Epílogo: Levar ancla
El barco se llamaba "El Industrial". El niño se sentía muy ilusionado. Era su primer viaje en barco. Bueno, al ser niño muchas cosas de las que hacía eran su primera vez. Pero no culpemos al niño de no ser consciente de ello. Pobre, ya tenía bastante con abrirse paso en este mundo de locos adultos.
Fue muy feliz mientras inspeccionaba todo el primer día, junto con sus padres. El segundo se topó con algo que atrapó su atención. Se trataba de un reloj, colgado en la pared del pasillo que conducía a la zona de juegos. No llegó a dicha zona, pues se quedó mirando el reloj. Redondo y de manecillas, hasta ahí todo normal, acorde a los estándares de relojes normales. Pero tenía algo curioso: un ancla, en el fondo, tras las manecillas. Y el ancla se movía, aunque apuntaba siempre más o menos hacia abajo, mientras el resto del reloj permanecía en su lugar.
—Papá, el ancla del reloj se mueve.
—En realidad, no, hijo. Es el reloj el que se mueve con el barco, como nosotros, mientras el ancla está quieta, apuntando siempre hacia el mar que tenemos debajo. —El niño no podía comprender eso. Al notarlo, el padre añadió—: Eso es para que veamos cuánto nos bamboleamos.
—¿Qué es bambolear?
El niño pasó los siguientes días asimilando toda esa información, y al final acabó comprendiéndolo. Cada mañana tras el desayuno se plantaba frente al reloj del ancla, para comprobar cuánto se bamboleaba el barco ese día, y comparar con el bamboleo de los días anteriores. Mas al llegar el quinto, ¡horror! El ancla ya no apuntaba hacia abajo, ¡sino hacia arriba!
—¡Papá, mamá! ¡El ancla apunta hacia arriba! ¡El mar está encima de nosotros!
—¡O nosotros estamos del revés! —contestó la madre, causando pavor en el niño. Ambos progenitores se reían a gusto—. No, hijo, el reloj se ha estropeado sin más, no le des importancia.
Pero el hijo no escuchaba, y por supuesto sí le dio importancia. Llegó a la conclusión de que efectivamente el mar no se hallaba encima del barco, ya que miró al exterior y no era así. Por tanto, los que se encontraban del revés habían de ser ellos. Entró en pánico. Echó a correr por los pasillos, hasta que se calmó un poco y volvió con sus padres. Sin embargo, su agitación interna continuaba.
—Papá, mamá, ya lo he entendido, ¡todo está al revés! ¡Lo dice el ancla! Porque apunta hacia arriba. Entonces nosotros estamos boca abajo. Entonces, entonces, todo es al revés ahora. Todo lo que era de una manera ahora es de la contraria. Ahora los niños somos adultos, y los adultos sois niños.
—¿Qué dices, hijo? —El padre se reía a gusto.
—Ahora los adultos volvéis al colegio, y los niños cuidamos de vosotros y os hacemos la comida.
—¿Ah, sí?
—¡Lo dice el ancla!
—¿El ancla dice todo eso?
—Sí, porque está al revés. Es el mundo al revés.
Un pensativo silencio dio a entender a los padres que el niño estaba deduciendo las terribles implicaciones de que el ancla se encontrara del revés. Y así fue. El niño lanzó su discurso estrella:
—Entonces ahora me tenéis que dejar que me eche por el suelo y me ensucie la ropa cuando juego, y yo os regañaré cuando os sentáis por las noches en el sofá y veis la tele. También tenéis que dejarme que no haga los deberes y que pinte las paredes de casa con mis dibujos, porque ahora está bien lo que yo quiero hacer. Y vosotros no podéis volver enfadados de trabajar, tenéis que venir siempre contentos. No podéis obligarme a que me beba la leche por las mañanas, y vosotros os la beberéis. Yo no comeré si no tengo hambre, y no me iré a la cama si no tengo sueño. Vosotros no reñiréis nunca más y os daréis muchos abrazos. Ya no os enfadaréis cuando hago muchas preguntas, y me las responderéis una a una hasta que no me quede ninguna por hacer. Ya no iré ala clase de matemáticas nunca más porque no me gusta. Los adultos ya no se pelearán, y ya no habrá guerras y gente muerta. Los niños mandaremos y repartiremos comida y chocolate entre todos. Ahora podré comprarme los juguetes que yo quiera y los compartiré con quien quiera. Mamá no volverá a poner cara de asco cuando vea a un pobre sin zapatos por la calle, irá y le comprará unos zapatos. Y no me reñirán si acaricio a un perro abandonado. Papá, mamá, ¿a que es mejor el mundo al revés?
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