1. Matar al millonario
Es un cliché, un lugar común. Lo sé. La típica historia de libro o de película, una joven se "enamora" de un señor mayor rico y se casa con él para convertirse en la heredera de su fortuna. Si, por un azar del destino, la vida del viejo se alarga más de lo que la paciencia de la joven es capaz o está dispuesta a soportar, se acelera el trámite y la joven, "solícita", asiste al señor a cruzar el umbral. Después, "desconsolada", se refugia en las montañas de riqueza que el viejo le ha legado.
Soy consciente de que he entrecomillado muchas palabras. Sin embargo, en mi historia, se han de eliminar todas esas comillas. Pertenezco al cliché, pero al mismo tiempo lo burlo. Yo quería al viejo, de verdad que lo quería. Pero mi manera de sentir me hizo decidir matarlo. ¿Se puede querer a alguien y matarlo al mismo tiempo?
Sí, maté al millonario. Y sigo sin considerarme una mala persona por ello.
¿Cómo sucedió todo?
De manera bizarra.
Tenía veinticinco años y me encontraba de viaje con mis amigas Paz y Malixia tras completar nuestros estudios de historia del arte. Albergábamos una visión romántica del mundo, como no podía ser de otra manera para unas recién egresadas de dicha disciplina, la cual invita a instalar un prisma artístico en nuestros cristalinos. Llegamos incluso a creernos que ciertas realidades son como nos muestra el arte y no como nos describe, por ejemplo, la ciencia. Lo cierto es que este asunto siempre ha originado interesantes debates entre nosotras y con los profesores. ¿El arte nos exhibe un camino para el conocimiento, son sus enseñanzas válidas para conocer la realidad? En fin, es una pregunta tan absurda como romántica que no dejaremos de formularnos mientras vivamos.
Viajamos a Florencia, Italia. Allí nos sentimos embriagadas por el arte. Esa visión romántica que menciono se acentuó, se exacerbó y se extremó en una destinación turística que conformó el colofón perfecto para nuestros estudios. Creo que fue esa atmósfera distorsionada en colores cálidos la que pervirtió mi entendimiento y me empujó por esa vorágine de insensateces. Aún, a día de hoy, ignoro si se trató de una maldición o de una bendición. Gracias a los sucesos acontecidos poseo ahora una vida como la que siempre he anhelado, en la que puedo dedicar el tiempo completo de mis días y mis noches a desarrollarme como artista, prescindiendo de la necesidad de sucumbir a las sucias bajezas del trabajo humano para sobrevivir.
No vale la pena que relate las innumerables bellezas que la ciudad renacentista y su semidivina envoltura toscana guardan. Uno no debería dejar de viajar allí, al menos una vez en la vida. Tras varios días disfrutando de semejante ambiente que se le antoja a una más etéreo que terrenal, el suceso sobrevino. En una terraza de una plaza cuyo nombre no recuerdo, en algún lugar entre el Palazzo Pitti y el Ponte Vecchio, degustábamos un delicioso expreso italiano y nos entregábamos a una ligera conversación que acusaba la fatiga acumulada por nuestras andanzas.
El viejo se sentó en una mesa contigua. En menos de un segundo se nos hizo patente su opulencia y su porte. Al menos para mí, resultaba imposible ignorar su presencia. Aunque era mayor (setenta y cinco años, como pude saber después), el encorvamiento no le caracterizaba, lo cual era remarcable. Un impecable traje gris; un sombrero de copa con una cinta a cenefas plateadas; un reloj dorado hacia el que la fóvea invariablemente se desviaba, estandarte de su brazo; unos zapatos negros que reflejaban mejor la luz del sol que las aguas del Arno. He de reconocer que produjo una honda impresión en mí desde ese primer momento, cual presa que abre sus compuertas y desata la corriente inexorable de los acontecimientos. Que no se me confundan mis lectores, la atracción que despertó no fue de índole sexual. Mas me deslumbró su estar, tan difícil de encontrar a ese nivel en los hombres. Se me pasó por la cabeza que quizás hubiera firmado un pacto con el diablo, como se dice que realizan los iluminados. No había de ser demasiado observadora para percatarme de que el viejo exudaba riqueza por todos los poros de su piel. Casi podía olerla.
Percibí que mi reacción emocional fue mayor que la de mis amigas. Quizá fue por esa razón, combinada con los demás factores desinhibitorios que de manera natural acompañan a los afortunados en viaje, que me dirigí al anciano desde nuestra mesa: "Le confieso que es usted imposible de ignorar".
