Té Para Tres
No hablo de trauma cada vez que lo cuento, pero de alguna manera me marcó lo suficiente como para acordarme aquel día en cámara lenta.
Tenía cuatro, cinco años, ya ni recuerdo cuántos tenía. Yo quería un jueguito de mate plástico, como el que tenía mi vecina en aquel entonces, pero mamá, siempre tan refinada y pituca, decía que era antihigiénico compartir la bombilla. Y como yo lo quería, y lo quería, y lo quería, papá me compró un jueguito de té.
Papá también me hizo probar el té helado, y era tan rico que dejé de tomar té imaginario para empezar a tomar té de verdad. Y casi que se hizo un ritual, todos los días, cuando papá volvía del trabajo en el banco, yo preparaba las tazas sobre el mantel y tomábamos té los tres.
Hasta que un día, papá y mamá faltaron a la cita. Me quedé con las tazas sobre el mantel, mientras miraba la lluvia derramada por la ventana del balcón. Era todo raro, mamá también miraba por el ventanal hacia la calle, su rostro era de amargura total, su mano cerrada en un puño descansaba sobre su pecho, y su pierna derecha no dejaba de moverse. Estaba amargada y no sabía por qué.
Tomé una de las tacitas de plástico rosa y le serví un poco de té con una cucharita de miel, para endulzarla y que su amargura se fuera. Ella aceptó mi té, pero ese poco de miel no bastó, mamá seguía amargada mirando la cortina de agua.
Y entonces todo comenzó a suceder en cámara ultra lenta. Sonó el teléfono, mamá corrió a atender, tomó su piloto y se fue, no sin antes dejarme al cuidado de Johana, la vecina veinteañera de al lado de casa. Su cara no era la mejor, seguro había roto con su novio, ese que la hacía rezar a los gritos en las noches.
Mamá volvió de madrugada, llorando. Le dijo algo a Johana, algo que también la hizo llorar. Hablaron bajo mientras me miraban hacerme la dormida en el sillón del living. Y yo, a todo eso, seguía esperando a papá, a pesar de que sabía que la hora del té había pasado. Es más, hasta la hora de la cena había pasado. Johana había guardado mi jueguito de té, y me había hecho unas patitas de pollo de cena. Le quise dar algunas, pero no quiso, también movía la pierna intermitentemente como mi mamá.
Esa noche no quise irme a dormir a mi cama, todavía quería ver a papá, aunque sea, para el beso de las buenas noches. Pero Johana me llevó en brazos, casi contra mi voluntad. Me obligó a cepillarme los dientes, a ponerme el pijama de Kitty, y se quedó conmigo hasta que me dormí, o eso fingí.
Y entonces la vi. La vi que lloraba por él, por papá. Claro, papá no había vuelto, quizás estaba perdido y también lloraba, como había llorado yo cuando me perdí por unos minutos en el shopping de Caballito. Había mucha gente en casa, todos lloraban, seguro también extrañaban a papá
Aproveché que no me habían visto y me escabullí en la cocina, abrí la heladera y saqué mi tetera de plástico, agarré una tacita y serví té para mamá. Papá siempre decía que un rico té te hacía olvidar las penas. Capaz, si mamá dejaba de llorar, todos dejarían de hacerlo.
Me escabullí entre la gente y le llevé el té a mamá. Ella me miró, me agarró la taza y le dio un sorbo. Al menos fue una distracción para que dejara de llorar. Me miraba tratando de descifrar mi gesto, y yo igual, tratando de descifrar por qué lloraba, por qué lloraban todos. Y no aguanté más, quería saber.
—¿Y papá?
—Papá... —balbuceó, sobándose la nariz con un pañuelo de papel—. Papá está en un lugar mejor, hija.
—¿Un lugar mejor? —preguntó mi inocencia—. No hay nada mejor que casa, ¿dónde va a estar sino?
No debí haber preguntado, mamá comenzó a llorar con más fuerza, y los que la acompañaban rápidamente se acercaron a consolarla. Johana me tomó en brazos y me llevó de nuevo a mi habitación, y no se fue hasta que me quedé profundamente dormida.
Papá siguió estando en un lugar mejor hasta mis quince años, cuando mamá me dijo que papá en realidad se había ido con otra mujer a formar una familia. Y lo odié, lo odié por haberme dejado plantada con mi jueguito de té aquel día. Lo odié con rebeldía, lo odié por irse a tomar el té a otro lado, a otra casa, con alguna otra nena que quizás sea su hija. Lo odié porque, gracias a que él se fue a tomar el té con otros, mamá tuvo que salir a trabajar y me tuve que quedar con una desconocida que se reía de mí cuando hacia mi ritual del té, ya con una tetera y una taza de cerámica. Igual, se reía de mí a escondidas. Y yo la veía, la veía y odiaba más a papá.
Lo odié hasta los dieciocho, cuando mamá me encontró fumando. Yo le echaba la culpa a papá de todo lo malo que había en mi vida, por haberme dejado plantada con el té aquel día. Peleamos, y ahí lo supe. Papá había muerto aquella noche, murió a causa de la tormenta, su auto patinó en la 25 de Mayo y murió al instante al chocar contra el guarda rail.
Y mi odio dio un giro de ciento ochenta grados. Odié a mamá por ocultarme la verdad durante tantos años, quizás si desde el principio hubiese sabido que papá había muerto todo hubiese sido más fácil en mi vida. Hubiésemos afrontado la pérdida juntas, y no hubiésemos sufrido por separado. Ella, por extrañar a su compañero, y yo por la incertidumbre de no saber cómo era ese lugar mejor al que había ido, y por qué no nos había llevado con él.
Mamá me contó todo, el eclipse de su vida no fue parcial, y cegó nuestras miradas aquella noche. Si al menos hubiese vivido hasta que llegaron las ambulancias, quizás la historia hoy sería otra. Pero el impacto fue tan fuerte que según las primeras pericias murió en el acto.
Y entonces fue que quise saber por qué me había mentido, y la comprendí. Mamá amaba tanto a papá que prefería que estuviera vivo junto a otra persona, antes que muerto, sabe Dios en que universo paralelo. Nunca fue egoísta. Bueno, quizás un poco al no querer compartir su dolor conmigo.
Perdoné a mamá en ese instante, también le prometí que jamás volvería a fumar y así lo hice. También le pedí perdón a papá, por haberlo odiado durante toda mi infancia y adolescencia. Él solo quería llegar a casa a tomar el té con su hija, y nunca llegó.
Mi suegra tiene la costumbre de, en ocasiones especiales, como navidad, año nuevo, cumpleaños, o pascuas, dejarle un café a su difunto esposo. Como una especie de ofrenda. Ella cree que el espíritu bebe el café, y en efecto, luego de un par de días, el líquido se evaporó por completo.
Sabemos cuál es la causa de que luego de un par de días, o una semana, el líquido desaparezca. Aún así, adopté su costumbre, y en ocasiones especiales dejo junto a una foto de papá una taza de té helado, en mi tacita rosa de la infancia, esa del jueguito de té que me regaló él con tanto amor.
Y sí, el líquido se evapora por pura ciencia, pero me gusta pensar que todavía sigo tomando el té con papá. Mamá sabe lo que hago, y cada que me viene a visitar, es una nueva ocasión para poner las tazas sobre el mantel, y volver a preparar té para tres.
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Pituca: persona refinada.
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