14. Conducir bajo la influencia

El conductor encajaba, de manual, con la definición de "temerario". Incumplió todas las infracciones del código de circulación. Parecía que se las hubiera estudiado previamente para ir infringiéndolas una a una. Para empezar, consumió cocaína y cannabis en generosas cantidades. En su casa y solo, de la manera más lamentable y premeditada. Después bajó a la calle y buscó su coche. Su "bólido", como él lo llamaba. Tras recorrer su barrio de arriba abajo, finalmente recordó que lo había aparcado un poco más lejos de lo habitual, ya que la noche anterior volvió tarde a casa y no había sitio.

Le llevó cinco intentos introducir la llave en la cerradura, de lo exaltado que se sentía. Al sentarse dentro, exclamó al espejo retrovisor interior:

—Serás idiota, ¿por qué no le has dado al botoncito del mando, que para eso está?

El espejo no le contestó, sino que le devolvió su vidriosa mirada. Al arrancar el motor, pegó varios acelerones parado, causando estupor en una terraza próxima, donde varios ancianos tomaban su café con leche. Salió marcha atrás sin mirar si venía alguien, y un camión de la basura hubo de pegar un frenazo. El grave pito del camión causó vibraciones por toda la calle, poniendo definitivamente en pie de guerra a los mencionados ancianos, que increparon al conductor del coche. Éste no se quedó para conversar con ellos, sino que quemó rueda y salió a la avenida, saltándose el semáforo en rojo que daba a ella. Una anciana con el carrito de la compra que se disponía a cruzar por el paso de cebra se halló próxima a la infartación. Dos sustos más como ése, y a la tumba.

Ya en la ancha avenida, se desató el Fernando Alonso que el conductor tenía dentro. En un semáforo, se acercó peligrosamente a una conductora joven que no hacía mucho que se había sacado el permiso de conducción, y le gritó:

—¡Una carrera, guarra!

La pobre chica, hundida en su asiento y cabizbaja, se limitó a ignorarlo y a seguir conduciendo de modo responsable. Cuando el semáforo cambió a verde, nuestro amigo volvió a quemar rueda y a derrapar, para seguidamente circular a gran velocidad y haciendo slalom entre los carriles. Cuando se salió por una calle más estrecha, su zigzagueo terminó y hubo de reducir la velocidad, pero aun así estuvo a punto de rozar varios vehículos aparcados. Tocó el claxon para el vecindario, mientras bajaba la ventanilla y gritaba:

—¡Para vosotros, hijos de puta!

Al girar en una curva no perdió la oportunidad de hacer un derrape de campeonato. Estuvo a dos centímetros de tocar el bordillo de la acera. Un grupo de niños que salían de un colegio justo en esa esquina entraron en pánico y huyeron en desbandada, como las palomas cuando alguien corre hacia ellas dando patadas. No contento con los estragos ciudadanos que estaba causando, un poco más adelante el conductor se subió a la acera para entrar por una calle peatonal. Menos mal que la susodicha se encontraba en ese momento desierta, pero algunas ancianas que colgaban la ropa en sus tendederos pusieron el grito en el cielo cuando observaron la furia sobre ruedas que invadía su habitualmente tranquila calle interior.

Unos minutos después ya eran varios los testigos que habían dado la voz de alarma, y la policía iba en camino. Volvió a bajarse a la calzada en la calle paralela a la anterior, y aceleró para llegar a su destino.

Salió de nuevo a una avenida. Fue allí cuando la Policía Local lo interceptó y le dio el alto. Sin embargo, hizo caso omiso y prosiguió con su carrera; incluso imprimió más presión sobre el acelerador. Las sirenas se prendieron y el coche de policía emprendió la persecución. Al conductor le costó bastante trabajo mantener la distancia con ellos, hubo de desplegar todas sus habilidades al volante. Que las tenía, por muy mal que nos haya caído a estas alturas. Por suerte para él, no se encontraba lejos de su objetivo.

Los demás conductores de la vía se apartaban despavoridos cuando oían las sirenas y veían al coche fuera de control dirigiéndose balísticamente hacia ellos. Eso le facilitaba la huida, pero también la persecución a las fuerzas del orden. Cuando al coche de policía se unió otro más y uno de la Guardia Civil, el conductor se dispuso a invadir el carril contrario. No se atreverían a seguirlo por allí.

Y lo hizo. Con un salvaje volantazo que por poco provocó que volcara, ocupó los carriles contrarios, causando un verdadero horror en las personas que circulaban correctamente. Por suerte el tráfico no era intenso a esa hora de la mañana y pudo ir esquivando a todos. Los frenazos que los cardíacos conductores realizaban coadyuvaban a su propósito. Y funcionó. Por varios minutos despistó a sus uniformados perseguidores.

—¡Jodeos, cabrones!

Ya se encontraba en la avenida que conducía a su destino, en la que volvió a ocupar la dirección permitida. Pese a que accionaba el claxon como si no hubiera un mañana, percibió de nuevo las sirenas a través de él.

Al fin, vislumbró el cementerio. Hundió su pie en el acelerador.

Sus ojos comenzaron a generar una capa acuosa. Los testigos corrieron en todas direcciones, apartándose de la trayectoria esperable del loco. La iba a cagar, se decía a sí mismo. No lo conseguiría. El bordillo le haría perder velocidad.

En efecto, el golpe contra el bordillo produjo un ruido contundente, pero de alguna manera nuestro amigo consiguió mantener la trayectoria hacia el muro sólido, anaranjado, carente de adornos, del cementerio.


El coche quedó siniestro total. No hacía falta un perito para llegar a tal conclusión. Sin embargo, la pérdida de velocidad por el impacto con el bordillo a buen seguro salvó la vida al conductor. Una vez se constató que estaba ileso, fue detenido y llevado a comisaría. Allí, tras ser informado de las infracciones y los delitos que se le imputaban, fue inquirido acerca del porqué de su comportamiento. Con las manos sobre la cara, encorvado y abatido, contestó:

—Mi hermano está enterrado en ese cementerio. Murió la semana pasada. Sólo quería reunirme con él.

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