Me llamo Álex

Álex tenía un secreto. Y, como tal, no podía contárselo a nadie. O eso le habían dicho en el cole: que los secretos no se decían.

Pero lo cierto es que se moría de ganas de enseñárselo a su madre, de agarrarla de la mano y arrastrarla por el metro para llegar al parque. Le encantaba el parque, ¡era enorme! Estaba lleno de árboles, de zonas de juegos y puestos de helado. También había otras cosas chulas, como un palacio hecho de cristal en el que te morías de calor en verano y un enorme lago —estanque, se recordó, era un estanque— donde muchísima gente navegaba en canoas azules o daba de comer a los peces. Una vez vio un pato, pero se alejó nadando antes de que él pudiera preguntarle cómo se llamaba.

En el parque también podías ir en bici o en patinete, y en las zonas con sombra había gente que pintaba dibujos como los que hacía él en clase y los ponían sobre mantas en el suelo para que los demás los vieran. Otros tocaban música o hacían malabares o espectáculos y luego iban de persona en persona con un sombrero puesto del revés en la mano. También había una abuela que vendía juguetes y un hombre con una barba enorme y blanca que regalaba pulseras de colores a los niños. Él también tenía una, aunque casi nunca recordaba dónde la había guardado. Tampoco le importaba, pues su madre seguro que lo sabía. Su madre lo sabía todo.

Todo, excepto su secreto.

No recordaba muy bien cuándo había comenzado todo; en el cole todavía no le habían enseñado todos los meses del año. El resto de sus amigos se los sabían, claro. Pero él siempre había sido especial, tanto que tenía una profe para él solo y que lo ayudaba a que sus árboles no parecieran nubes al pintar. Se llamaba Lucía y la quería mucho; siempre le daba besos cada vez que la veía por las mañanas y ella lo abrazaba hasta levantarlo del suelo. Le gustaban sus abrazos, su risa y que siempre oliera a esas flores moradas que... ¿cómo se llamaban? ¿lavanda? Supuso que sí.

Pero Lucía tampoco sabía su secreto. Nadie lo hacía. Bueno, su periquito Blue sí, pero él no contaba porque no podía hablar. Por eso se lo había dicho.

Lo hizo un día mientras su madre le preparaba la merienda. Le contó, escondido tras el hueco del sofá y con la jaula en brazos, cómo desde hacía tiempo, cada vez que iba al parque, veía personitas pequeñas y de piel de colores escondiéndose tras los árboles y entre los arbustos. Unas tenían alas y volaban como en los dibujos de la tele. Otros tenían gorros de formas graciosas y ropa hecha de hojas. ¡Uno incluso tenía un calcetín morado como bufanda!

Los vio por primera vez un día que estaba jugando en los columpios. Estaba a punto de hacer que Barbie derrotara a Superman y lo hiciera caer del columpio cuando vio que alguien se acercaba a su monopatín amarillo. Era el primer niño que se le acercaba en todo el día así que, entusiasmado, se ajustó sus gafas redondas de color rojo y se dio la vuelta para preguntar si quería jugar.

El niño era bajito, mucho más que él. Tenía la piel verdosa, las orejas puntiagudas y un collar de plumas de colores alrededor del cuello. No llevaba camiseta ni zapatos.

A Álex le recordó a Peter Pan y le pareció el mejor disfraz del mundo.

—Hola —saludó con una sonrisa—. ¿Quieres jugar?

Le tendió a Superman, pero el niño retrocedió, asustado, y corrió a esconderse detrás de un árbol. Luego, asomó la nariz y se lo quedó mirando. Álex volvió a intentarlo y esta vez le ofreció a Barbie.

—Me llamo Álex. ¿Tú cómo te llamas? Podemos ser amigos, si quieres.

De nuevo, no obtuvo respuesta, y cuando quiso acercarse el niño desapareció de la nada. ¡Así, sin más! Sopló el viento y se convirtió en hojas.

—¡Fue increíble! —le dijo a Blue cuando se lo contó. Con cuidado, puso la jaula en el suelo y se puso en pie—. Hizo fuaah, y luego fiuu, y ¡zas! —Dio una palmada y abrió los brazos en cruz—. Se fue.

