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Marc había sido campeón de natación con dieciocho años y aún conservaba la costumbre de nadar todas las mañanas durante una hora y media. El hotel en el que se hospedaba era perfecto para tal actividad, pues estaba dotado de una amplia piscina climatizada en la que podía desfogarse con unos cuantos largos. Eso mantenía su cuerpo tonificado y sus músculos en forma.

Pero aquella mañana, dos días más tarde del incidente de aquel anciano, que por desgracia acabó por fallecer en el hospital, no estuvo solo en la piscina, como venía ocurriendo en los últimos días. Una joven vestida de bañador negro de cuerpo entero y con una larga cabellera de un color que no supo identificar (pues llevaba las gafas de bucear puestas) se introdujo en el recinto y tomó asiento en una de las tumbonas.

Irene vio que un hombre salía del agua. Por un instante se quedó bloqueada al ver aquel cuerpo escultural, proporcionado y de musculatura definida. Un regalo para la vista, desde luego, pero no tardó mucho en desviar su mirada y centrarse en su e–reader. Un puñado de músculos no tenían nada que hacer al lado de Charles Dickens y su historia de dos ciudades.

Sin embargo, antes de comenzar a leer se prometió a sí misma que metería los pies en el agua, para irse acostumbrando. Hacía ya dos años que no podía bañarse en la piscina y ni mucho menos en el mar. Desde que rescató a su hermana pequeña, de morir ahogada por una corriente de resaca y ambas estuvieron a punto de perecer (de no ser por una pareja de chicos jóvenes que acudió en su ayuda), Irene no había podido volver a sumergirse bajo el agua.

Unos meses después empezó a revivir aquella experiencia en sueños y el verano siguiente descubrió que no podía permanecer más de dos minutos en la piscina sin ser presa de una crisis de pánico.

Y, sí, se había propuesto superarlo durante aquellos días en Canarias. Aunque fuera un poquito. "Cuando salga el chico que está nadando intentaré mojarme los pies, a ver qué tal", se prometió a sí misma.

Ella tampoco había reconocido a Marc.

Quince minutos más tarde él salió del agua y se dirigió hacia su tumbona, bastante alejada de la de la doctora, donde se envolvió con la toalla y se quitó las gafas de buceo.

Irene, que se había dado cuenta de que la piscina ya estaba enteramente a su disposición, respiró hondo y dejó a un lado su Kindle. Se incorporó y se acercó a la escalinata de mosaicos que se iba sumergiendo en el agua escalón a escalón.

Puso sus pies en el primero de ellos y sintió el agua tibia rozando su piel. Bien, no pasa nada, se dijo.

Un poco más.

Se introdujo en el siguiente escalón. A esa altura el agua alcanzaba ya sus rodillas. Irene sintió su corazón empezar a acelerarse. Respiró hondo y despacio, inspiración amplia y espiración lenta y pausada. Cuando logró normalizar su pulso, se atrevió a avanzar otro escalón. De nuevo su corazón se desbocó y repitió la misma operación: inspirar y espirar, muy despacio, con mucha paciencia.

Marc la observaba desde su tumbona. Una vez que se había quitado las gafas de bucear no había tardado en reconocer a Irene. Es difícil olvidar una melena pelirroja natural como aquella. No pasó por alto el cuerpo esbelto y las finas piernas de la joven. Sin embargo, lo que más le llamó la atención fue la actitud extraña de ella al bajar la escalinata. Pareciese que le costara un mundo sumergirse en una piscina de agua caliente.

Irene consiguió normalizar de nuevo su frecuencia cardíaca, así que por fin se atrevió a poner sus pies sobre el suelo de la piscina, donde el agua ya le cubría hasta la cintura. Su corazón se desbocó otra vez, pero con más fuerza y de una manera que le cortaba la respiración. Se obligó, reuniendo toda la fuerza de voluntad que fue capaz, a respirar despacio y a dejar su mente en blanco. Pero ya reconocía los síntomas, tanto físicos: la taquicardia, el sudor, la sensación de falta de aire, como psicológicos: una parte irracional de sí misma estaba convencidísima de que se estaba muriendo, de que le estaba dando un infarto, como mínimo.

Se llevó la mano al pecho e inhaló la mayor cantidad de aire que pudo. Estaba bloqueada y no sabía cómo salir de aquello. Quiso moverse hacia el borde pero no lo consiguió. Su cuerpo no obedecía. El miedo la paralizaba.

Marc analizó la situación: desde luego no era normal. Se acercó al borde de la piscina.

—¿Necesitas ayuda? —pregunto.

Pero no obtuvo respuesta. Ella parecía no escucharlo. Estaba completamente pálida y su rostro reflejaba angustia. No lo pensó. Se lanzó al agua y la sacó de allí en brazos. Vio que había otra tumbona ocupada, a parte de la suya, así que la llevó hasta allí y la depositó con cuidado sobre la mullida colchoneta. Después la tapó con la toalla.

—Irene, mírame. ¿Estás bien? Mírame.

Poco a poco consiguió que la joven centrase su atención en él y recuperase su color facial.

—No mucho —alcanzó a responder ella sintiendo aún los golpes de su corazón en su pecho.

—Tranquila, respira. Te has puesto muy nerviosa —le dijo Marc.

Se sentó en la tumbona, al lado de Irene y le acarició el cabello pelirrojo despacio, tratando de relajarla. Poco a poco se dio cuenta como el pecho de la joven ascendía y descendía más despacio y el color volvía a sus mejillas. Sin embargo, todavía estaba algo rígida, tenía los músculos de las piernas y los brazos contraídos e inmóviles.

—Estás bien, ya no hay ningún peligro —trató Marc de calmarla.

Irene lo miró a los ojos y asintió despacio. Su cuerpo terminó por relajarse y de pronto la invadió un cansancio extremo que la obligó a apoyar la espalda en la tumbona y a cerrar los ojos. Ella lo reconocía: lo que solía suceder a sus crisis de pánico no era otra cosa que el agotamiento que aparece como consecuencia de un estrés intenso.

—¿Te encuentras mal? ¿Te mareas? —preguntó él con una pizca de alarma en la voz.

—Sólo es cansancio —respondió Irene en un susurro—. Es por la ansiedad.

A Marc le dio la sensación de que Irene conocía muy bien su problema. "Y, además, es médico" recordó de pronto, algo que lo tranquilizó en parte (pues había oído por ahí que no hay peor enfermo que un médico). La miró atentamente. Parecía más relajada, desde luego, pero no le daba ninguna seguridad dejarla allí medio dormida.

