Capítulo 8 | Parte 1.
Capítulo 8.
Mientras el doctor Del Valle hacía su trabajo en la habitación del señor Olmeda, yo me encontraba en el pasillo, cerca del cuarto.
Saqué el teléfono del bolsillo de mi uniforme azul para comunicarme con mi madre. Seguía en horas de prácticas, así que quería hacerlo rápido para tratar de pasar desapercibida.
—Hola, cariño —se escuchaba tranquila—. Todo está bien y en orden. De hecho, ya estoy en casa.
—¿Tan pronto? —observé mi reloj de Hello Kitty.
«Cierto, el tiempo pasaba volando».
—Hija —se consternó—, estuve desde muy temprano en la mañana y ya son casi la 1:00 de la tarde.
—Sí, tienes razón. Es que el tiempo hoy se fue volando. ¿Qué te ha dicho el médico? ¿Fue amable? ¿Te tratará pronto? Cuéntame con detalles, mamá. Con cada detalle. Por eso quería ir hoy. Era muy importante para mí también.
«En momentos así, yo parecía su madre en vez de su hija».
—Todo está bien, Alysha. Tampoco es para tanto.
«¿Qué no era para tanto? ¡Claro que lo era, madre!».
—Me programó la cirugía para el viernes —continuó explicándome—. El médico dice que no podemos dejar pasar más tiempo y que mientras más rápido esté fuera de peligro, mucho mejor.
—¿Este viernes? ¿En serio, mamá? —pregunté con suma emoción.
—¡Sí, cariño! Así que no tienes que faltar a tus prácticas, porque me operarán en el hospital donde haces tú internado.
«Bueno, eso era casi obvio, ya que era el hospital principal del área».
—Sí, estaba casi segura de que así sería. De igual forma, estaré allí y no me moveré hasta que salgas.
—Es una cirugía ambulatoria, hija. Eso significa que...
—Ya sé lo que significa, mamá —la interrumpí y puse los ojos en blanco—. Como quiera estaré al pendiente.
Un ser querido o cercano nunca entendería que uno podría trabajar en muchos casos clínicos, pero cuando se trataba de un familiar que amabas, simplemente, te convertías en un ser humano más receptivo que cualquier otro individuo.
—Hablamos en casa, hija. Yo estoy tranquila. ¿Tú lo estás? —me preguntó en un tono firme y positivo.
—Lo estoy —se me formó un nudo en la garganta, pero intenté proseguir—. ¿Mamá? —mi voz era casi un susurro.
—¿Sí, hija?
—Estoy orgullosa de ti —le dije mientras una pequeña lágrima bajaba sobre mi mejilla.
—Y yo de ti, cariño. Eres una hija grandiosa. Serás una médica maravillosa y de buen corazón. No lo dudes. No te rindas aún cuando tu día haya sido una mierda.
Sonreí y con la mano desocupada sequé mis lágrimas.
—¿Aún cuando apeste a orines de un viejo verde? —bromeo con ella mientras calmo mis sentimientos.
Se rio a carcajadas al otro lado del teléfono. Sin embargo, en ese mismo momento, vi a Damián salir de la habitación del señor Olmeda. Venía hacia mi dirección con expresión acusatoria.
—Mamá, tengo que dejarte —le di un beso desde el teléfono para que lo escuchara y luego colgué la llamada de inmediato.
—Se supone que en horas de prácticas y rondas no se utilice el teléfono, Nere —me riñó, tratando de ser convincente.
—Era una llamada importante —le informé, mientras que él me miraba con fastidio—. No me mires así. Yo no tuve la culpa de que el señor Olmeda se escapara de su habitación. Aun así, ayudé con su búsqueda y todo fue un éxito.
—¿Todo fue un éxito? —se rio como si estuviera nervioso. Su voz sonaba a puro sarcasmo—. Seguro que para ti ha sido un éxito que ambos estemos orinados por un vejestorio —se cruzó de brazos.
—¡Claro que no! —exclamé consternada—. Bueno, encontramos al paciente y lo volvimos a llevar a su habitación. Pero si por mí fuera, hubiese preferido que nadie se enterara.
—A eso quería llegar... —puso una mano en la cintura con expresión de macho alfa—. Quiero que no le digas nada a la novata, a la interna Gloria Moreno... —confesó, aunque se veía intranquilo y ofendido.
—¿Tú quién crees que soy, Damián? Desde el principio le di la bienvenida a tu amistad porque me caes bien. ¿Crees que soy una parlanchina? Eres un imbécil si piensas realmente que Gloria y yo somos así.
—También aprecio tu amistad, Nere —miró en todas las direcciones posibles, antes de continuar con su sermón—. Yo... Bueno, yo he sido estricto con la novata y esa imagen tiene que resguardarse. No quiero que ningún interno, y mucho menos esa mujer, venga a querer humillarme por apestar a la orina del que podría ser mi abuelo.
