Prólogo.
—¡Una vez más señora Johnson ya casi está! ¡Puje! —el grito desgarrador que soltó la madre se escuchó por toda la casa haciendo eco junto a los truenos.
El pequeño bulto bañado en sangre que había salido de ella permanecía en silencio, se preguntaba por qué su bebé no lloraba, y a medida que pasaron los minutos ni el doctor ni la enfermera le traían a su bebé, empezó a preocuparse.
—Es una niña...—comentó la enfermera que sostenía el pequeño cuerpo.
—Y está muerta. —fueron las crudas palabras del doctor. La bebé no mostraba signos de vida.
—¿Qué sucede? —el sudor le impedía mantener los ojos abiertos, las luces de la habitación la mareaban y el no saber qué sucedía la estaba volviendo loca—Doctor, ¿qué tiene mi bebé?
Ninguno fue capaz de emitir una sola palabra. ¿Cómo decirle a la madre que su hija había nacido muerta? Las gotas de agua golpeaban las paredes y chorreaba por las ventanas, más allá del jardín se veía una gran sombra negra bajo un árbol afuera de la casa de la familia. Poco a poco se iba acercando a la casa aún bajo la tormenta. Ni los truenos ni los rayos le impedían su propósito.
Y como si de su vida dependiera, el pequeño cuerpo cubierto de sangre y arropado por unas sábanas que hace unos minutos estaba sin vida emitió un sollozo al tiempo que un rayo cayó en el patio de la casa de la familia Johnson. Seguido de eso la pequeña dio paso a un coro de llanto, el doctor se asustó, saliendo de un trance y se apartó rápidamente de la cama.
La enfermera que sostenía la bebé que estaba completamente segura hasta hace unos minutos estaba muerta gritó causando que la bebé llorara aún más, se acercó a la madre y le entregó la criatura bruscamente. El esposo entró en la habitación tras escuchar los gritos, asustado y aterrorizado creyendo lo peor se acercó a su esposa y al verle en brazos el pequeño cuerpo sintió alivió.
—Es una niña—sonrío su esposa y arrulló a la pequeña. Su esposo se acercó cauto y acarició la mejilla de su hija, con una gran sonrisa en el rostro y sus ojos inundados de lágrimas se dio la vuelta para agradecerle a las personas por su ayuda, pero lo que vio en la ventana de la habitación lo frenó y lo aterró a partes iguales.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo entero. La alta figura oscura del otro lado de la ventana miraba fijamente a su esposa, más precisamente a la recién nacida. Aquellos ojos rojos no despegaban la vista de las dos mujeres.
En un pestañeo el gran cuerpo estaba dentro de la habitación junto a la cama, se sentó a los pies y miraba fijamente a la esposa asustada que sostenía con temor a la bebé. Tratando de protegerla en sus brazos la arropó con la manta y la acunó escondiendo su pequeño rostro en su cuello. Por sus mejillas se deslizaron dos gruesas lagrimas a causa del temor y el dolor mismo.
—Mía...—susurraba tan bajo que era casi imposible oírle, repetía la frase una y otra y otra vez.
La enfermera yacía desmayada en una esquina y el doctor sostenía un crucifijo en sus manos mientras rezaba.
El padre con algo más que temor y valentía le preguntó: —¿Quién eres? ¿Qué quieres de nosotros?
La capa negra con capucha que mantenía su rostro oculto se deslizó y dejó ver el rostro pálido de un chico, se veía joven, su cabello estaba húmedo y escurrían pequeñas gotas y era tan negro como la noche, le tapaba la mayor parte del rostro, pero se podían ver sus ojos y una retorcida sonrisa en sus labios.
—Ella—su mirada fija en la bebé y con su dedo la señalaba, —es mía, me pertenece.
Un trueno estremeció las paredes de madera y luego de eso, se sumió en oscuridad total, un grito aterrador y gemidos de dolor se escucharon y luego todo quedó en silencio.
Las luces se encendieron nuevamente y luego, la escena más aterradora que hayan podido presenciar en su vida, la pareja casada observaba horrorizada las paredes de su habitación. Estas estaban bañadas en sangre, la sangre del doctor, su cuerpo sin vida permanecía en el suelo. En la pared había un mensaje escrito con la sangre de las víctimas:
Me pertenece, es mía.
Volveré por ella.
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