Tuvo una idea. Quizá si lo hubiese pensado dos veces no se lo habría propuesto a la joven doctora, pero sólo lo pensó una vez.

—Escucha Irene... No parece que estés bien aquí. Si el agua te provoca tanta ansiedad... Quizá no es el momento de intentar bañarte.

Ella despegó levemente uno de sus párpados, perpleja.

Marc decidió proseguir:

—He pensado en darme hoy una vuelta por Anaga... Por el bosque encantado de Laurisilva... En principio iba a ir yo sólo pero si quieres puedes acompañarme y así te distraes.

La pelirroja, que hasta el momento parecía estar medio en brazos de Morfeo, se incorporó con brusquedad y lo miró con cara de póker.

—¿Distraerme de qué, exactamente? —preguntó con una leve nota de indignación en la voz—. Mi ansiedad por el agua es mi problema, señor Marc Ri...

—Rovira.

—Lo que sea —zanjó ella.

Marc pensó que quizá fuese verdad que la doctora no tuviese ni idea de quién era él. ¿Y en qué mundo había vivido hasta entonces? ¿A caso no había ido a votar? ¿No conocía las opciones políticas de su país? ¿No encendía la televisión? ¿No miraba Twitter, Facebook ni Instagram? ¿Sería un alienígena disfrazado de pelirroja?

—Bueno, bueno... No te enfades. Entiéndeme, te he visto pasarlo muy mal ahí dentro y ahora me voy preocupado. Lo único que te pido es que no vuelvas a meterte ahí sin alguien que te vigile, ¿de acuerdo? —terminó diciendo él utilizando un tono más paternal del que había planeado.

—Tengo casi veinticinco años, creo que sé lo que puedo y no puedo hacer —respondió ella audaz.

Está claro que los médicos no son buenos enfermos, ni aceptan bien los consejos de nadie, se dijo Marc a sí mismo. Bien, tuvo otra idea, quizá peor que la anterior.

—Déjame que te cuente una cosa: con dieciocho años fui campeón de natación... Y de pequeño sentía una fobia terrible a nadar. Tal vez pueda ayudarte... Si quieres —se ofreció él.

Ella cambió el gesto. Pasó de estar retadora y con la mirada firme a replegarse sobre sí misma y desviar sus bonitos ojos verdes hacia el suelo.

—No creo que puedas ayudarme. Ya lo han intentado mis amigas y mis padres... Sólo me falta ir a un psicólogo —respondió ella con voz temblorosa.

Marc frunció el ceño.

—¿Siempre ha sido así? ¿Desde cuándo te ocurre esto?

Irene lo miró a los ojos. De nuevo sintió ese algo por dentro, esa sensación de familiaridad y atracción que había experimentado la primera vez que lo vio frente a ella. Fue consciente de que se trataba de un desconocido, pero la información que iba a revelar tampoco era algo vital para ella, (no era su número de teléfono ni tampoco la dirección de su casa).

—Me ocurre desde el año pasado... Tengo una hermana muy pequeña... Nos llevamos veinte años... Lo sé... Es una pasada... El caso es que fuimos a la playa con mis padres y ella empezó a gritar porque el mar la arrastraba hacia dentro. Era una corriente de resaca. Intenté sacarla de ahí pero nos comenzó a arrastrar a las dos. Cuando creí que ya no podía más se acercó una pareja joven y nos lograron sacar de ahí.

Irene guardó silencio y Marc, de manera instintiva alargó uno de sus dedos hacia el cabello pelirrojo que lo tenía hipnotizado.

—Casi te ahogas y por eso ahora te pones tan nerviosa —resumió él.

—Sí, lo he pensado así... Pero no estoy tan segura... Lo que ocurre es que cada vez que intento meterme en una piscina o en el mar, revivo lo que pasó y el miedo me invade, igual que si estuviese allí de nuevo, ¿entiendes?

Él asintió. Irene lo observaba ahora de otra forma. Con un renovado interés, como si fuera su única esperanza.

—¿Y qué piensas que puedes hacer tú para ayudarme, Marc? —preguntó ella muy en serio.

Los iris verdes intensos se clavaron en él esperando una respuesta que pudiese servir. Marc asintió, con seguridad y dijo:

—Hagamos un trato: si te cojo en brazos y sin soltarte me meto en el agua y tú no te pones nerviosa... Te vienes conmigo al parque rural de Anaga a pasar el día.

Irene esbozó una sonrisa irónica que, pese a no ser auténtica, a Marc le pareció preciosa.

—Está bien, campeón. Pero dudo mucho que vayas a conseguir algo.

Al momento, Irene se arrepintió de haber aceptado la oferta. Pues Marc ya se estaba metiendo en la piscina con ella a cuestas y sólo ver el agua había hecho que su corazón se acelerase.

—Oye, no ha sido buena idea... No me encuentro bien —dijo ella mirándole.

La llevaba en brazos cual princesa, pero él estaba tan fuerte que los cincuenta o sesenta kilos que podía pesar la joven le resultaban igual de pesados que una pluma.

—Mírame, Irene. Mírame a los ojos, no dejes de hacerlo.

Ella obedeció ante el tono autoritario de él. No fue difícil concentrarse en aquella mirada tan masculina. Así descubrió que en aquellos ojos no reinaba sólo el color castaño propio del otoño, si no que también se veían briznas verdosas, como la hierba que se abre paso entre los adoquines de las aceras cuando ha llovido mucho.

—¿Ves? Estás sumergida hasta el cuello y no estás nerviosa.

Irene por primera vez desvió su mirada hacia el agua y se percató de que estaba sumergida casi por completo, claro que en brazos de Marc, que la sujetaban con fuerza. Sin embargo, el susto fue tal que ella saltó y rodeó el cuello del político con sus dos brazos hasta quedar completamente abrazada a él.

—Sácame de aquí, por favor —suplicó ella en un susurro.

—Tranquila, ya salimos del agua.

Marc subió la escalinata de mosaicos aún con Irene en brazos y se apresuró a soltarla una vez estuvieron en tierra firme para ir directo hacia una de las duchas que había al lado de la piscina. Abrió el agua fría y se puso bajo ella esperando que aquello bastara para calmar lo que la pelirroja había despertado en él al abrazarse a su cuello de aquella forma.

Llevo demasiado tiempo sin estar con una mujer, pensó él mientras el agua gélida lograba poco a poco su cometido.