—Tú también fuiste un interno. No entiendo cuál es tu problema —me crucé de brazos, mirándolo con más curiosidad y con una sonrisa—. Pienso que tienes problemas psicológicos de inferioridad. ¿Verdad?
—¿¡Qué!? —abrió la boca sorprendido, pensando qué diría—. Yo no... Yo no tengo complejos de...
—No te preocupes —me reí y le di una palmada en el hombro—. Sé que eres un buen muchacho.
—"¿Muchacho?" —su expresión sarcástica era exagerada.
—Bueno, sí. Verás, ahora entiendo lo que tuviste que vivir de interno. La verdad es que no puedo imaginarme cómo debieron tratarte los que fueron residentes en ese momento. Pero ¿sabes? Ahora es peor.
Su cara pasó de la expresión sarcástica a una más petrificada.
—No entiendo cuál es el problema de algunos residentes y superiores aquí. ¿Qué? ¿No dirás nada? Sé que me das la razón, aunque no lo admitas. ¿Desde cuándo un médico de alto rango o prestigio debe creerse más que los otros?
Damián me hacía un tipo de expresión muy rara.
—¡Qué se jodan, Damián! Les demostraré que...
Escucho que alguien a mis espaldas carraspea, pero cuando me giro para ver de quien se trataba, casi me da un ataque de convulsión.
El doctor Adrián Wayne Milán nos observaba con suma seriedad.
—Doctor Del Valle, el urólogo ha llegado. Necesito que se quede con él. Por favor, llame al cirujano de residencia. Será bueno para él estar de asistencia también —le informó con suma profesionalidad.
«Estaba fastidiada, y lo peor de todo era que aún apestaba a la orina del señor Olmeda».
Estaba a punto de irme para que continuaran hablando.
—Permiso... —tartamudeé—. Yo me retiro.
—No. Usted debe acompañarme —recalcó con firmeza.
«Mierda, me regañará».
Damián se quedó petrificado cuando el doctor Wayne Milán me dijo que debía acompañarlo. Seguramente, él también sabía que me regañaría.
Asentí con humildad y comencé a seguirlo. El doctor Wayne Milán iba delante de mí con las manos puestas en los bolsillos de su bata blanca. Estaba como siempre, totalmente impecable. Todo en él siempre estaba bien y en su lugar.
Mientras yo caminaba a pasos calmados detrás de él, pude observarlo aún más. Podía ver sus pantalones negros de vestir, sus zapatos carísimos de cuero. Su bata estaba abierta, pero justo a la medida, totalmente perfecta y planchadita. Su cabello estaba completamente seco, peinado hacia un lado con algunos mechones lacios que estorbaban su frente.
«¿Nere, por qué le das un repaso a la persona que quizá te sancionará? ¡Debo ser racional, por Dios!»
Terminamos de cruzar el pasillo principal del piso de cirugía y se detuvo en una puerta.
Al abrirla, me di cuenta de que era una lujosa oficina. Podía observar lo organizada y equipada que estaba. Era un consultorio de guardia. Tenía un escritorio de aluminio color gris y azul. Sobre este había un ordenador portátil, un teléfono de recepción, tomografías, análisis, y algunos libros investigativos de virología.
«¿Un cirujano con un libro de virología?»
Al lado de su escritorio de guardia tenía una estantería llena de libros de cirugía, anatomía, fisiología, histología, microbiología, y muchos más de virología.
«Interesante, un hombre muy brillante y amante de la ciencia».
«Un momento...»
Al observar la cuarta columna de la estantería, me di cuenta de que tenía algunos libros de literatura clásica. Tenía varios de "Shakespeare"; "Hamlet", "Julio Cesar", "Romeo y Julieta", "El Rey Lear", entre otros de ese estilo.
Era raro poder apreciar esto de un hombre joven. Muy raro...
«Nere, no eras nadie para cuestionar lo que hiciera o dejara de hacer este espécimen».
—¿Le gustan? —preguntó con curiosidad.
«Jamás he leído ninguno de estos, excepto "Romeo y Julieta"».
—Debo deducir que nunca los ha leído —vuelve a comentar al sonreír dulcemente.
«Dios».
—Solo Romeo & Julieta, pero fue hace mucho —le respondí mientras seguía recorriendo mi vista y rozando los dedos por sus libros.
—Son excelentes. Por favor, jovencita, siéntese.
«Lo sabía. Me regañaría. Vaya día...».
Me senté en una de las sillas de los pacientes y visitantes, mientras vi que abrió la puerta trasera de la oficina.
«Debe ser el baño o un cuarto de descanso», pensé al instante.