El periquito se encaramó a los barrotes y comenzó a seleccionar las semillas del comedero. Álex se acuclilló, apoyó las manos en las rodillas y lo observó. Cuando sonrió, sus ojos pequeños y rasgados se levantaron todavía más hacia arriba.

—Quiero volver a verlo —confesó, metiendo un dedo corto y regordete entre los barrotes para acariciarle la cabeza a su mascota. Luego, declaró resuelto—: Mañana lo buscaré en el parque.

Álex cumplió su promesa y, en cuanto su mamá y él llegaron a la zona de juegos al día siguiente, se zafó de su agarre y corrió hacia los árboles que había detrás de los columpios. Se quedó ahí toda la tarde, sentado en la arena y jugando solo con la pala y el cubo que había traído mientras esperaba. A su lado había otra pala, traída de su casa especialmente para el niño con disfraz de Peter Pan.

Sin embargo, las horas corrían y no venía nadie. El resto de niños pasaban por delante de él corriendo y riendo, persiguiéndose y jugando a la pelota. No le preguntaron si quería unirse a ellos, nunca lo hacían.

A él no le importaba; le gustaba jugar con la arena y con sus muñecos. No obstante, aquel día se sintió triste, pues de verdad que tenía muchas ganas de conocer al niño de piel verde y collar de plumas.

Y entonces, cuando el cielo se había puesto naranja y estaba a punto de irse a casa, lo volvió a ver. Se escondía de nuevo, esta vez entre unos arbustos que había cerca de los toboganes. Y, lo más genial de todo: otro niño muy parecido a él asomaba la cabeza justo debajo de la suya. ¿Serían hermanos? Álex se emocionó muchísimo y se acercó corriendo.

—¡Hola! —saludó, al igual que la otra vez, sonriendo de oreja a oreja.

El gesto hacía que sus ojos se convirtieran en pequeñas rendijas tras sus gafas redondas y que estas se le resbalaran por su nariz, pequeña y aplanada. Se las subió con la palma de la mano, sin soltar la bolsa de golosinas que estaba agarrando. Los miró a los dos una y otra vez, encantado por ver no uno, sino a dos Peter Pan. Él también quería disfrazarse.

—Me llamo Álex —volvió a presentarse.

Esta vez los niños no salieron corriendo. En cambio, intercambiaron una mirada nerviosa entre ellos y luego se susurraron un par de palabras rápidas que Álex no entendió pero que le hicieron gracia. Tenían la voz muy aguda.

Ante su risa, los dos niños volvieron a observarlo, todavía escondidos en los arbustos, y parpadearon varias veces. Le dijeron algo, pero no supo el qué.

—Me gustan vuestros disfraces —dijo él entonces, llevándose una chuche a la boca—. ¿Cómo os llamáis?

Sus nuevos amigos no contestaron. En cambio, se quedaron mirando con fijeza su bolsa de gominolas de colores, como si no comprendieran qué era eso que tenía las tonalidades del arcoíris ni por qué se lo estaba comiendo. Álex les tendió la bolsa.

—Son chuches —explicó y miró de forma fugaz hacia atrás, donde su madre estaba hablando por teléfono en el banco sin perderlo de vista—. Mamá me las ha comprado porque me he comido toda la merienda. ¿Queréis?

De nuevo, silencio y expresiones de duda. Tras unos segundos de temor, uno de ellos alargó la mano y, veloz como un gato, se hizo con la bolsa. Acto seguido, los dos desaparecieron.

Por un momento, Álex no supo qué había pasado y observó extrañado sus manos vacías. Cerca, un grupo de niños jugaban a pasarse un balón.

—¿Chicos? —preguntó, acercándose a los arbustos y comenzando a revolver sus ramas y hojas—. ¿Chicos? —repitió, y le tembló la voz. Se habían esfumado y además se habían llevado sus chuches. Eso no se hacía. ¿Acaso no eran amigos?

Su madre lo llamó entonces desde el otro lado del camino.

—¡Álex, cariño! ¡Nos vamos!

Con recelo, lanzó una última mirada a los arbustos, ahora vacíos y sin rastro de los dos niños con ropa de hojas. Cabizbajo, salió de la zona de césped, pasó por debajo de un tobogán y fue hasta su madre arrastrando los pies. Cuando ella le vio triste y le preguntó qué le pasaba, él murmuró:

—Creía que había hecho amigos.