El viejo reaccionó con un dinamismo, incluso con una cierta incontinencia verbal, más propios de alguien con cuarenta años menos. Algo en él me hizo sentir que conocía de antemano partes de su ser, como si nuestras almas reencarnadas hubieran compartido vivencias en vidas anteriores. La conversación fluyó con espontaneidad desde temas como su apariencia intachable, hasta nuestras vidas personales, pasando por las experiencias florentinas de mi viaje. Mis amigas me miraban con inquietud creciente a cada escalón que el viejo, de nombre Laugliano, y yo ascendíamos en nuestra interacción. Sin saber ni querer saber cómo, las palabras adquirieron tintes insinuativos primero, libidinosos después. No era una conducta propia de mí, insisto, no lo era. Juro que jamás me habría comportado de ese modo en otras circunstancias. Pero por alguna razón me sentí conducida de manera natural a dejarme llevar. Paz y Malixia acentuaron su expresión de desaprobación, de lo cual era cien por cien consciente a través de mis reojos. En el momento en que el viejo efectuó una propuesta concreta, me tomé mi tiempo en responder por primera vez desde que iniciamos nuestra conversación. Paz comenzó a pisotearme por debajo de la mesa. Malixia profirió una risita nerviosa.
Accedí a cenar con el viejo en su casa.
Jamás me había sucedido algo así. Desde que acudí a la cita, me excusé ante mis amigas y disfruté de unos días al lado de Laugliano, en su lujosa morada en la vía de Tornabuoni, cerca del Palazzo Strozzi. Exquisitamente decorada con arte y orfebrería, y unos ventanales que recogían el crepúsculo sobre el Arno, no pude por menos de sentirme arrobada por el estilo de vida del viejo.
Lo que experimenté durante ese tiempo fue magia pura para mí. Comenzó como un inocente juego de límites acotados. Pero me hinchó como la espuma y me abrumó. Y yo deseaba con ardor ser abrumada más y más. Ninguno de mis exnovios me hizo sentir como Laugliano. De todo él emanaba un aura que casi podía vislumbrar, de seguridad, experiencia, conocimiento, habilidad en el trato; parecía ser capaz de escrutar dentro de mí para extraer lo que necesitaba, agarrarlo, acariciarlo, estimularlo y devolverlo, en una mejor versión, a su lugar en mi tembloroso interior. No me producía vértigo el monstruoso abismo de edad entre nosotros. A los cinco minutos de desnudez entre sus brazos, esta cuestión se fundió con el aire que nos rodeaba. Hablo desde la más profunda honestidad, cuando aseguro que lo que sentí por Laugliano era amor. No amor por su riqueza, como las mentes de mis lectores a buen seguro elucubran. Amor por su persona.
Por el millonario que más tarde mataría.
Me quedé a vivir con él. Nada me reclamaba en España; al fin y al cabo, acababa de terminar la carrera y restaba labrarme un porvenir en el ancho mundo: las riquezas de Laugliano parecían alinearse con tal propósito.
Sin embargo, no fui capaz de soslayar la insistencia de mis amigas mucho más. Conversamos plácidamente (debería entrecomillar esta última palabra), cuando quedaban pocas horas para la salida de su vuelo. Tras las quejas de rigor por haberles abandonado de aquella manera para marcharme con un desconocido septuagenario, abordaron la cuestión del porqué; yo les respondí con paciencia, para que comprendieran mi perspectiva y se marcharan de mi vida satisfechas con mi explicación. Les aseveré que Laugliano me regalaba una visión especial sobre el mundo, que compartía conmigo experiencias vitales que les sorprenderían como me sorprendieron a mí, que me entregaba más amor y atención del que he recibido por parte de cualquier persona de mi pasado. Que caí en sus redes, y que estaba encantada de haber caído. Trajeron a colación el dinero de Laugliano. Les concedí que el dinero había jugado su papel en la seducción animal que se originó, mas no del modo que ellas se imaginaban. Haber sido una persona de éxito y acumulado una fortuna a buen seguro había beneficiado su autoestima y su manera de afrontar la vida. Al fin y al cabo, era un ganador, ¿y qué mujer no quiere estar con un ganador? Paz me respondió que ahora la ganadora era yo, y su sutileza mal avenida me separó de ella de tal modo que di por concluida la conversación. Podía prescindir de su amistad durante el resto de mis días. Me despedí de ellas y volví rauda junto al amor de mi vida.