Irene se había envuelto en el albornoz blanco del hotel y lo esperaba sentada en una de las tumbonas. Cuando regresó, Marc parecía estar más relajado.

—El cloro me irrita mucho la piel —se excusó él—. ¿Entonces te vienes conmigo a hacer senderismo por Anaga?

Irene lo miró sonriente. Se sentía, por primera vez en mucho tiempo, realizada de verdad. Vale que había entrado en el agua en brazos y que al instante había necesitado salir de ella con urgencia... Pero había sido capaz de estar unos segundos sumergida sin sentir esa presión desagradable en el pecho y sin hiperventilar. Y eso la hacía feliz.

—Un trato es un trato —dijo ella.

Se levantaron de las tumbonas y él acompañó a Irene hasta la puerta de su habitación.

—Te espero en la recepción en media hora, ¿de acuerdo? —preguntó él.

Ella asintió y desapareció tras la puerta de la habitación 304.

Irene abrió el armario y sacó de él unos vaqueros oscuros, una camiseta rosa que probablemente se había comprado en Mango hacía un par de años y una sudadera blanca de H&M para ponerse por encima. De camino a la habitación, Marc le había recomendado que se llevara ropa de abrigo, porque en el bosque de laurisilva probablemente la temperatura fuese menor que en Santa Cruz.

Con la ropa en la mano se fue al baño, dispuesta a darse una ducha rápida. Afortunadamente tenía un pelo que consentía bien la ausencia de secador y de planchas. Su melena pelirroja se secaba rápido y se quedaba lisa, sin una pizca de encrespamiento aunque nadie hubiese pasado ni un peine entre sus mechones.

Se vistió y después se aplicó una pizca de crema solar sobre sus pómulos y su mentón. Era muy blanca de piel y tenía una gran facilidad para quemarse, sobre todo en lo alto de una montaña, donde el sol pega con más fuerza y hay menos atmósfera que te proteja de los rayos UVA.

Una vez estuvo lista, cogió su mochilita e introdujo en ella el teléfono, la cartera, un paquete de Kleenex y una bolsa de cacahuetes que había comprado el día anterior por la ciudad obedeciendo a un antojo.

No olvidó tampoco coger unas gafas de sol.

Por fin, salió por la puerta y bajó a la recepción, donde esperaba Marc en pie frente a la puerta principal del hotel. Ella le observó detenidamente. Llevaba unos pantalones de montaña grises que le cubrían hasta la rodilla y botas, también de montaña. La camiseta blanca dejaba traslucir bajo ella una capa de músculos bien formados y también dejaba a la vista unos bíceps bastante trabajados. En uno de lo hombros, Marc llevaba una mochila negra y en el otro un forro polar del mismo color que los pantalones.

Estaba guapo, se dijo Irene. Pero rápidamente retiró aquel pensamiento de su cabeza.

—Ya estoy, espero no haber tardado mucho —se disculpó ella.

—Que va, sólo has tardado veinte minutos —dijo él con una carismática sonrisa.

Mientras se vestía, Marc había estado reflexionando sobre el por qué se le había ocurrido semejante idea, la de invitar a Irene a pasar el día juntos. Quizá le había dado miedo que la joven volviese a intentar sumergirse en la piscina en otro inútil intento por superar su fobia al agua. Sí, se dijo a sí mismo, prefiero que no pase el día sola. Por otro lado, decidió omitir el hecho de que había tenido una erección al sentir el cuerpo de la pelirroja tan pegado al suyo al salir del agua.

Lo achacó simplemente a que se trataba de una mujer bella y de que él llevaba demasiado tiempo sin... En fin.

Descendieron en ascensor al parking del hotel, donde él tenía aparcado un modesto Opel Astra que había alquilado al aterrizar en la Isla unos cinco días atrás. El propósito de Marc para el viaje había sido el de pasar inadvertido entre la gente, hacer turismo en solitario y nadar en la piscina del hotel durante unos quince días, hasta eliminar casi por completo todo el estrés que había acumulado en los últimos meses (que era mucho). No había contado con conocer a nadie, en realidad.

Irene se sentó en el asiento del copiloto y guardó silencio. Descubrió que estaba nerviosa. No sabía si había sido una buena idea aceptar la propuesta de Marc. Sólo sabía que era un hombre joven que trabajaba de administrativo en alguna oficina y que estaba allí pasando unos días para desconectar. ¿Y si estaba casado? ¿Y si tenía hijos?, pensó entonces.

Después sacudió la cabeza y reflexionó. Un día de turismo no significa irse a la cama, ni darse un beso, ni nada, se dijo.

Salieron del parking y unos minutos después, también de Santa Cruz. A su derecha quedó el mar y unas plataformas petrolíferas (o al menos algo que se le parecía mucho). No tardaron en llegar a las cercanías de la playa de las Teresitas (la única de todo Tenerife que no es de arena negra), donde cogieron una carretera hacia el Noroeste, montañas arriba.

—Estás muy callada —dijo Marc con la intención de romper el hielo—. ¿En qué piensas?

Irene lo miró de soslayo. Marc conducía con suavidad. Movía el volante con soltura y cambiaba de marchas de una forma muy elegante. Parecía estar acostumbrado a conducir por carreteras como aquella: sinuosa, con un barranco por quitamiedos y de carriles estrechos. Sin embargo, frente a sus ojos se desplegaban unas montañas que terminaban en pico, tapizadas de verde y rodeadas en la costa por un mar azul turquesa. Un regalo de la naturaleza, desde luego.

—El paisaje es precioso —se animó a decir ella—. Y pensar que me iba a ir de Tenerife sin haberlo visto...

—¿No pensabas recorrer la isla? —preguntó él extrañado.

—No, sólo tenía dinero para el hotel y el vuelo... Ya no podía permitirme alquilar un coche yo sola... Y la verdad, sólo quería estar en el hotel, descansar y pensar...

—A veces, para encontrar la solución a nuestros problemas lo que necesitamos en dejar de pensar en ellos, ¿no crees? —comentó él mientras giraba el volante.

Irene pensó en aquellas palabras y llegó a la conclusión de que tal vez él tuviese razón.

—Pensé que alejándome de todo llegaría a alguna conclusión sobre mi futuro —dijo Irene—. Aunque la verdad es que no he hecho ningún progreso.

Ella esbozó una sonrisa y Marc dejó escapar una carcajada.

—Creo que nadie llega nunca a ninguna conclusión sobre su futuro, Irene.

