CAPITULO 5

PAOLA

La gruesa y no quiero decir, porque sería de mi parte muy descortés, destartalada y algo oxidada escalera al acercarla a la avioneta que viajé, cruje con la ayuda de unos agradables pobladores Bombalí, que sonrientes sobre sus típicas vestimentas en color caqui, me reciben y me dan la bienvenida como a otros, mientras procuro bajar con mi bolso y valija.

Un caluroso viento que para mí es muy veraniego, pero para otros dos pasajeros que viajaron conmigo no y se quejan de ello, me atrapa y causa que trague algo de tierra ya pisando el suelo.

Uno como el mismo que degusté, porque todo lo que veo es eso como paisaje.

Tierra y a lo lejos y distancia, lo que haría de un mini salón de recibimiento de este improvisado aeropuerto en este poblado.

Una pequeña construcción un poco pobre a la vista que al llegar, solo consiste en un par de mesas con sillas con el logo de una bebida algo borrada por su uso y tiempo, como el viejo y raído mostrador, cual el hombre vestido con túnica o más bien thobe que atiende tras ella con una prominente y poco cuidada barba bajo su keffiyeh, intenta luchar con las moscas y no dormitar en el intento.

Sonrío, dejando mi bolso en el piso.

Si.

Pongo mis manos en la cintura muy feliz, sin dejar de mirar todo.

Muy pintoresco y bonito todo.

Podría haber hecho mi vuelo a África con mi último destino antes de Kabala a través del aeropuerto internacional de Freetown-Lungi en el pueblo costero de Lungui, pero llegar antes y disfrutar de esta nueva aventura para mí, me tentó a hacerlo en Makeni, pueblo a unos 130km de Kabala, siendo la más grande y más poblada ciudad, en la provincia del norte de Sierra Leona.

Pero descubriendo que con mi odisea, cuando procuro entablar conversación con los aldeanos.

Rayos.

Que no existe parada de taxis, ni bus o nada parecido.

Que para obtener algo así y mediante un contacto previo, se alquila uno con tiempo.

Pero bebiendo agua fresca de una botella que le compré al señor de la prominente barba y sentada sobre mi bolso, mientras procuro apantallarme por algo de aire con el mapa en una sombra de un único arbolito en este casi desierto.

Se me acerca otro poblador.

No comprendo lo que me dice en su idioma natal, pero sus ademanes me sugieren que lo siga hasta llegar a lo que parece tras un buen kilómetro de caminata, su lugar de trabajo.

Un humilde lugar que se dedica por las herramientas al aire libre que veo, más docena de viejas ruedas de auxilio apiladas una sobre otras, algo así como un taller mecánico y cual, sobre un lado, donde un viejo coche cubierto de tierra descansa.

Hay dos mulas atadas al segundo arbolito que veo desde que llegué.

Creo que me quiere ayudar al verme vestida de novicia y con mi viaje de 130km hasta Kabala, porque me señala mi mapa y el animal.

No puedo oír bien lo que me dice, por el abrupto levantamiento de tierra que se origina, propia de la naturaleza del viento africano y el ensordecedor sonido de unos camiones militares pasando a la distancia uno detrás del otro.

No distingo bien, ya que mi toca de novicia está sobe mi rostro por causa del viento, pero noto al hacerlo a un lado, como el convoy militar en sus siempre colores verdes se aleja y con ello, lo que la familia de este hombre de tribu Mandingo, que se escondieron, ahora salen al notar que ya no están.

Causando que recuerde para que vine y estoy aquí, en este lugar o más bien, continente con constante enfrentamientos de guerra civiles.

Los señalo con mi pulgar hacia abajo.

- ¿Son malos? - Elevo el mismo. - ¿O son buenos? - Le pregunto.

Comprende e imita con su pulgar hacia arriba, pero sus viejos ojos oscuros me dicen junto a los niños que se acercan a su padre para abrazar sus piernas, que viven igual en un miedo insipiente.

Y suspiro triste, mientra hurgo el interior de mi bolso buscando dulces que compré para mí, entregando las golosinas a sus niños que felices los reciben y se me amontonan a mi alrededor, al ver ese tesoro de azúcar americana que no tienen posibilidades de probar.

Miro nuevamente todo lo que me rodea.

Pueblo de escasos habitantes construyendo sobre lo derrumbado por sobre algún ataque pasado seguro.

Mucha pobreza en las viviendas como en cada habitante y procurando sobrevivir con lo poco que les quedó, bajo sus miedos en lo que es el conflicto en Sierra Leona.

Militares y mismo gobierno contra ellos mismos.

Suspiro triste, pero no me amedranto y decidida miro uno de los burritos, mientras busco en mi libretita de idiomas como decirle, cuánto por uno.

Pero lo veo tan flaco tanto a uno como el otro, que presiento que los 130km hasta Kabala, lo voy a tener que ayudar yo al pobre animal que él a mí, cargando mi equipaje.

Y suspiro riendo ante esa idea mirando todo, pero más hacia su taller mecánico y algo entre el viejo coche y una lona harapienta llama mi atención donde uno de sus niños comen con ganas los dulces que le di, provocando que camine a esa dirección.

Pidiendo permiso con una reverencia lo hago a un lado y mis ojos al ver lo que sospechaba, se iluminan.

Una hermosa, vieja como el mismo Matusalén, llena de tierra y vaya a saber que más, bonita motoneta que parece azul, sin una rueda, el asiento roto, pero con motor me enamora.

La indico emocionada una y otra vez sobre mi lugar.

- ¿Cuánto? ¿Cuánto? - Porque la quiero.

Y el poblador tomando una llave inglesa y una caja de lata llena de herramientas.

Me sonríe, mientras aplaudo feliz...

