De Música Ligera
Puedo apostar todos los Roca que tengo en la billetera en este mismo momento, a que esa noche ella durmió al calor de las masas. Y yo, desperté queriendo soñarla.
Estaba de after office solo, suponiendo que mi oficina es mi banco de trabajo dentro de la fábrica de zapatos para la que trabajaba. Era viernes, estaba antojado de una cerveza, por lo que me di el gusto de ir a un barcito en San Telmo.
El lugar era chico y bastante amigable, una banda compuesta por cuatro integrantes brindaba su primer show ante el público. Nada complejo, una viola eléctrica, una batería y un teclado. Y ella. Una voz espectacular, interpretando viejos clásicos de rock nacional, y algún que otro tema de autoría propia.
A decir verdad, no era la mejor banda del mundo, pero el público estaba contento y aplaudía con fervor. Finalizado el show, y luego de darme cuenta de que mi cerveza se había calentado, tomé el panfleto de la banda que estaba sobre la mesa y me fui a casa con una extraña sensación de satisfacción. Quería más de algo y no sabía de qué.
No era más cerveza, era más de ella. Esa mujer me había encantado como una sirena, necesitaba volver a escucharla. Busqué en mis bolsillos la precaria fotocopia en forma de panfleto, y examiné todas las redes sociales que figuraban ahí mismo. Y aún así, seguí sintiéndome vacío y conforme a la vez.
Había un email, pensé en escribirle. Y no lo pensé más, o me acobardaría y no lo haría para después perder el papel y arrepentirme de lo que pudo haber sucedido.
Mandé un email carente de sentido, al releerlo de mi carpeta de enviados me dio vergüenza ajena haber sonado como una quinceañera escribiéndole a su popstar platónico. Tanta vergüenza me dio, que cerré todo y me dirigí a la ducha a alistarme para el partido, era sábado de fulbito con los chicos de la fábrica.
Y cuando estaba en el colectivo yendo para la canchita, mi teléfono vibró en el bolsillo de mi campera, no era algún ansioso preguntando cuánto me faltaba para llegar, era un email. La banda me había respondido.
Más precisamente ella. Tamara, la vocalista. Toda mi vergüenza por las líneas escritas se disolvió al leer cómo ella se deshacía en agradecimientos por el apoyo brindado, invitándome a su próxima presentación, esa misma noche en el mismo bar.
A la mierda el asado post partido, jugué con los chicos, y luego de un triunfo ante los operarios de la fábrica vecina, corrí a casa a alistarme para volver al bar de la noche anterior.
Lo que no esperaba, era que la invitación fuera tras bambalinas, así es que supe que yo era su primer fan. Y algo que tampoco esperaba, era darme cuenta de que en realidad apestaban como banda. Me sentí de lo peor por haberme dejado llevar por... ¿Por qué? ¿Qué me pasaba? Yo nunca fui un ser impulsivo, y ese fin de semana agoté mi cuota de impulsividad.
Y al pasar los meses lo comprendí, porque tampoco podía cortarme así después del cariño que me habían retribuido luego de mi email. Pude sortear muchas presentaciones, alegando cansancio y horas extras. Pero lo que nunca sortee fueron las trampas del amor.
Me había enamorado de Tamara, y lo peor de todo, es que ella también parecía interesada en mí. Y cuando materializamos ese amor, sus canciones comenzaron a sonarme mejor. O quizás habían evolucionado como banda. Tamara comenzó a componer baladas de rock, rocks de protesta, rocks cotidianos. Aquella música ligera y prestada que tocaban fue pasando al olvido, como yo.
Crecieron. Cada vez los lugares eran más concurridos y populares. Sacaron un demo que luego se convirtió en disco. Llegaron a teatros chicos, radios de alcance nacional, programas de televisión en madrugada. Y yo ahí, haciéndoles el aguante a pesar de que la veía cada vez más lejos de mí.
Y para cuando se internaron en el estudio de grabación para sacar el segundo disco, apareció la personificación del fin de todo. Un manager para la banda. Y me maldije por no haber aceptado el puesto cuando me lo propusieron.