A la joven doctora le pareció que Marc hablaba con la propia de alguien que ha vivido muchas cosas.

—Oye, ¿puedo hacerte una pregunta?

Marc la miró de reojo, lo justo como para ver los ojos verdes curiosos de Irene sin tener que desviar la vista de la carretera más de una milésima de segundo.

—Lo peor que puede pasar es que no te pueda responder —respondió él.

—¿Cuántos años tienes?

Entonces Marc tragó saliva y por primera vez en toda su vida, se sintió viejo.

—Treinta y cinco —respondió él.

Rápidamente Irene calculó que se llevaban diez años... Casi once, en realidad. Aunque eso no sé por qué me tiene que importar, se regañó ella a sí misma.

—Vaya... —dijo Irene—. Pareces más joven.

Él estalló en carcajadas.

—¿De qué te ríes? —preguntó la pelirroja en tono jovial—. No te he dicho nada malo no...

—No... Sólo que para ser lo mayor que soy al menos no lo parezco...

—Bueno, lo siento... No quería que sonara de esa forma. La verdad es que no sabía qué decir y tampoco sé por qué te he preguntado eso. Sólo tenía curiosidad —se apresuró ella a intentar arreglar el entuerto.

—No te preocupes... Ahora me toca preguntar a mí.

—Ah, te vas a vengar de mí —respondió Irene divertida.

—Oh, sí. ¿Cuántos años decías que tenías? ¿Veinticinco? Uhm... Yo a tu edad llevaba ya cinco años trabajando.

—No te pongas en plan abuelo que hizo la mili, por favor... —bromeó Irene—. ¡Mira! Para ahí, hay un mirador —saltó de pronto ella al ver un retazo de tierra al margen de la carretera con unas bonitas vistas a la costa y a las montañas.

Marc aparcó con una gran sonrisa dibujada en los labios. Se lo estaba pasando bien. A pesar de lo horrorosa que era aquella endemoniada carretera de montaña.

Se bajaron del coche e Irene se apresuró corriendo al mirador hasta dejar sus codos apoyados sobre la barandilla de madera. Unos pasos atrás, Marc la contempló pensativo. La chica que le había parecido algo insegura y ansiosa en la piscina ahora se había transformado en un terremoto pelirrojo de buen rollo y risas. Y le gustaba.

Y en cierto modo, lo que más le gustaba era que no sabía en realidad quién era él. Por primera vez en mucho tiempo se sentía libre de hacer y de decir lo primero que se le pasara por la cabeza sin la posibilidad de que lo tergiversaran y utilizaran sus palabras en su contra.

Caminó hacia el mirador y se situó al lado de la doctora, también con los codos apoyados sobre la barandilla de madera. Recorrió con su mirada el delicado perfil femenino: ojos grandes con pestañas claras y alargadas, nariz chata y labios rosados. Estaba seria y miraba el paisaje de tal manera que pareciera que se había fundido con él.

Irene se dejó llevar por el color turquesa del mar y por la espuma que rebotaba contra los acantilados de piedra volcánica. Respiró hondo y dejó a su mente volar lejos. De pronto pensó que qué importaba el futuro, la especialidad, el maldito MIR a quien todo el mundo le daba una importancia desmedida... Ella quería tener una vida tranquila, ayudar a las personas como mejor pudiera y tener amor. Pensó que el error se encontraba en tener demasiadas expectativas respecto a "la vida de sus sueños".

Pensó también en su ex. Agradeció al cielo que aquello hubiera terminado, porque realmente no estaba enamorada y él tampoco de ella. Aquella relación hubiese acabado igualmente más adelante y quizá con peores consecuencias. Suspiró de nuevo y de pronto se dio cuenta de que Marc estaba muy cerca de ella, mirándola.

Se sobresaltó y dio un respingo.

—Sí que estabas abstraída... He estado aquí todo el tiempo —dijo él con una sonrisa.

—Oye Marc, ¿puedo hacerte otra pregunta?

Él la miró de nuevo, con curiosidad.

—Sí que me has salido preguntona —respondió él bromeando—. A ver, suéltalo.

Marc pensó que ella le preguntaría sobre si estaba soltero o algo semejante (era lo que habitualmente le preguntaban las mujeres nada más conocerlo... fuera del ambiente profesional, claro).

—¿Tú crees que a tus treinta y cinco años has conseguido algo de lo que habías planeado hacer a los veinte?

Buena pregunta, difícil respuesta, se dijo Marc. No podía responder del todo sin confesar quién era ni a lo que se dedicaba... Aunque sí podía decir algo que a Irene le fuese útil.

—Te aseguro que las mejores cosas que me han pasado jamás las planeé con antelación. Surgieron.

—¿Por ejemplo? —preguntó Irene muerta de curiosidad.

Marc inspiró y guardó silencio un minuto en el cuál la doctora pensó que tal vez se estaba pasando de directa. Aquel hombre que de momento seguía siendo un misterio para la pelirroja, se inclinó sobre el mirador y dejó su mirada vagar por la costa.

—Por ejemplo esto —dijo él señalando el paisaje—. Estamos aquí ahora, sin haberlo planeado más allá de esta misma mañana y estamos contentos, disfrutando del buen tiempo y del aire puro.

Irene esbozó una sonrisa sincera y se sintió aliviada. Realmente en eso consistía el futuro, en vivir el momento. ¿No? ¿Qué más daría si se equivocaba con la especialidad? Siempre podía repetir el MIR otro año o desarrollar algún hobby...

—Gracias, Marc... Me has ayudado mucho... Otra vez —susurró ella con cierta ternura—. ¿Volvemos al coche?

Marc asintió y caminó tras ella de nuevo. No tardaron en llegar al punto donde se iniciaba la ruta de senderismo del bosque de laurisilva. Aparcaron y sacaron las cosas del maletero. Al parecer, Marc iba más preparado que ella:

—He traído dos botellas de agua de litro y medio, tres bolsas de frutos secos y un forro polar para ti por si acaso tienes frío, estás muy delgada y seguro que eres friolera —dijo con seguridad.

A su ex mujer le pasaba igual, siempre salía de excursión sin abrigarse bien y acababa quitándole la sudadera a su marido.

—Vaya, gracias... Aunque traigo la sudadera...

Se sonrieron mutuamente y a Marc se le hizo más patente el hecho de que llevaba demasiado tiempo sin salir con una mujer. Se recordó que Irene no era una opción, sólo había surgido así porque no había querido dejarla sola en aquel estado en el hotel.