BORGES

El bostezo de uno de mis soldados en el compartimiento trasero, me hace sonreír dentro de mi tristeza, sin dejar mantener mi vista al frente del camión militar que manejo y cual encabezo en la caravana con dirección al sur de Sierra Leona.

A Sumbaria, donde levantamos campamento y parte del pelotón quedará, mientras el resto de la compañía y yo regresamos a la base, donde el Teniente Elías me espera.

Luto y nuestra bandera a media asta por la baja.

La pérdida.

Mi pérdida, de alguien que amé y admiré como pocos.

El General Mirko Rosemberg.

No sobrevivió a la emboscada del pueblo Fulais y luché con la depresión por su partida, porque para muchos fue como un padre y para mí, lo más cercano a un hermano.

Un hermano mayor, que no solo me enseñó lo que soy.

También, los secretos de una hermandad.

Su hermandad.

Una, que junto al Teniente debo guardar y contiene la sangre de la África misma, porque recorre cada arteria de este continente, tan antiguo y milenario como su historia tal y por ahora, solo recae sin saberlo tras su diagnóstico poco favorecedor, aunque en progreso su recuperación al despertar milagrosamente de su coma semanas atrás.

En Camilo sin saberlo.

Sin recordar nada por ahora y su Ur'aelaa (mayor) nos de la señal que ya es hora.

Atravesando un pequeño poblado, nos recibe una oleada suave de viento de arena y me aferro mejor al volante por el sinuoso camino de tierra, causando que maniobre brusco al igual que el convoy militar que me sigue y por los motores rugiendo, que la gente al notarnos e inclusive la vieja gomería kilómetro a distancia y más de una vez, acudimos a su ayuda por un desperfecto, tanto el dueño con lo que parece en compañía de una monja y sobre el viento arenoso que los taca también, miren a nuestra dirección.

Ella no lo sé, pero si el resto y hasta el mismo dueño que por más que somos los buenos, siempre ese cierto pánico al miedo latente, ya que si estamos, es porque nada bueno a los alrededores por subversivos acechando.

No me sorprende ver una hermana, porque muchas misioneras cristianas hay al igual que párrocos y como fin, ayudar a los residentes donde los envían su congregación.

Pero me trae el vago recuerdo mientras observo por el espejo retrovisor y me alejo, que la monjita caminando a un lado del taller mecánico por algo, copa mi mente rememorando ese pueblo a kilómetros de mis vacaciones de la playa y con un compañero ayudamos a las hermanas del convento.

Y con ello miro el cielo despejado, donde el sol como péndulo, cuelga e ilumina este.

Carajo.

A Perlita...

PAOLA

No fue un hotel cinco estrellas como tampoco, la comida digna de un restaurant con sus tres Michelin.

Pero la humilde hospitalidad que me ofreció el señor del taller mecánico junto a su esposa por acercarse la noche y darle tiempo de arreglar la motoneta que le compré para poder partir al día siguiente, sumando el plato de buena comida que me dieron y me hacía falta con una acogedora manta y lugar para pasar la noche en la habitación de su más de media docena de hijos, me encantó.

Y más a temprana hora de la mañana sobre el canto de un gallo vecino anunciándolo, al lado del hombre como su familia, todos festejamos el ronquido del motor de mi nueva adquisición sonando por estar a punto.

Si.

Mi moto con cada acelerada que le daba regulando, verificando sus frenos como rueda trasera recién puesta.

Y feliz até como pude en una caja que me pusieron en la parte trasera, para poder poner mis pertenencias.

Les agradecí por todo, siendo una linda mezcla el idioma de ambos y más, cuando me regaló el combustible para no quedarme a medio camino.

Y casi lloro de la emoción, cuando unos de sus niñitos entre tímido pero una gran sonrisa me acercó un casco para que me lo ponga.

La correa estaba rota, algo viejo, pero de un color negro tan lindo que lo amé.

Y limpiando con mi puño una parte por la tierra acumulada por su poco uso, saqué lo que para mí le hacía falta, asombrando a todos sus hijos.

Una planchita de stickers.

Los de Pucca que mi amiga me regaló para un cumpleaños años atrás y aún, mantenía conmigo al igual que mi cuaderno de anotaciones.

Y pegué de cada lado este personaje que había convertido en mi favorita, dejando muy bonito el casco, haciendo que hasta sus padres sonrían.

No había usado muchos, solo para ocasiones especiales y en vez de guardarlo en mi bolsa, se los extendí a los niños señalando los vidrios de la humilde casita como mi diario íntimo.

- En las ventanas como cuadernos, quedan muy bonitos. - Les dije en mi idioma, pero comprendieron, ya que una alegre disputa y como si fuera un gran tesoro para ellos, comenzaron a despegarlos y correr casa dentro.

Y con ello, sobre otro enorme agradecimiento a sus padres montándome en mi motoneta y asegurando mejor mi casco ya puesto, mi primer acelerada por el irregular camino de tierra.

Me dirigí con mapa en un bolsillo a los 130km de viaje, hasta llegar a mi destino.

Kabala.

Y donde me aguarda en ese lugar, la ONG en cual estoy como misionera y ayuda a un cuerpo médico con misma misión.

Establecernos y ayudar en el poblado que nos designen.

Sonrío muy feliz acelerando más y elevando mi rostro para que el sol me bañe con su plenitud y disfrutar del cielo despejado.

Al igual que mi índice frente a mí y sin dejar de manejar, bajo la explosión del escape por la fuerza.

- Cada paso que he dado, es porque amo esto y para acercarme a ti... - Le juro al aire y a él con lo que nunca me falta.

Esperanza.

Uno, que a lo mejor en alguna parte Juan, lo comparte como yo...


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