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Irene tenía los ojos cerrados y, como el día anterior, se hizo la dormida mientras Marc acariciaba su espalda desnuda con la yema de sus dedos. Emitió un suspiro profundo y Marc sonrió con ternura.

Realmente, el joven político tenía más miedo que Irene, ya que, si ella no decidía llamarlo cuando estuvieran en Madrid, probablemente nunca volviese a verla. Había pensado en pedirle a ella su teléfono, pero rápidamente descartó la opción porque pensó que la doctora podría sentirse presionada y eso era lo último que él quería.

Continuó acariciando aquella piel blanca y suave, desde la nuca hasta la cintura. Enredó entre sus manos el cabello rojo que olía a champú y a flores y después se inclinó sobre la mejilla de Irene para depositar un beso suave.

Era domingo y Marc había pensado en llevarla a pasar el día a Garachico, aunque fuese sólo para ver las piscinas naturales limitadas por rocas volcánicas. Probablemente Irene no se animaría a bañarse, aunque Marc se había propuesto convencerla para que al menos se mojase los pies.

—Doctora —susurró él para despertarla—. Buenos días, doctora.

A Irene se le escapó una pequeña sonrisa que no pasó desapercibida para Marc, quien supo que ya estaba despierta. Se va a enterar, pensó.

Y se lanzó a hacerla cosquillas.

Entonces ella no pudo disimular más, al contrario, se atrincheró tras las almohadas de la cama y se hizo un ovillo mientras Marc la atacaba por sus dos flancos, matándola de la risa.

—Vale, tiempo muerto —dijo él—. ¿Nos duchamos y bajamos a desayunar? No sé tú, pero yo tengo hambre... Te recuerdo que ayer no cenamos.

Mientras el agua caliente caía sobre ellos, no cesaron los besos ni las caricias, algunas más subidas de tono que otras, pero por alguna razón, ninguno de los dos dio un paso más. Parecían estar contenidos por alguna clase de mordaza. Los besos fueron profundos y tiernos y los brazos de Marc no dudaron en envolver a la pelirroja, cuyos dedos finos y hábiles recorrieron varias veces la musculosa espalda del que había sido hacía tantos años campeón de natación.

Irene dejó que se secara su pelo al aire. Se puso un bonito vestido amarillo de tirantes que le llegaba a la altura de la rodilla a juego con unas cuñas de color azul marino.

—Ponte el bikini debajo del vestido, Irene —le aconsejó Marc.

—Ya lo llevo —dijo ella—. Aunque no creo que vaya a utilizarlo, te aviso.

Él le regaló una sonrisa pícara que hizo que Irene se pusiera un poco más nerviosa de lo que ya estaba.

Desayunaron, como de costumbre, unas cuantas tostadas y algún que otro delicioso bollo hecho a mano en la cocina del hotel. No faltó la leche de avena, que ambos disfrutaron con algo de café y con cacao.

Mientras estaban en el coche, de camino a Garachico, hablaron de ir al spa del hotel por la noche, entre las nueve y las diez (puesto que éste abría hasta las diez para los huéspedes) para intentar por última vez que Irene superase, aunque fuera en parte, su miedo irracional a las piscinas.

Había un poco más de tráfico que los días anteriores, así que Marc tuvo que conducir durante algunos kilómetros con retenciones. Irene disfrutaba del paisaje mientras tanto. De hecho, comenzaba a distinguirse el Teide a lo lejos, por encima del resto de montañas. A la derecha podía ver el mar, que no faltaba nunca cuando viajaban de un lado a otro de la isla. También disfrutaba del bonito estampado que dejaban las palmeras y el resto de la vegetación, tan diferente a la de la Península.

—Me da mucha pena irme —dijo entonces ella.

Marc la miró. A él sí que le daba pena y miedo que Irene cogiese el avión al día siguiente.

—Siempre puedes volver. Tenerife no va a desaparecer —respondió él con cierta nostalgia en la voz.

Ella le dedicó una sonrisa tierna y le acarició el brazo, gesto que encendió a Marc por dentro, aunque no lo dejó traslucir.

Lo cierto es que él había estado a punto de hacerle el amor en la ducha aquella mañana, pero por alguna razón había preferido respetar la distancia entre ambos. No sabía exactamente por qué.

No tuvieron ningún problema para aparcar a las afueras del pueblo. Recorrieron caminando el paseo marítimo cogidos de la mano hasta llegar al pequeño Castillo de San Miguel, que no era otra cosa que una especie de torre que fue erigida en el siglo dieciséis para proteger la costa de posibles ataques piratas.

