12
Ya habían transcurrido dos meses desde que Marc regresó de Tenerife y se volvió a ver inmerso en la vorágine de la vida diaria que le impedía tener tiempo si quiera para dormir las horas necesarias.
No había vuelto a saber nada de Irene. Al principio se frustró y se cabreó, mucho. Hubiese jurado que para ella lo que había pasado también había sido especial. Lo había visto en sus ojos y en su voz, cada vez que ella le había pedido un beso. Así que al principio no lo entendió.
Después fueron pasando los días y la furia se transformó en una dolorosa resignación. No tenía su teléfono, no sabía dónde vivía ni cómo se apellidaba. Lo único que conocía de Irene que podría ayudarle a encontrarla era: que estaba licenciada en medicina y que iba a empezar a especializarse en algún hospital de Madrid (y cómo en Madrid no había hospitales entre los que elegir...). Así que estaba perdido y tenía que asumirlo cuanto antes.
Por eso se centró en trabajar como una bestia aquellos días: para olvidar.
No tardó en volver a tener sus pesadillas habituales: Paco Catedrales, su rival político por antonomasia, acusándolo de ser casta, y el resto de partidos llamándolo niñato progre y cosas por el estilo. La diferencia es que ahora, entre sueño y sueño se colaban unos ojos verdes difíciles de olvidar.
Y así, noche tras noche, día tras día.
Hubo una vez, la semana pasada, en la que en un impulso que no pudo contener pasó frente a un hospital cerca del centro de Madrid y aparcó en una de las calles de al lado. Bajó del coche y fue a la puerta principal. Allí leyó un letrero: Hospital Universitario Gregorio Marañón.
Entró por la puerta principal y se acercó al puesto de información a preguntar.
—¿Conocéis a una doctora pelirroja, joven...?
No supo qué más decir.
La chica lo reconoció, pero no dijo nada al respecto. En su lugar se limitó a responder:
—Lo siento, señor, aquí trabaja muchísima gente y ahora mismo no le pongo cara a la persona que usted busca.
Marc salió de allí hecho un basilisco. No sabía por qué demonios había tenido que entrar. Ya había dado por hecho que no volvería a verla, que fue un sueño. Un espejismo. Nada más.
Algo aturdido por el mal humor, volvió a subir al coche y arrancó.
—Joder —dijo con amargura.
No tenía cosas en las que pensar e invertir el tiempo como para andarse parando en la puerta de cada hospital que se cruzara en su camino, se dijo.
Descendió por la calle principal a una velocidad de unos cuarenta kilómetros por hora (el máximo permitido), pero entonces sucedió que, al ser viernes a última hora, un conductor que debía de llevar más alcohol en sangre de lo permitido, emergió de una de las calles perpendiculares a una velocidad que superaba el doble de la permitida y se estrelló contra el coche de Marc.
Una hora y muchas sirenas y luces azules más tarde, una UVI móvil se llevaba a un paciente en estado crítico y otra a un cadáver.
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