Su madre no contestó enseguida, pero le cogió de la mano y comenzaron a caminar entre personas que corrían o paseaban a sus perros. Le sugirió hacer pizza para cenar y eso lo animó un poco. Era su comida favorita.

Y, entonces, cuando pasaban frente al estanque para poder regresar a casa, los volvió a ver. Estaban encaramados a un cubo de basura y agitaban los pies en el aire para mantener el equilibrio mientras rebuscaban entre los restos. Uno de ellos seguía con su bolsa de chuches, ahora casi vacía, en la mano y el otro sacó unas gafas de sol rotas. Ambos las estudiaron con ojo crítico y curioso, poniéndoselas del revés y pasándoselas de uno a otro.

Por segunda vez en el día, Álex salió corriendo hacia ellos.

—¡Oye! —exclamó, ignorando el grito confundido de su madre.

Los niños dieron un respingo asustado y uno, el que tenía sus golosinas, perdió el equilibrio y acabó dentro del cubo de basura. Del susto, el segundo abrió las manos y las gafas cayeron al suelo, llenándose de polvo y arena.

—¿Por qué siempre os escondéis? —preguntó cuando llegó hasta ellos. Se agachó, recogió las gafas y los miró herido y triste.

De nuevo, cuando hablaron, Álex no entendió nada. Se comunicaban a base de balbuceos inconexos y sin sentido a sus oídos. Quiso preguntarles qué estaban diciendo, pero antes de poder decir nada, su madre apareció junto a él.

—¿Por qué has salido corriendo así? —comenzó a regañarlo, sin percatarse en ningún momento de las pequeñas criaturas que estaban junto a él—. Sabes que este parque es muy grande y que no puedes separarte de mí. Podrías perderte o algo peor. ¿Me entiendes, Álex? No puedes separarte de mí.

—Pe-pero yo... —tartamudeó—. Ellos...

—Anda, vámonos. Se está haciendo tarde.

Con firmeza, lo asió de la mano, le quitó las gafas rotas y las tiró a la basura. Su brazo pasó entre ambos niños como si no estuvieran ahí y ellos se limitaban a mirarlo a él sin parpadear. Entonces, Álex lo comprendió. Su madre no los veía, y en cuanto estudió los alrededores se dio cuenta de que nadie más lo hacía. Solo él.

A partir de ese día se dedicó a confirmar su teoría. Ya no se acercaba a ellos, pues comprendió que eran tímidos y no quería que saliesen corriendo otra vez. Ahora, en vez de observar a los otros niños jugar entre ellos mientras él se mecía solo en los columpios, los estudiaba a ellos.

Pronto descubrió que había más como ellos pero que nadie más aparte de él parecía darse cuenta de su presencia y que solo los perros les ladraban de vez en cuando. Cuando eso pasaba a él le entraba la risa, pues en vez de verdes se ponían grises del susto, escalaban veloces un árbol como si fuesen ardillas y desde ahí le gritaban al perro en su idioma, enfadados.

Así, los veía corretear entre las personas, como niños perdidos, y recoger lo que en ese día encontraran más brillante o interesante. Gafas de sol, juguetes, carteras, ¡incluso zapatos! Nada escapaba de sus manos.

Un día, en el cole, Lucía y él leyeron un cuento de hadas y en él aparecían duendes. Los dibujos se asemejaban bastante a los niños del parque, así que Álex supuso que eran eso: duendes. Poco después también vio hadas. Eran muy bonitas y tenían el tamaño de una mariposa, vestían con colores brillantes y pétalos de flores u hojas de roble. Se encargaban de enseñarle a los duendes las cosas más extrañas del parque para que ellos las cogieran y se las llevaran a... La verdad es que no lo sabía.

Pero iba a averiguarlo.

De modo que una tarde, en verano, cuando faltaba poco para que el parque cerrara, se escabulló de la zona de juegos en un descuido de su madre y siguió a un duende que arrastraba un monopatín sin que él se diera cuenta. Caminaron durante largo rato, atravesaron una arboleda, bordearon el Palacio de Cristal y su pequeño estanque y acabaron, para su sorpresa, detrás de las enormes estatuas que había a un lado del estanque grande del parque.