No tardaron mucho en introducirse hasta el mismo corazón del bosque. Hablaron a ratos y guardaron silencio en tantos otros para oír a los pájaros y disfrutar de la tranquilidad que se respiraba allí arriba.

Los árboles eran de troncos finos y retorcidos, cubiertos de musgo y líquenes, dándole al paisaje un aspecto verdaderamente mágico. Se cruzaron con algunos turistas a los que saludaron amablemente y prosiguieron su camino.

—¿De dónde eres? —le preguntó entonces él.

Irene pensó que no había nada de malo en decir que era de Madrid.

—De Madrid, ¿y tú?

—Yo crecí en Barcelona, pero ahora vivo en Madrid... —respondió Marc—. Ya sé que te lo pregunté el otro día, pero ahora en serio... ¿Hay algo en lo que quieras especializarte dentro de la medicina?

Irene se detuvo un momento y miró a Marc muy seria.

—Me has dicho que tengo que dejar de pensar en los problemas para que se solucionen —le recordó ella con cara de pocos amigos.

—Vale, te preguntaré algo parecido pero de otra manera —dijo él retorciendo su discurso, cosa que se le daba muy bien (pues había sido campeón de debates durante la época universitaria)—. ¿Si ahora decidieras que no quieres ser médico... A qué te gustaría dedicarte?

Irene se detuvo de nuevo. Fue a decir algo pero Marc se lo impidió.

—Ahora no vale que me respondas como antes.

—Está bien... —rezongó ella fastidiada—. La medicina me gusta pero lo que no me gusta es la competitividad entre médicos, los horarios infames, la presión asistencial... La sensación de que por mucho que hagas el mundo seguirá estando igual...

Marc no pudo evitar soltar una sonora carcajada. En cierto modo sus frustraciones eran las mismas. Además ser político significaba ser odiado por gran parte de la sociedad (y con razón).

—Si lo que quieres es intentar cambiar cosas podrías intentar meterte a política —dijo él medio en broma, medio en serio.

Ahora fue Irene la que empezó a reír.

—Política... —dijo ella mientras continuaba descendiendo por una abrupta cuesta que llevaba hasta otro mirador que indicaba la mitad de la ruta.

—¿Qué tienes con la política? Es importante para la sociedad.

—Bueno, creo que se le da más importancia de la que realmente tiene —dijo Irene.

Aquellas palabras fueron como un mazazo en el orgullo de Marc, quien vivía por para y dedicado a la política con la intención de mejorar un poquito su país (aunque mucha gente pensara que quería arruinarlo y demás...).

—¿Y por qué dices eso? —preguntó él intentando disimular, sin éxito, que se había enfadado—. La política es esencial en la sociedad.

—Quizá tengas razón. La política mal llevada puede hacer mucho daño. Yo creo que una buena política es la que no se nota, como las compresas, vaya —sugirió ella, ajena a que el cabreo de Marc crecía por momentos.

—No te entiendo, Irene. Te juro por mi vida que no te entiendo.

Entonces la pelirroja, que hasta el momento iba marcando el paso, se detuvo y lo miró perpleja.

—¿Estás bien? No he querido molestarte... De todos modos no te voy a engañar, no estoy nada puesta en política... Cuando estudié para el MIR me aislé del mundo y lo único que hacía para entretenerme era leer a Charles Dickens y a Víctor Hugo. No estoy puesta ni en política, ni en música, ni en cine, ni en muchas otras cosas... Igual para cuando salga de mi burbuja Cataluña ya es independiente, quién sabe —bromeó ella.

Pero Marc no sonreía, en absoluto.

—Te aseguro que no lo es —dijo él con una seriedad que a Irene le invitó a cambiar de tema.

—Déjalo, no me tomes en serio. No soy quien para hablar de política. Supongo que con mi escasa formación en derecho y economía cualquiera me podría manipular para que votase a su favor. ¿Sabes? Mis padres siempre me han criticado mucho porque no me posiciono.

—¿En qué sentido? —preguntó él.

—Pensándolo mejor, dejemos el tema. A ti te afecta mucho y yo no digo más que tonterías.

Marc estaba indignado pero también muerto de curiosidad por entender la clase de pensamientos que se deslizaban por la mente de una doctora recién licenciada que había preferido aislarse del mundo para estudiar en lugar de ver las noticias o de leer la actualidad para molestarse en ir a votar hace unos meses.

—No, por favor. Quiero saber cuál es tu opinión. Por cierto, ¿no fuiste a votar?

—No —dijo tan tranquila.

A Marc le hirvió la sangre en las venas.

—¿Y se puede saber por qué? —preguntó él intentando contenerse. De seguir así le acabaría revelando lo que no quería revelar.

—Ah, porque mi padre me dijo que ahora había cuatro partidos políticos a elegir y que estaba el panorama complicado. Y la verdad, las otras veces que he ido a votar me había leído los programas electorales... Y esta vez me era imposible leerme cuatro programas e intentar conocer a los candidatos lo suficiente como para saber si van a intentar cumplir algo de lo que predican.

—¿Entonces...?

—Entonces no voté. No puedo votar de manera responsable si no sé lo que estoy votando ni a quién, ¿no crees? Lo que no estoy dispuesta es a votar a uno o a otro habiendo leído únicamente lo que la gente dice en Twitter, porque esa no es una manera seria de funcionar.

Marc tuvo que reconocer que el argumento no era malo.

—Sí, tienes razón. ¿Y qué quieres decir con que tu padre te echa la bronca porque no te posicionas?

—Ah... Bueno, mi padre es de izquierdas y mi madre es de derechas. Las discusiones en casa son monumentales... El caso es que a mí me parece que los dos tienen razón y eso me desorienta.

Marc, por primera vez, se relajó y hasta sintió empatía por ella. Él defendía un partido político con una posición más central y se había llevado muchas críticas por "no posicionarse". Claro que había cosas en las que estaba de acuerdo con la derecha y cosas en las que estaba de acuerdo con la izquierda.

Esa manera de pensar había llevado a los partidos de derechas a llamarle progre y a los de izquierdas a llamarle facha. Quizá por eso en este país este tipo de política estuviese condenada a no llegar a ninguna parte.

—Entonces tal vez debieras votar a un partido de centro —le dijo él, convencido.

—Mmm... El problema de votar a un partido es que voto cosas con las que estoy de acuerdo y también voto otras cosas con las que no estoy de acuerdo en absoluto.