Faltan y sobran cosas fue su primer veredicto. Faltaba un bajo, faltaba una segunda guitarra. Y sobraba yo.
Tamara era una Barbie vestida de jeans rasgados y cuero, y yo era el morocho roñoso que estaba en pantalón Ombú y zapatos de punta de acero, acompañando a su novia en su sueño musical después de ocho horas de trabajo. Me rompió las pelotas que Tamara aceptara distanciarse de mí en público, pero lo acepté por ella, por ayudarla a alcanzar su sueño.
Volví a foja cero, a enviarle rosas a sus presentaciones como si fuera un fan más. Rosas que de seguro ella o alguno de sus asistentes convertía en cenizas al finalizar cada show. Pasé un año en la clandestinidad, viéndola a ella a través de internet, perdido y solo en los pogos de los shows a los que asistía con sus entradas de cortesía. No había lugar para mí tras bambalinas, ya no. Un año en el que me tuve que fumar verla por la caja boba, desmintiendo romances con otros músicos con los que Tamara compartía escenarios en festivales del nivel del Cosquín Rock. Romances que de seguro inventaba el forro del representante, con tal de ganar contrataciones.
Estaba tan, pero tan enamorado de esa mujer, que jamás pensé en evitar sus roces secretos. Hasta que finalmente sucedió lo inevitable, el final anunciado.
Nuestra relación ya no era la misma de aquel inicio, cuando ellos eran cuatro locos que se escaparon del garage y yo era el fan incondicional, enamorado hasta los huesos de la vocalista. Aquel amor de música ligera se disolvió, ya no quedaba nada de aquellas noches.
Lo supe cuando traspasaron la frontera argentina, de la mano de su tercer disco. Y si bien yo estaba dispuesto a renunciar a la fábrica para acompañarlos en su gira, de aprender a tocar un puto instrumento para dejar el pantalón Ombú y los zapatos de punta de acero, para así poder subirme a un escenario con ellos, fue Tamara la que me dijo que no era necesario. Que la esperara, que trataría de hacerle entender al manager que yo no tenía nada de malo. Que era un buen chico.
Pero sus palabras no coincidían con sus actitudes, veía en sus ojos la vergüenza de mi ropa de segunda mano, de mis manos erosionadas por el trabajo. Yo no era para ella, por más que lo intentara, por más que quisiera amoldarme a su nuevo mundo de fama y viajes, yo no cuadraba en la foto.
Ese día en que vino a despedirse de mí antes de salir de gira por Latinoamérica, la besé deseándole el mejor de los éxitos y la enterré en vida. Me alejé de ese mundo irreal, tiré todo aquello que me la recordara, discos, entradas, fotos. Metí todo en una bolsa de basura, y la dejé junto al cordón antes de arrepentirme. Borré de mi celular todos los números de la banda y salí a despejarme, lejos de San Telmo, lejos de todo lo que me recuerde a Tamara.
¿Se creen que alguna vez me llamó desde el exterior? ¡Por favor! No sean ilusos. Yo era la piedra en el zapato de Tamara, era ese perrito que ves en la calle sucio y lastimado, que te da lastima y compasión. Eso fui para Tamara.
Nadie ni nada es indispensable en esta vida. Cuando quise acordarme, estaba al lado de una chica que se desvivía por mí, que me mostró lo que es el amor verdadero. Yo, que en aquel momento estaba creído de que nada nos libraría de aquel amor de música ligera, hoy estoy al borde del civil con una mujer que me ama tanto como yo a ella.
Y Tamara... Ahí anda, fracasando como solista y rondando la fábrica en la que trabajaba. Lastima que no sabe que abandoné mi trabajo de operario para lanzar mi propia marca de zapatos junto a la mujer que amo. Sí, esos mismos zapatos de canje que ella usó para posar en la tapa de su disco solista.
¿Viste Tamara? De aquel amor de música ligera, nada nos libra, nada más queda.
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