Fascinado, vio que no eran los únicos que habían llegado y que al menos una docena de duendes y hadas se acercaban poco a poco al mismo sitio, todos cargados con distintos objetos. ¿Qué hacían todos allí? Álex no lo entendía, pero no se atrevió a hablar por miedo a que salieran corriendo. En cambio, se escondió detrás de una estatua y asomó la nariz para no perderse ningún detalle de lo que pasaba frente a sus ojos.

Mientras tanto, sin que él se diera cuenta, el sol terminaba de ponerse. Los tonos anaranjados del atardecer pronto fueron sustituidos por violetas, azules y, por último, grises. Las sombras se iban apoderando del parque, los grillos surgían de sus escondites en el césped y las personas iban desapareciendo entre risas, despedidas y promesas de verse al día siguiente, desocupando las zonas concurridas y dejando paso al silencio, a la noche, al calor nocturno del verano, pero, sobre todo, a lo mágico.

Una a una, las farolas regresaron a la vida con parpadeos trémulos y, junto a ellas, cientos de luciérnagas salían de entre la hierba y comenzaban a sobrevolar el estanque y los alrededores como puntitos de luz que flotaban en el aire. Los peces chapoteaban en el agua y las conversaciones de los duendes se hicieron cada vez más audibles; un parloteo animado y entusiasmado que recordaba a un entrechocar de muchas piedrecitas. Las hadas también participaban en la conversación, yendo de aquí para allá entre estelas de luz y aroma a flores, transportando consigo el verdadero olor del verano.

La noche, mientras tanto, seguía avanzando. Llegó la hora de que se cerraran las puertas del parque, pero Álex no se dio cuenta de lo mucho que había oscurecido, ni de que ya no había nadie alrededor. Tampoco se percató de las sirenas de los coches de policía que se escucharon en un momento dado ni de las voces que de vez en cuando arrastraba el viento, llamándolo. Para él, lo único que existía era la fiesta que se estaba dando en el estanque, los duendes que bailaban y hacían cabriolas a sus orillas, como si saltar, reír y brincar fuese lo único importante en esos momentos.

Entonces, de la nada, las estatuas cobraron vida.

Ante los ojos perplejos y fascinados de Álex, el pelaje de los leones de las escaleras dejó de ser de piedra para convertirse en la espesa melena que había visto tantas veces en la tele. Los vio bostezar, perezosos, y estirarse a gusto como gatos gigantes antes de bajar los escalones con parsimonia y acercarse al estanque a beber. Los duendes los rodearon sin temor y uno incluso se subió al lomo del que tenía más cerca con una risa que parecían campanillas.

Al mismo tiempo, las cuatro sirenas de los pedestales también cobraron vida para zambullirse con elegancia en el agua. Cuando regresaron a la superficie, su pelo parecía brillar a la luz de la luna, las luciérnagas y las farolas. Las hadas no perdieron el tiempo en acercarse a ellas para comenzar a hacerles trenzas y peinados y una de ellas acarició el hocico de uno de los leones, que ronroneó a gusto. Del mismo modo comenzaron a moverse el resto de las estatuas, ¡incluso el caballo que había en lo alto relinchó y bajó de su sitio con un salto!

Pronto, el estanque se llenó de risas, de conversaciones carentes de palabras y de juegos. Los duendes lanzaban al agua todo lo que habían recogido durante el día y las sirenas se encargaban de revisarlo, curiosas y codiciosas. Lo que les gustaba se lo quedaban, lo que no, lo lanzaban al fondo del estanque para que los peces se entretuvieran con ello. Así, por sus manos circularon juguetes, zapatos, teléfonos móviles, cámaras de fotos y riñoneras. Dos duendes arrastraron tras de sí una silla y el jinete del caballo aprovechó para sentarse en ella.

En algún momento habían encendido una radio vieja que los duendes se pasaban de mano en mano, cambiando de canal cada dos por tres. De las noticias pasaron a una canción de ópera, luego a un partido de fútbol, después a pura estática y de ahí regresaron a un canal de música. Nadie ni nada se estaba quieto o inmóvil y Álex tenía miedo de parpadear, moverse o incluso respirar demasiado fuerte y hacer que todo aquello desapareciera.