Realmente no se trataba de una construcción demasiado grande, pero le daba un toque pintoresco al pueblo. Además, se encontraba justo a la entrada a las famosas piscinas naturales llamadas "El Caletón". Cómo hacía muy buen día y el calor acompañaba, había bastante gente bañándose en ellas y tomando el sol sobre la piedra.

—Ven, dame la mano... Si no recuerdo mal había una charca en la que podías mojarte los pies...

—No lo sé, Marc... Sabes que esto no es lo mío —decía ella mientras él tiraba de su brazo a través del paseillo de adoquines que discurría por entre las piscinas.

Al fin llegaron a una zona más tranquila en la que, efectivamente, había una especie de laguna con la profundidad de un palmo que bien podría haberse considerado más bien un charco.

Marc se quitó la camiseta y sin preguntar si quiera, tiró del vestido de Irene hacia arriba hasta dejarla en bikini. Después la agarró de la cintura para cogerla en brazos, como a una princesa. Así, con ella a cuestas, se adentró en la charca y la depositó en el suelo, quedando los pies de la doctora sumergidos.

Ella respiró hondo mientras Marc la rodeó con sus brazos para otorgarle más seguridad.

—¿Has visto? No hay peligro ninguno —susurró en el delicado oído de la pelirroja.

Lo cierto es que el cuerpo de Irene era tan grácil y delgado que Marc tenía a menudo la sensación de que si no era cuidadoso, se le podría romper en pedacitos.

—Dame un beso —pidió de pronto Irene—. Si me das un beso a lo mejor se me termina de pasar la ansiedad —dijo ella.

Marc esbozó una gran sonrisa y no dudó en darle el gusto a la doctora con un beso largo y profundo, que hizo que unos adolescentes que estaban bañándose allí cerca los aplaudieran y corearan con silbidos.

Cuando se separaron, Irene tuvo que esforzarse en recuperar el aire, que le faltaba.

—¿Sigues teniendo ansiedad? Si necesitas otro beso sólo tienes que pedirlo —dijo él entre risas.

Ella negó con la cabeza.

—Creo que hasta podría intentar meterme en otra charca algo más profunda.

—No estoy de acuerdo —dijo él—. Eso mejor lo intentaremos esta noche en el spa, ¿vale?

—Vale, tú ganas —aceptó Irene de mala gana, ahora que se había motivado en condiciones...

Comieron en el mismo pueblo. Pescado con mojo, ensalada y papas arrugadas, éstas últimas se habían vuelto en algo parecido a una adicción para la doctora, que ya se había molestado en mirar en Google cómo cocinarlas cuando regresara a Madrid. Porque si tenía que esperar a volver a Canarias para poder probarlas, moriría de tristeza.

Después de comer, aprovecharon la cercanía de Icod de los vinos y se acercaron a ver el drago milenario. Pasearon por un mercadillo que había en el pueblo y luego a Marc se le ocurrió que podrían ir a ver la playa de San Marcos, cerca de allí.

—Sí, y paseamos descalzos por la arena —dijo Irene emocionada.

Marc estaba contento, los días con Irene eran relajantes y divertidos. Además de la atracción patente que había entre ambos, también tenían buen rollo, conversación, bromas, química... A veces se ponían de acuerdo y a veces discutían, pero siempre de buen humor y sin enfadarse por tonterías.

La playa de San Marcos le pareció a la pelirroja más pequeña de lo que había imaginado. Obviamente no tenía intención de bañarse en el mar, pero su confianza había aumentado lo suficiente como para pasear descalza por la orilla y dejar que el agua mojara sus pies.

Así que eso fue lo que hicieron, con sus dedos entrelazados, pasearon de la mano de un extremo a otro de la playa. Después se secaron los pies con la toalla de Marc y regresaron al coche.

El viaje de vuelta al hotel se hizo mucho más corto ya que decidieron poner música y cantar haciendo el payaso. Les dio pena tener que apagar la radio cuando aparcaron en el subterráneo.

Irene hizo el amago de abrir la puerta del coche, pero Marc se lo impidió cogiéndola suavemente del brazo.

—¿Qué...? —preguntó ella.

Él la miró a los ojos y después acarició su mejilla con delicadeza.

—Te voy a echar mucho de menos —dijo Marc muy serio—. Prométeme aquí y ahora que me llamarás.

Ella sonrió con tristeza.

—Te llamaré siempre y cuando tú quieras volver a verme —respondió la pelirroja.

Marc se acercó y la besó. Después se bajaron del coche y se despidieron en el ascensor, con la promesa de encontrarse en la puerta del spa a las nueve en punto.

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