Cuando vuelve, trae un uniforme azul doblado en sus manos. Lo coloca sobre el escritorio, acercándolo a mí.
—No sé exactamente su talla, jovencita —me comentó con una expresión preocupada—. Ordené a una de mis enfermeras que me enviara lo más... convincente. A veces, no escuchan cuando les pido una orden clara —termina de explicarse mientras se sienta junto a su escritorio con elegancia.
«¿Estaba explicándome el por qué me trajo un uniforme limpio?».
—Yo... Yo... ¿Es para mí? —le pregunté muy nerviosa.
Asintió lentamente mientras recostaba la espalda sobre su asiento, sin dejar de mirarme a los ojos. Mis mejillas estaban calientes.
«Maldita sea, ¿acaso le causaba lástima?».
—Yo se lo agradezco más, jovencita —sonríe.
—¿A mí? ¿Por qué? —pregunté con cierta sorpresa.
—Por aceptar ese uniforme limpio que le ofrecí y por haberme hecho reír —confesó al morderse el labio inferior levemente.
«Por favor, que deje de hacerlo».
—¿Qué? ¿Por hacerlo reír? —subí el tono de voz con carácter.
Asintió sin preocupación.
—Seré doctora. No una payasa de circo, doctor Wayne —le recalqué.
—Nadie ha dicho que es o que será eso —endereza su postura con suma elegancia, poniendo las manos sobre el escritorio de manera profesional y sin dejar de sonreír con una pizca de malicia.
—¿Se puede saber qué le hace tanta gracia?
Pensó en su respuesta.
—Simplemente, usted.
—No puede decir esas cosas.
—Mientras le guste, puedo decir "cosas" —espetó, observando con detenimiento mi reacción.
—¿Por qué me ayuda?
—Porque quiero ayudarla. Soy un compañero de trabajo —cruzó sus preciosas manos, seguro de sí mismo.
—Y el mejor amigo de mi novio —le recordé.
Se levanta del asiento, dándome la espalda.
—Lo sé, jovencita —suspiró—. Solo quiero ser un amigo más para usted. Me doy cuenta de que tiene una imagen distorsionada sobre mi persona.
«¿Yo? La única distorsión que me causas son pensamientos impuros».
«No puedo ser amiga de este hombre».
—Eso debió pensarlo antes, ¿no?
Se giró para mirarme nuevamente, consternado.
—Digo, desde el momento que supo de mi existencia —insistí.
—Piensa que yo sabía lo suyo y de Jesse... —rozó su mano derecha por la frente mientras un mechón de pelo lacio le recorría la sien.
«¿Estaba angustiado?».
—Así es. No soy tonta.
—No lo sabía. ¿Debo pagar por eso? ¿Usted cree que es justo? —preguntó muy serio, mirándome con esos ojos verdes tan llamativos.
—No es mi culpa —le contesté.
—Tampoco es mía, jovencita —recalcó.
—¿Y a qué viene todo esto? —me levanté de la silla para enfrentarlo mejor.
—Ya le dije. Quiero ser su amigo. No es culpa mía el no saber ciertas cosas que me estoy cuestionando.
—¿Usted sabe lo que está haciendo, doctor Wayne? —le pregunté sorprendida y ruborizada.
Se acercó un poco más y pude percibir su aroma a limpio y perfume caro. Me estaba mirando desde su altura, pero tuve que elevar un poco la cabeza para observarlo directamente.
—No con exactitud, pero tampoco quiero dejar de hacerlo —sujetó mi mano derecha, sin dejar de mirarme a los ojos.
«Dios, que boca tan tentadora. Quizá, por eso era un ángel caído del cielo, por ser tentador para las masas y para castigar mis pensamientos impuros que son involuntarios».
—Tenga, jovencita —me da unas llaves—. En esa puerta trasera hay un pequeño baño y un vestidor. Úselo.
—Pero...
—Sé que le queda un par de horas aquí. Tómese su tiempo para prepararse y volver. Puede dejar las llaves sobre el escritorio.
Esta vez, su rostro estaba muy cerca del mío. Al parecer, no le importaba mi hedor a orina. No le doy asco.
Ya que lo tenía tan cerca, podía observar su perfecta nariz y admirar ese color verde tan claro en sus ojos. Él no se daba cuenta, pero yo misma presionaba mi mano izquierda con un poco de fuerza, tratando de recapacitar. Me costaba hacerlo, pero al final lo hice.
—Se lo agradezco nuevamente —bajé la mirada.
«Maldita sea, casi me quedo sin aire».
Él sonrió y se marchó tranquilamente, con elegancia.
Quiero a Jesse y lo respetaré hasta el final. Esto es solo una prueba más de que puedo manejar lo que sea que me pase con Adrián. No quiero que me afecte esto. No quiero que me afecte de esta manera.
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