimos viviendo bajo el mismo techo. Sólo que a veces uno de los dos no viene a dormir, y a veces los dos dormimos en la misma cama.
Ambos somos miserables, pero también somos más felices que cuando estábamos casados. Ying Yang le dicen también, porque todo lo malo tiene algo bueno.
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