121. Max

¡Despierta, Maxi, despierta! —me despertó papá esa mañana. Entró a mi habitación y golpeó de forma graciosa mi cabeza con mi guitarra nueva. 

Amaba ser despertado por papá. 

Es sábado —bostecé, rodando sobre mi cama y colocando una almohada por encima de mi cabeza. 

¿No quieres ser una estrella de rock? —preguntó él, acercado su nariz a mi nariz y sin perder un buen humor. Lo que todos más recuerdan de papá es su carácter ameno. 

¿Las estrellas de rock madrugan?

Papá dudó en responder. —Seee. 

Acomodé de mejor manera mi almohada. —Entonces no. 

Papá soltó una risa y me sacó de la cama sujetándome de los pies. —Vamos, ya encontré la canción perfecta para que empieces. 

¿Pero por qué tiene que ser tan temprano? —seguí gruñendo.

Entre más pronto empecemos, mejor. 

Suspiré y me vestí y lavé mis dientes antes de bajar con él al garaje. Sitio que sería nuestro lugar de ensayo durante los próximos meses. 

Cuando salimos de casa papá, al caminar de nuestra puerta al garaje, saludó efusivo la casa vecina. —¡Hola, linda! 

Al seguir la dirección de su mirada vi a Suhail jugando en su jardín delantero y gruñí. Apenas había pasado una semana desde mi fiesta de cumpleaños número ocho, fiesta en la que ella hizo que las Hermanas de la caridad se llevaran todos mis obsequios. Por eso, cuando me miró le saqué la lengua y moví mis labios a modo de que leyera de estos las palabras: Mi venganza no ha terminado. Ya había secuestrado a su pez y decapitado a sus muñecas, pero faltaba más. Ella debía pagar por mucho.

Saluda a Suhail, Max —me pidió papá. Le sonreí a la niña fea de forma hipócrita y cuando papá dejó de mirar le volví a sacar la lengua. 

Eso es —escuché decir a papá en lo que abría el garaje—, haz puntos por si la quieres invitar a salir mañana.

Lo miré con indignación. —Jamás invitaría a Suhail a ningún lado.

Nunca digas "De esa agua no beberé", enano —suspiró él—. No sea que te guste y repitas tanto que ya ninguna otra te quite la sed.

¿Cómo?

Sí, ¿cómo esperaba que un niño de ocho años comprendiera eso?

Nada —rió—. Con suerte un día tu mismo harás mejores analogías al respecto. 

Con suerte. 

Papá sacó su coche del garaje para tener más espacio y colocamos dos sillas en medio para sentarnos uno frente al otro, tipo alumno y maestro. Además de mi guitarra él también había llevado una grabadora.

—Quiero que escuches esta canción —dijo, entusiasmado. Mucho más entusiasmado que yo, que todavía tenía sueño.

Prendió la grabadora y empezó a sonar la canción que, sin saberlo, cambiaría mi vida:

Got to write a classic

Got to write it in an attic

Baby, I'm an addict now

An addict for your love.

Escuché cada nota con la atención que mi corta edad me permitió y le hice ver a papá que me gustaba. La canción me gustaba. Aún me gusta.

—Perfecto —dijo él, sonriente y colocó mi guitarra nueva sobre su regazo—. Tienes que practicar mucho, Maxi. La practica te hará dominar tu miedo y tus dedos.

Asentí obediente y miré a papá tocar y cantar Classic con excelencia. Ese día me prometí que un día sería tan bueno como él. 

Eres el mejor —dije.

No, yo soy un aficionado. Tú serás el mejor. 

El mejor. No lo dudé. Pocas veces dudé que un día sería el mejor hasta... hasta el día del accidente. 

Papá me entregó la guitarra y, sin desanimarme en ningún momento por mis fallos, esperó paciente a que, por lo menos, tocara bien dos notas. Cuando por fin lo logré los dos saltamos.

¡Lo logré! ¡Lo logré, papá! ¡Lo logré!

Había aprendido a tocar dos notas. 

Él me levantó por la cintura y me hizo dar vueltas. —¡Eres la estrella! ¡Anda, dilo! ¿Quién es la estrella de rock?

—¡Yo!

—¡Más fuerte!

—¡YOOO!