—Irene, nunca llueve a gusto de todos...

—Si te digo la verdad, Marc... Detesto la política porque en mi familia sólo ha traído odio y discusiones. Rencores y faltas de respeto. Me encantaría que mis padres pudiesen pensar diferente sin reprochárselo mutuamente, ¿sabes? Me encantaría que mis dos mejores amigas pudieran dirigirse la palabra en época de elecciones y que pudieran escucharse mutuamente. Pero no. Porque la política divide. Y hasta que no deje de hacerlo, no van a existir en este país buenos políticos, porque los políticos, Marc, salen de la maldita sociedad en la que vivimos.

—Eh, tranquila, estás gritando, Irene —dijo él, que vio que la pelirroja estaba peligrosamente apasionada con sus palabras.

—Lo siento —dijo ella tratando de recomponerse.

Nunca se había enzarzado con alguien en nada que pudiese parecerse a una discusión política. Y jamás se habría creído capaz ella misma de defender su opinión sobre la política con tanta pasión.

—No, no lo sientas, está bien que defiendas lo que piensas. ¿Qué quieres decir con que los políticos salen de la sociedad? —preguntó él interesado.

—Mmm... Pues eso. Que los políticos son personas que han nacido en nuestra sociedad y que sus defectos son los nuestros, que los criticamos mucho... Pero ¿cuántos de nosotros si estuviéramos en esos puestos de poder no nos corromperíamos? ¿Cuántos no nos dejaríamos llevar por nuestra ambición, Marc? El mundo cambiará cuando cambien las personas, no las políticas.

Casi sin darse cuenta, habían llegado al mirador, desde el que se veía el mismo paisaje que en el mirador anterior, pero desde otro ángulo.

—Vaya —susurró Irene, olvidando de repente de lo que estaba hablando—. Qué bonito...

Pero Marc no estaba viendo el paisaje. Al contrario, se había quedado sumido en una profunda reflexión que había despertado en él gracias a las palabras de la doctora. De pronto empezó a ver a sus adversarios políticos como personas de carne y hueso, con sus virtudes y defectos... Y pensó... ¿Qué nos lleva a ver la política desde la derecha o desde la izquierda? Porque el dinero no era una respuesta. Había gente pobre de derechas y gente rica (que no estaba dispuesta a renunciar a su dinero) de izquierdas. Había gente de derechas que actuaba como si fuera de izquierdas y gente que decía ser de izquierdas que actuaba como si fuera de derechas.

¿Y acaso sabía alguien de dónde venía la izquierda y la derecha? Teniendo en cuenta que era un término que se empezó a utilizar el 11 de septiembre de 1789 durante la Revolución Francesa cuando los que se sentaron a la derecha del presidente preferían que la monarquía continuara teniendo un poder superior al de la soberanía nacional y los de la izquierda preferían limitar el poder de la realeza, se podría decir que estos términos empezaban a quedarse ya anticuados: tanto en contexto, como en matices.

—Marc, ¿ese pueblo de ahí cuál es? —dijo Irene mientras miraba un mapa.

Él despertó de sus cavilaciones y volvió a participar de la conversación.

—Creo que es Taganana... Mira, está aquí —señaló en el mapa—. Podríamos ir a comer allí, si te parece bien.

Sin querer los dedos de Irene rozaron los suyos y ambos notaron una especie de corriente que los recorrió. Aunque ninguno dijo nada. Marc lo achacó a la sequía que llevaba experimentando durante meses e Irene a que era normal que un hombre tan atractivo como él le atrajera (como le podría atraer a cualquier mujer) y sólo era cuestión de autocontrolarse.

—¿Por qué no me hablas tú ahora de lo que piensas? —preguntó Irene con una sonrisa.

—¿Seguro que quieres seguir hablando de política? —preguntó Marc.

—No, de política no, me aburre. Háblame de qué es lo que podríamos comer cuando terminemos la ruta. Yo voto por unas papas arrugadas con mojo. Aún no lo he probado.

Marc echó a reír mientras sacaba de su mochila una bolsa de frutos secos combinados.

—Mientras tanto, creo que nos vamos a tener que conformar con esto —dijo él.

Ambos tenían hambre y dieron buena cuenta de las provisiones. Se sentaron cerca del mirador, sobre una especie de muro de cemento para comer y beber agua.

Marc no perdía de vista los movimientos de Irene. Pronto se acostumbró a las sonrisas fugaces de ella y a sus ojos verdes relampagueantes. Se la veía feliz, nada que ver con aquella mañana.

—Hay que seguir o se nos va a hacer muy tarde —dijo de pronto la doctora—. Aún nos queda una buena subida, según el mapa.

—¿Sabes? Yo vine aquí de viaje de fin de carrera hace unos años...

—¿Unos diez o quince? —preguntó ella burlona.

—Que sepas, doctora, que la experiencia es un grado —le respondió Marc con una media sonrisa antes de guiñarla el ojo.

Gesto, que por otra parte, le arrancó una pequeña taquicardia a la joven pelirroja. Marc percibió que había causado efecto, aún sin pretenderlo y curiosamente, se sintió muy bien. No había tenido intención de flirtear, pero había salido así y a Irene no parecía haberle importado.

—¿Tú crees que este camino seguirá igual que hace quince años? —preguntó ella—. Las cosas cambian con el tiempo, señor Rovira —señaló Irene siguiéndole el juego a Marc.

—Anda, levanta de ahí.

Y continuando con aquello, la cogió en brazos para levantarla del cemento y la dejó en pie sobre el suelo. Irene se sintió extraña, quizá no debiera de bromear tanto con él. ¿Quién sabe si estaba casado? Desde luego, ella notaba la tensión que empezaba a crecer entre ambos y esperaba que Marc no se hubiese dado cuenta de ello.

Emprendieron la subida hacia el aparcamiento. Fue dura sobre todo para Irene, que después de estar durante meses enclaustrada estudiando, había perdido gran parte de su forma física y su capacidad pulmonar, por lo que tuvo que obligar a Marc a que bajara el ritmo.

—Lo siento —se disculpó ella mientras jadeaba apoyada encima de una piedra.

—Eh, tranquila... No hay ninguna prisa, ya no queda mucho y podemos tomarnos el tiempo que necesites.

—Es que tanto estudiar... Me ha atrofiado los músculos —dijo Irene mientras se prometía para sus adentros que cuando volviese a Madrid se apuntaría al gimnasio para cambiar las cosas.