Hay amores que matan, dicen. Quizá a quien formuló ese dicho le rondara mi historia personal por la cabeza. Pues yo quise a Laugliano hasta el final. La mano que escanció el vino envenenado en su copa de oro era una mano enamorada.
Pasadas unas semanas desde que me instalé en su casa, me pidió matrimonio. Si bien demoré mi respuesta un tiempo prudencial con un fin que me confesé valorizador, me lancé a sus brazos y le comuniqué con pasión mi respuesta afirmativa.
Él, ni tenía mucha familia, ni era una persona familiar. Lo cual, combinado con el hecho de que la boda se realizó a los pocos días de su petición de mano, me evitó entrar en contacto con la mayoría de sus consanguíneos. Sólo un hijo que vivía cerca de Florencia tuvo tiempo de acudir con su familia. También asistieron algunos amigos del viejo en la ciudad. Con la celeridad que sólo el dinero es capaz de estimular, un modisto vino a tomarme medidas y me confeccionó un armonioso vestido. Se celebró en una villa que el viejo tenía en la Toscana, la cual me impresionó sobremanera cuando la visité unos días antes. Una estructura renacentista, como las que había estudiado en la carrera; una verdadera belleza arquitectónica rodeada por la hermosura sublime de las colinas tornasoladas y los caminos flanqueados por cipreses. Los bizarros acontecimientos y el divino entorno hicieron germinar en mí la sensación de hallarme en los mundos de Morfeo.
Los asistentes a la boda, en cambio, trataron de anclarme a la realidad con sus miradas hoscas. Yo les comprendía. No cesarían de preguntarse cómo había sucedido, y su hijo se preocuparía asimismo por los posibles derechos de herencia que pudiera dejar de recibir de Laugliano. Todos creerían saber a ciencia cierta que mis motivos para casarme con él eran turbios y monetarios. No importaba; en un acceso de leve locura, resolví adoptar como hijo o hija a algún familiar de Laugliano para probar de ese modo que mis intenciones no se basaban en el lucro personal.
Mis amigas declinaron asistir a la boda, si bien rehusé indagar el motivo de su negativa. Por otro lado, me resultaba satisfactorio prescindir de dos alfileres dispuestos a pinchar el globo de felicidad que Laugliano se esforzaba en hinchar para mí. Lo comprenden mis lectores, ¿verdad?
La boda fue un momento de ensueño, como también lo fueron todos los días que la sucedieron. Por momentos llegué a pensar que el viejo me había drogado. Desde un principio fui la primera sorprendida de que se hubiera originado en mí un amor tan huracanado por una persona con un pie en la tumba.
Amor que le profeso aún, a día de hoy, cuando recuerdo cómo sus ojos verdes, agonizantes, me contemplaban por última vez, en una mezcla de desconcierto y la más profunda de las pesadumbres, mientras la vida abandonaba su cuerpo.
Prosiguieron tiempos bizarros. Sé que abuso de esta palabra, pero creo que se trata del adjetivo que mejor describe mi devenir desde que finalicé mis estudios de historia del arte. Vivía como una dama aristócrata, alternando nuestras estancias entre el piso de Florencia y la villa toscana. Cualquier cosa que necesitaba, la conseguía. Cualquier capricho que se me antojaba, se me concedía. Cualquier aspecto que me molestara, desaparecía. Laugliano me proporcionaba amor y placer, y el entorno de la Toscana todo lo demás. Era vivir un cielo en la Tierra. Tenía tiempo de pensar en necedades como, por ejemplo, si ya estaba disfrutando del cielo, ¿qué me esperaría cuando muriera y solicitara entrar en él? Quizás el infierno, por equilibrar la balanza.
No, no iría al infierno por eso. En todo caso por matar al viejo.
No fue premeditado en demasía. De hecho, sucedió de una manera similar a mi infatuación amorosa, por la natural vía de las emociones, desechando todo raciocinio. Un aguijonazo de incomodidad inauguró el proceso, como un pistoletazo de salida. Dudo que sea capaz de explicar cómo se conformó la cadena de incomodidades posteriores, hasta resquebrajar el cielo y mudar la realidad en algo más que simple desajuste de postura. ¿Quizá tanta sensación de irrealidad me afectó en algún punto íntimo de la cordura? Pues mi mundo mudó y perdí contacto con tierra firme. Recuerdo una conversación bizarra que mantuve con el viejo, en que le reprendí por querer continuar resolviendo mis problemas, cuando hasta la fecha había aceptado encantada sus soluciones. Le insulté y, sin más, me retiré a mis aposentos. Otro día, cuando terminó de desnudarse para hacerme el amor, en una escena de emoción inenarrable, le asesté una impulsiva bofetada. Su arrugado rostro reflejó la confusión que le atenazó. Como respuesta, le aseguré que su cuerpo desnudo se me antojaba repugnante.