Lágrimas de amargura cayeron de mis ojos al recordar eso, por lo que agradecí que Suhail cerrara mi puerta. Ya no tenía nada, ni a papá ni la capacidad para un día ser una estrella.

Había fallado en mi primer día de terapia y dolía recordar eso. Mi fisioterapeuta, un joven no mucho más grande que yo, me atendió en un salón en el que también recibían trato tres niños, dos adultos y cuatro ancianos. Me preguntó si consideraba estar listo para apoyarme en un pasamanos y asentí. Era un estupidez preguntarme si era capaz de hacer algo así. 

 Antes de empezar miré de reojo al resto de pacientes. Todos, sin excepción, llevaban a cabo su tarea y cada que lograban algo nuevo recibían aplausos y premios de los fisioterapeutas y familiares que los acompañaban

Yo fallé. En vano quise demostrar ser lo suficientemente capaz para sostenerme sobre mis dos brazos, porque fallé. 

El accidente me hizo perder una pierna, pero no eran las únicas partes que habían recibido golpes. Me fracturé huesos, estropeé músculos... Tristemente me di cuenta que tenía que empezar de cero con muchas cosas. O a esa conclusión llegué al darme cuenta que ni siquiera podía sostenerme por mi mismo.

Y palabras como "Si te caes, levántate." no me servían porque tampoco tenía fuerzas para eso. Era un inútil. Un completo inútil.

—Empezaremos más despacio, campeón —me dijo Paulo. Así se llama mi fisioterapeuta—. Paso a paso.

Sé que su intención era animarme, pero me sentí humillado. Los niños y ancianos cerca de mí hacían sus ejercicios sin problema y yo fallé con algo tan fácil como apoyarme sobre mis brazos. Brazos en los que tenía tatuados la frase ¿Quién es la estrella de Rock? Humillante. 

¿Qué dirías si pudieras verme, papá?

A continuación, Paulo me ayudó a recostarme sobre una colchoneta y me indicó abrir y cerrar mis manos cada cinco segundos. Trabajamos en eso durante una hora.

Me sentía tan estúpido. Aún así, tampoco reconocería que al hacer eso mis dedos dolieron. ¡Dolieron!

A lo lejos escuché a uno de los niños aplaudir. 

—¡Vas bien! —me felicitó. No tenía ninguna de sus dos piernas y estaba aprendiendo a caminar sobre prótesis—. A mí también me costó empezar —procuró animarme.

¿Un niño con mayor grado de dificultad podía responder a la terapia física mejor que yo? Me sentí aún más inútil. 

Miré de él a Miranda, que era mi acompañante, ella me sonrió. Después busqué la mirada de los demás pacientes. Todos me miraron con afecto pese a no conocerme y procuraron darme ánimos con palabras y con gestos. Les di las gracias tímidamente y le pedí a Paulo oto ejercicio. Uno menos estúpido. Esta vez me pidió extender mis brazos y moverlos a modo de llevarlos de mi estómago a mi hombro. Dolió. Dolió mucho y eso me hizo sentir todavía más patético. 

¿Quién es la estrella de Rock? , recordé y mi humor empeoró. Sentí enojo, vergüenza... miedo.    

Sin poderme contener durante más tiempo, lloré. No me importó estar rodeado de gente. Lloré. Pero no de la tristeza, lloré de cólera. Me sentí frustrado. Yo podía hacer todo sin ningún problema. ¡Todo! Antes del accidente, algo sencillo como mover mis dedos no dolía ni era motivo para tener que hacer ejercicio. 

Las miradas de los demás pacientes se apartaron. 

—Nadie te está juzgando —dijo Paulo, dando palmaditas sobre mi hombro—. A todos les ha costado empezar, Max. A todos.  

Y como si me faltaran más motivos para llorar, recordé las palabras de Eric diciendo que merecía pasar por eso. Muérete, Eric. De igual forma recordé que Sam, pese a que hace mucho había salido del hospital, no me buscó ni en el hospital ni en mi casa. ¿Pensaba lo mismo que Eric? ¿Tampoco quería verme? Odié con mi alma a ese gordo traidor y continué los ejercicios que me indicó hacer Paulo, sintiéndome cada vez más humillado. Completamente humillado. 

Kintsugi




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