Marc echó a reír.

—Estos médicos... Siempre diciéndole a la gente que haga ejercicio y ellos... Ay.

—Oye no es tan fácil estudiar tanto y mantenerse activo a la vez —se defendió ella indignada.

—Ya... Claro... Eso decís todos —dijo Marc para picarla.

No sabía por qué, pero le gustaba hacerla saltar un poquito. Era divertida cuando se apasionaba hablando, como cuando le había preguntado sobre la política antes.

—Tú eres un poco vacilón... ¿No te parece? —argumentó ella muy convencida.

—Un poco —respondió él sonriente.

Es que se estaba divirtiendo. Aunque quizá no debería ir por ese camino, se dijo Marc. ¿Y si se acostaba con ella? Bueno, podría ser un "amor vacacional". Espantó aquella idea de su mente hambrienta. Le atraía, sí. Era preciosa, pelirroja, ojos verdes, inteligente y joven. A cualquier hombre le atraería una mujer así. Pero debía recordar que su única intención cuando la invitó a pasar el día con él era no dejarla sola al ver en el estado en que se había encontrado al sacarla de la piscina.

—Mira, yo no puedo más. Esta cuesta va a acabar conmigo —se quejó Irene, que no conseguía que su pulso aminorase el ritmo—. Un poco más y empezaré a fibrilar.

Marc estalló en carcajadas.

—Eres una exagerada.

Y ni corto ni perezoso, la cogió en brazos de nuevo y subió la cuesta con Irene colgada cual saco de patatas.

—Marc, te vas a hacer daño... Bájame —insistía ella—. O eso o nos vamos a caer los dos.

—Tranquila, me gusta ser modesto, pero tengo que admitir que estoy fuerte —dijo él muy convencido.

Irene se echó a reír y Marc esbozó una sonrisa para sus adentros. Entonces ella decidió en un impulso llevar una de sus manos al bíceps derecho de él.

—Es cierto, estás fuerte. Parece que has bebido de la marmita de Astérix y Obélix.

A Marc le sobresaltó sentir las manos de ella tocando sus músculos, tanto que tuvo que bajarla al suelo.

—Está bien, ya no puedo cargar contigo más... Reconozco que soy humano y me canso —mintió él, que no estaba en absoluto cansado. Pero no podía soportar que ella le sobase los brazos como si tal cosa.

Tenía un límite. No era de piedra.

Irene percibió que algo no andaba bien. ¿Estaba cansado? No lo parecía en absoluto. Quizá no había hecho bien en tocarle el bíceps, se dijo. Se estaba pasando. Se prometió no volver a cruzar los límites de la confianza. Una confianza que no sabía si podía tener con él.

Al fin llegaron al punto de partida. Fin de la ruta. Irene se dejó caer en el asiento del copiloto como un peso muerto y cerró los ojos.

—Esta noche vamos a dormir bien —dijo Marc antes de arrancar el coche.

—¿Crees que nos quedan fuerzas para ir a comer a Taganana? —preguntó ella entre bostezos.

—Por supuesto. Una caminata así merece una buena ración de pescado a la plancha y papas arrugadas, ¿no crees?

Y lo cierto es que la sola mención de la comida hizo que Irene empezara a salivar como uno de los perros de Paulov. El camino en coche fue sinuoso, pero cuesta abajo. Marc empezaba a estar cansado de conducir, se notaba en los movimientos del volante, que empezaban a ser más groseros y la caja de cambios empezaba a chirriar cada vez que Marc necesitaba meter la primera para tomar una curva cerrada. Al final pasaron por Taganana pero no pararon allí.

—¿No íbamos a comer en el pueblo?

—Te voy a llevar a otro sitio que está cerca y también es muy especial. Podremos comer delante del mar.

Irene sonrió, emocionada. ¿Podía el día mejorar aún más?

Cinco minutos después en la carretera cruzaron el cartel que anunciaba que estaban entrando en Roque de las Bodegas. Un pequeño y entrañable pueblo costero con una gran playa de fuerte oleaje. No hubo ningún problema para aparcar. Bajaron del coche y caminaron hacia unos restaurantes que había justo en el paseo marítimo, frente al mar.

Se sentaron en una terraza y pidieron un menú para los dos (pues el camarero les advirtió de que los menús eran bastante generosos y ellos se habían atiborrado a frutos secos por el camino).

No tardó en llegar una suculenta ensalada seguida por las famosas papas arrugadas, bien saladas acompañadas de mojo verde, hecho con cilantro. Después el camarero les trajo una bandera de filetes de pescado a la plancha con ajetes.

Entonces se hizo el silencio entre ambos, que dedicaron toda su atención a la comida, hasta que no quedó nada en el plato.

Cuando terminó, Irene dejó a su mirada vagando por el horizonte, plagado de montañas que se introducían en el mar y de rocas negras en las que chocaba la espuma blanca de las olas. Respiró profundamente y sonrió. Qué a gusto se encontraba allí: lejos de todo, en compañía de un hombre con el que se sentía cómoda, aunque no lo conociera en absoluto.

Marc también miró el horizonte, recordando la última vez que había estado allí, con sus amigos de la universidad y con la que entonces había sido su novia. Cuánto habían cambiado las cosas. El paisaje parecía no haber cambiado nada... Pero su vida... No había resultado ser, para nada, tal y como se la había imaginado en aquella época. Después desvió su mirada hacia Irene, diez años menor que él y llena de ilusiones y de incertidumbre... Y con ideas al parecer, bastante claras. Él sabía lo que le daba miedo a la joven: le aterrorizaba avanzar y tomar decisiones, porque eso significaba dejar atrás el resto de cosas. Cerró los ojos un momento y dejó que la brisa marina le golpeara el rostro. Echaba de menos a su hija, muchísimo. El mes que viene pasaría unos días con ella, tenía pensado llevarla de excursión y al parque de atracciones. Él también tenía miedo de que pasara el tiempo, su nena crecería y él ya no sería indispensable para nadie. No iba a mentirse a sí mismo, deseaba volver a encontrar a una mujer con quien rehacer su vida. Alguien a quien amar. Alguien que le despertara con un beso por las mañanas.

—Marc, Marc... —dijo Irene—. Te estás quedando frito aquí sentado —sonrió la pelirroja—. Deberíamos irnos, ¿quieres que conduzca yo?

Él se recompuso rápidamente.

—No, tranquila... Mi contrato de alquiler del coche no incluía un conductor adicional —explicó él mientras se le escapaba un bostezo.