No se preguntó cómo lo que estaba viendo era posible, tampoco si era real. Lo único que sabía era que no quería irse de ahí y que esa noche no acabara nunca. Tal vez, si iba muy muy despacito, le dejarían acercarse a ellos, sentarse a los bordes del estanque y escuchar esas historias que no entendía pero que seguro que eran interesantes.

Sin embargo, no pudo llegar a dar ni siquiera un paso, pues un grito cercano resonó por todo el parque y cortó de raíz toda música, risa o conversación que se sucedía ante sus ojos.

—¡Álex! —Era el grito de su madre, preocupado y horrorizado—. ¡¿Álex, dónde estás?! ¡Álex!

Como si le hubiesen echado un cubo de agua fría encima, Álex se congeló en el sitio, sin saber qué hacer ni cómo reaccionar. Su madre se escuchaba aterrada, y el miedo lo invadió también a él con una oleada de pánico que le llenó los ojos de lágrimas. ¿Por qué estaba solo? ¿Cuándo se había puesto todo tan oscuro?

Quiso llamar a su madre para que viniera a buscarlo, que lo envolviera en sus brazos y lo llenara de besos. Sin embargo, la palabra que salió de sus labios no fue "mamá", sino otra:

—¡No! —gritó, viendo cómo de pronto todas las criaturas mágicas del estanque se alteraban y corrían a su sitio en el monumento.

Los duendes se dispersaron entre las sombras de los árboles como fantasmas y las hadas alzaron el vuelo hasta que su resplandor se confundió con las estrellas. Casi todos los objetos acabaron desperdigados en el suelo sin orden ni sentido, en medio de un caos asustado. La radio acabó hundida en el agua y soltó un aterrador sonido de ruido ahogándose. Soltó un chispazo y esa zona del estanque se iluminó por un segundo de electricidad.

—¡No! —repitió cuando los leones y las sirenas regresaban con prisa a sus pedestales. Salió de su escondite y corrió hacia ellos—. ¡No! ¡No os vayáis!

Triste, y con las lágrimas empapando sus mejillas y la nariz moqueando, se dejó caer a los pies de un león medio segundo después de que él volviera a convertirse en piedra. Se abrazó a su cuello, desesperado, y todavía tuvo tiempo de sentir su calor antes de que este también desapareciera bajo el hechizo de la piedra. En algún lugar, la voz de su madre seguía llamándolo, angustiada, pero él no hizo caso.

—No, por favor —farfulló, dejándose caer en la escalinata, a los pies del león recién convertido en estatua—. Me llamo Álex. Quiero ser vuestro amigo. Puedo... —Se llevó las manos a los ojos para intentar limpiarse las lágrimas y se manchó las gafas. Se sorbió los mocos—. Puedo traeros cosas, como los duendes. Me... Me disfrazaré y seré uno de ellos. En mi casa... En mi casa tengo un montón de juguetes. Y puzles. También tengo puzles. Uno es de Bob Esponja. Podemos hacerlo juntos. Por favor... —Volvió a sollozar y se llevó las rodillas al pecho—. ¿No podemos ser amigos? Ya no quiero jugar solo. Puedo... Puedo aprender lo que decís. Y... Y...

No supo qué más decir, ni qué argumentos más dar para que las estatuas regresaran a la vida y lo dejaran unirse a su fiesta. Pero ninguna sirena volvió a zambullirse en el agua y ningún león volvió a dejar que el viento le revolviera la melena. Así que se quedó ahí, sentado entre las patas de uno de los felinos y sollozando sin parar, sintiéndose más solo que nunca y preguntándose una y otra vez por qué era tan diferente que ningún niño quería jugar con él por más de cinco minutos.

En el cole, si la profe no les decía que estuvieran con él, nadie se le acercaba. Y en el parque ni siquiera lo miraban. Nunca había ido a ningún cumple ni había dormido en la casa de ningún niño. Él también quería jugar a la pelota con todos, jugar al pilla-pilla o al escondite y hablar de los dibujos que echaban en la tele.

