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Marc insistió en llevarla al aeropuerto. Irene aceptó, sabiendo que la despedida no iba a ser fácil. El avión despegaba a las diez y cuarto, así que desayunaron a las ocho y a las ocho y media ya estaban en la autopista de camino a Los Rodeos, el aeropuerto de Tenerife Norte.
Dejó el coche en el aparcamiento y acompañó a Irene a la cola de facturación. Aún no habían roto el silencio aquella mañana cuando Marc dijo:
—Escucha, cuando llegues a Madrid y salgas de tu burbuja MIR, como tú la llamas... No te asustes cuando oigas y veas y te digan cosas de mí, ¿me lo prometes?
Ella frunció el ceño, extrañada por aquellas palabras.
—¿Por qué me iba a asustar? Supongo que tendrás tus seguidores y tus detractores, como todos los políticos, cantantes, futbolistas y demás —dijo ella risueña.
Aquel comentario le sacó una sonrisa a Marc, quien no estaba nada convencido de que la pelirroja decidiera olvidarlo todo en cuanto lo viera en la televisión, en las tertulias, en el congreso y en el telediario. Quizá en cuanto ella viera la clase de vida que llevaba él, decidiera dejar Tenerife en el recuerdo.
—Está bien. Recuerda que has prometido volver a llamarme porque sabes que quiero volver a verte, ¿no?
—Señorita, su turno —le dijo el empleado de Iberia.
El momento expiró. Irene le enseñó el DNI a aquel hombre y éste pegó los oportunos códigos de barras en su maleta antes de abandonarla en la cinta de equipajes a su suerte.
Después, Marc la acompañó hasta los detectores metálicos y allí no quedó otra que mirarse a los ojos para decirse adiós.
Abrazó a Irene con fuerza y después la besó en la boca con toda la intensidad que fue capaz de transmitir. Cuando se separaron le besó la punta de la nariz y la frente. Y ella le acarició las manos con ternura y nostalgia al mismo tiempo.
—Nos vemos allí —le dijo Irene.
Él asintió antes de darle otro beso de despedida. Después la vio marchar. Atravesó los detectores sin ningún problema y más tarde desapareció en dirección a su puerta de embarque.
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