—Entonces te ordeno que te tomes un buen café —dijo ella sonriente.

Marc le devolvió la sonrisa y le pidió un café sólo con hielo al camarero.

—Ha sido un día genial —dijo Irene antes de que se levantaran de la terraza y fueran hacia el coche.

Durante el viaje de vuelta a Santa Cruz pusieron la radio y fueron cantando algunas canciones juntos. Desafinaban y se desgallitaban mientras se reían a carcajadas. Y por fin, llegaron al parking del hotel.

Marc aparcó de una sola maniobra y salieron del coche. No dijeron nada hasta que llegaron al ascensor.

—Gracias por haber venido conmigo, ha sido un día especial, Irene —se atrevió a decir Marc, intentando no sonar demasiado cursi ni solemne.

Irene le devolvió una bonita sonrisa sincera que lo dejó hipnotizado durante unos segundos.

—Gracias a ti... Creo que tienes razón: a veces para solucionar los problemas hay que dejar de pensar en ellos —respondió ella antes de bajarse del ascensor en la tercera planta.

—¡Espera! ¿Vas a bajar a cenar esta noche? —preguntó él antes de que se cerraran las puertas del ascensor.

Irene lo miró confundida. Casi había olvidado que ya quedaba poco para la hora de la cena.

—Supongo que dentro de una hora bajaré a comer algo —respondió la doctora—.Lo he pasado muy bien.

Y se marchó a su habitación.

Marc pulsó el número cinco en el ascensor y se revolvió el pelo con la mano. Resopló y cuando entró su habitación: la 504, resolvió tomar una ducha fría para refrescarse las ideas.

Irene también decidió asearse. Se lavó el pelo otra vez y se duchó. Había sudado mucho durante la caminata y se sentía pegajosa y sucia. Por lo que le vino bien el agua caliente y el gel de baño de lavanda. Para cenar decidió ponerse un vestido negro de tirantes que le llegaba por los tobillos y que tenía un bonito estampado de flores. Era informal y tenía su encanto.

También, y por primera vez desde que había llegado al hotel, abrió su neceser de maquillaje y se aplicó una pizca de colorete y algo de sombra de ojos verde. No es que quisiera que Marc se fijara en ella... Pero ya que él iba a estar allí, tampoco quería que la viese hecha un desastre.

Cogió la tarjeta de la habitación y su móvil y se dispuso a bajar al comedor. Una vez en la planta baja, se detuvo a leer el menú de la cena y también para respirar un par de veces y serenarse.

—Estoy irracional —susurró.

¿Cómo iba a estar nerviosa por ver a Marc en la cena? Si llevaba con él todo el día. No tenía ningún sentido. Se quitó las tonterías a base de fuerza de voluntad y entró en el comedor, donde una camarera le guió hasta una mesa algo apartada (donde venía cenando las últimas noches). Pero allí no estaba Marc, por ninguna parte. En parte sintió alivio y en parte decepción.

Pidió de primero gazpacho y de segundo una porción de bienmesabe. Para beber: agua. Empezó a comer sin entusiasmo. Se centró en el plato que tenía delante y pronto lo que había sucedido a lo largo del día comenzó a parecerle un espejismo.

—¿Y esa cara?

Irene se sobresaltó de tal manera que casi hace saltar la cuchara por encima de su cabeza. Marc contuvo la risa y se sentó a la mesa, frente a ella. La miró brevemente a los ojos y al comprobar que estaba maquillada y que su vestido llevaba un bonito escote, se vio obligado a apartar la vista. Necesito otra ducha fría, pensó él tragando saliva.

—Es sólo cansancio —mintió Irene, que ya estaba más animada al comprobar que aquel hombre no había sido producto de su imaginación.

—Ah, bueno. Había pensado que mañana podríamos ir a hacer kayak a los acantilados de Los Gigantes. Pero si estás cansada...

A Irene se le iluminó el rostro momentáneamente pero....

—Me encanta el kayak, Marc... Pero...

—¿Pero?

—Eso implica agua... Y aún no lo he superado. ¿Y si vuelca el kayak? Sabes que me paralizo en el agua... Preferiría ir a otro sitio.

—Escucha, Irene. Iremos en un kayak los dos, un biplaza. No va a volcar y si lo hiciera, sabes que he sido campeón de natación y que no voy a permitir que te pase nada malo, ¿vale?

Ella lo miró poco convencida.

—¿Me prometes que si de pronto empiezo a pasarlo muy mal haremos otra cosa? ¿Me sacarás de allí rápidamente?

—Te lo prometo —dijo él—. Además, si sale bien, habrás dado un pasito más para vencer tu miedo.

Aquel punto de vista la animó y aceptó la propuesta.

Marc pidió la cena y terminaron tomando el postre a la vez.

Irene empezó a preguntarse por qué aquel hombre de pronto tenía tanto interés en hacer planes con ella... Y lo que era peor, ¿por qué ella tenía ganas de decirle que sí a todo? Lo cierto es que habían pasado un día muy divertido y que la conversación que había entre ellos era interesante. Somos dos personas adultas que se lo pasan bien juntas y ya está, pensó Irene.

Salieron del comedor y se detuvieron frente al ascensor. Durante unos segundos se miraron a los ojos y mientras Marc tragaba saliva, Irene luchaba por mantener su frecuencia respiratoria bajo control.

—¿Te apetece ir a dar un paseo? —propuso él, pues sabía que no tenía ningún sueño y que si intentaba irse a dormir, acabaría bajo la ducha fría, otra vez.

Pero Irene negó con la cabeza. Estaba algo aturdida por la camisa blanca que llevaba puesta Marc y por su americana gris. Y sobre todo, por el olor a gel de baño y a colonia.

Lo cierto es que hacía mucho que no estaba con ningún hombre, en concreto desde que mandó a paseo a su ex. Y empezaba a notarlo. Desde luego, no era prudente ir a dar un paseo con Marc. Ya tendrían el día siguiente para pasarlo bien y seguramente también su cabeza estaría más fresca para pensar con claridad.

Y con suerte, no olerá a colonia ni llevará esa maldita camisa que le queda tan bien, pensó Irene algo turbada.

—No, estoy muy cansada... Hemos andado mucho hoy —dijo ella sonriente—. Mañana te veo.

—¿En recepción a las nueve? —preguntó él.

—A las nueve —confirmó ella.

Y se bajó en la planta número tres, en dirección a la 304.


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