Cuando descubrió a los duendes, se sintió feliz y especial. Lo convirtió en su secreto y esperó impaciente a poder hacerlos sus amigos y encontrarse con ellos todas las tardes en el parque. Él también se vestiría con hojas, se pintaría la cara de verde y marrón y correría descalzo. Los ayudaría a recolectar tesoros y aprendería a escalar los árboles. ¡Iba a ser fantástico! Y, sin embargo, ahí estaba, solo, como siempre, preguntándose una y otra vez por qué, por qué él.

¿Qué había de malo en ser diferente? Álex no lo comprendía, no sabía qué era lo que había hecho mal. Su mamá y la profe Lucía le decían una y otra vez que era especial. ¿Le habían mentido?

No. Su madre nunca le mentiría; en su casa las mentiras estaban prohibidas.
Entonces... ¿por qué estaba siempre solo? ¿Por qué los duendes no querían ser sus amigos? ¿Es que no eran reales, como los leones junto a los que estaba? No supo qué pensar sobre eso, y lo encontraron antes de que pudiera decidir si todo lo que había visto aquellas semanas era verdad o no.

Estremeciéndose en llanto, se abalanzó sobre su madre en cuanto la vio aparecer a los pies de la escalinata. Ella también estaba llorando y, temblando, lo llenó de besos mientras le preguntaba sin parar si estaba bien, si se había hecho daño o si había seguido a alguien hasta ahí.

—No lo sé —farfulló, aferrado a su camisa. Ya no sabía si se lo había inventado todo o si de verdad las sirenas habían cobrado vida y los duendes buscaban en la basura. A su alrededor había un montón de trastos desperdigados a las orillas del estanque, pero no tenía ni idea de si era real o no.

Le hicieron más preguntas, pero él estaba demasiado cansado y triste para contestarlas. Al final, se fueron a casa y, tras un vaso de leche caliente y un beso de buenas noches, se metió en la cama. Su madre durmió con él, abrazándolo con fuerza, y acabó soñando de nuevo con hadas, sirenas y un estanque repleto de tesoros.

Dos días después regresaron al parque, en cuanto aparecieron en las noticias que iban a vaciar el lago. De algún modo, supo que tenía que ir, que esa era la única forma de saber si todo había sido real. Tuvo que suplicarle a su madre para convencerla y le prometió mil veces que jamás volvería a separarse de su lado.

Al final, lo consiguió y, juntos, agarrados de la mano, regresaron al parque, al estanque donde él se había perdido y que ahora estaban vaciando.

Cuando llegó, se quedó inmóvil.

Tesoros. Cientos y cientos de tesoros en forma de juguetes, barcas, zapatos y gafas de sol rotas. Todos murmuraban asombrados y se preguntaban cómo había acabado todo eso ahí.

Los mayores lo llamaban trastos, basura. Culpaban a los jóvenes y a los borrachos de causar destrozos.

Pero Álex sabía la verdad. No era basura, eran tesoros recogidos por duendes y hadas día tras día para que luego, por la noche, pudieran divertirse, cantar y jugar en el estanque hasta el amanecer con las sirenas y los leones.

Sonrió. ¡Todo había sido verdad! ¡Existían!
Feliz, dejó de prestarle atención al estanque y le pidió a su madre que le comprara una bolsa de chuches. Se comió la mitad y la otra mitad la dejó debajo del arbusto donde se había encontrado a los primeros duendes. Y cuando su madre le preguntó por qué lo había hecho, contestó:

—Es un secreto.

No dijo nada más ni dio más explicaciones cuando, a partir del día siguiente, siempre dejaba en el mismo lugar algún juguete que ya no usaba o que se encontraba en el arenero. No volvió a intentar hablar con los duendes, pero los seguía viendo y de vez en cuando, como regalo, encontraba bajo los arbustos un collar de plumas, unos pétalos de flores o un zapato. Entonces sonreía, porque sabía que el regalo les había gustado y que, en cierto modo, sí que eran amigos.
A veces su madre preguntaba que de dónde sacaba esas cosas, pero él negaba, feliz y sintiéndose especial. Porque él tenía amigos secretos y no podía contárselo a nadie; después de todo, en el cole le habían dicho que los secretos no se decían.

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