Lo sé. Mis comportamientos eran incoherentes. Pero, por alguna razón, la incoherencia se había convertido en mi coherencia, en mi mundo toscano de arte, paisajes de ensueño y facilidades algodonadas. No me esforzaba por comprenderlo. Mi formación artística me había conminado a aprehender la realidad a través de la belleza y de las emociones. En algún punto de mi estancia allí, supe que la respuesta al problema inicialmente planteado, respecto a la manera artística de aproximarse al conocimiento, brindaba una solución nítida, y me consideraba estúpida por haber dudado, incluso por haberlo discutido con otras personas. El arte era el más válido de los métodos de aproximación a la realidad. Nuestra sensibilidad nos aproxima a Dios, que es el conocimiento último. No lamenté la pérdida de la razón. Me desprendí y me despedí de ella brevemente, bajo una noche estrellada entre los cipreses del jardín de mi villa renacentista.
La planta y postura de Laugliano era directa y contundente; expresaba que no estaba dispuesto a permitir que se le escurriera el asunto más veces. Capté su resolución y se esbozó una idea tímida, en ciernes, desdibujada, en mi fuero alienado.
Pocos segundos más tarde, mientras verbalizaba sus deformes decepciones contra mi persona, en mi nebulosa mente emocional hizo contacto una idea de aguas rojas.
Resolví matarlo.
Mi comportamiento no podía acomodarse con esquemas tan espurios como los del bien y el mal. Yo había trepado a otro estrato, adoptado otras maneras. Y en ese nuevo orden de cosas, naturalmente el viejo moriría. No había nada que pensar, nada que razonar. Probablemente fue Dios quien me instauró sus motivos místicos en la mente, y yo no era quién para contradecirlos. Por otro lado, si detenía mi cielo en la Tierra, quizá me quedara algo para cuando muriera.
El viejo volvió a sonreír con franqueza cuando le propuse que brindáramos por nuestro aniversario de mes. Llegó a convencerse, noté en su mirada, de que las cosas retornaban a su bizarro y original cauce. Yo alimenté esa impresión con besos y caricias. Toda la lozanía que me desplegó los primeros días resurgió en un semblante que exhalaba alegría de vivir. Lástima que esa sublime emoción fuera a quedar cercenada para siempre. Me consolaba recordar que con su dilatada experiencia él había sido feliz en numerosas ocasiones, más que la mayoría de la gente; más que yo. Había justicia divina incluso en los actos menos encomiables, y me congratulaba de ser partícipe de ella, aunque fuera de aquella intrincada manera.
La espalda de la tarde era ensartada por sables de nubes sangradas por el crepúsculo. El vino bañaba los cielos y las copas. Una de éstas permitía continuar viviendo, la otra lo impedía. E insistí en ser yo quien las sirviera, tras despedir a los empleados domésticos. Podía haber contratado a alguien para la labor tenebrosa que tenía entre manos, pero determiné ser el brazo ejecutor que impartiera realidad en tanta bruma. Otorgar la paz eterna a la persona a la que se ama no es una tarea que se pueda delegar.
El interior del cuello de Laugliano se remojó en vino ponzoñoso. Éste se deslizó por su añejo interior, viajando por los conductos que abrazarían el deceso en minutos. Me senté en su regazo para observar la escena en primera línea. Un actor que acude al estreno de su película no puede replegarse y observar desde lejos, ¿no es cierto? Y todo estaba bien y era correcto; el viejo moriría plácidamente, disfrutando de su vino y de su mujer. Pues yo lo acompañé durante todo el proceso, jalonando su piel de besos mientras él emprendía el viaje sin retorno cuyo destino final contemplamos todos al final del lóbrego túnel de nuestras vidas. Lo bañé en mis lágrimas desconsoladas de esposa y lo abracé con mis trémulos brazos, hasta que el último jirón de vida se desprendió de su cuerpo macilento.
Estaba hecho.
Había matado al millonario.
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